Desde mayo de 1521 las huestes tenían cercada Tenochtitlan que pese al cerco no cayó hasta el 13 de agosto de ese mismo año. El asedio se prolongó por espacio de varios meses porque el nuevo tlatoani resultó ser un aguerrido caudillo con algunas dotes muy similares a las del propio Hernán Cortés. Si este último pasa por ser un ardoroso guerrero con amplias habilidades diplomáticas, no menos lo fue su contrincante. Poseía el mismo espíritu de lucha y, al igual que él, lo sabía compaginar con una buena habilidad diplomática. Su habilidad para la oratoria la usó en numerosas ocasiones para levantar la moral de sus hombres y convencerlos de que su sacrificio merecía la pena. Conocemos algunos extractos de esas alocuciones del tlatoani a través de los cronistas y no desmerecen en absoluto con las que practicaba su oponente. Antes de comenzar la defensa definitiva de su capital les dijo a los suyos:
Los dioses son de nuestra parte y hemos de pelear por su honra, por nuestra vida, por nuestra libertad, por nuestro imperio, por nuestra hacienda, por nuestros hijos y mujeres, por nuestra nación y linaje. ¿Quién de vosotros puede haber tan cobarde que, aunque desnudo y sin armas, como fiero león, no se meta por las armas de nuestros enemigos y no quiera primero morir que perder uno de los bienes contados, cuanto más todos?
Al igual que Cortés, tan pronto se mostraba indulgente con los suyos como se veía en la obligación de tomar cruentas decisiones. Sus manos también estaban manchadas con la sangre de las muchas atrocidades que cometió. El de Medellín le envió en varias ocasiones embajadores para que capitulase, casi siempre parientes suyos, y en las mismas ocasiones los ejecutó. El joven tlatoani realizó un importante esfuerzo estratégico para tratar de neutralizar a sus enemigos:
En primer lugar, acopió todas las provisiones que pudo de su entorno, para abastecerse ellos y, de paso, quitarles el alimento a sus enemigos. Bien es cierto que esta provisión fue del todo insuficiente, quizás porque no pudo encontrar más, quizás porque nunca pensó que el cerco pudiera prolongarse tanto tiempo. Hay que tener en cuenta que en Mesoamérica las guerras solían durar poco porque la carencia de animales de tiro impedía abastecer al ejército más allá de una semana.
En segundo lugar, estableció jornadas diarias de instrucción para mantener la capacidad de los soldados y adiestrar a jóvenes y a mujeres. Además, incorporó a su arsenal las armadas arrebatadas a los españoles en la jornada de la Noche Triste. Ordenó a sus hombres que barriesen la laguna y rescatasen todo lo que se encontrasen, desde cañones a escopetas, espadas, ballestas, saetas de hierro, cascos y escudos de metal. De hecho, contaba Bernal Díaz que les disparaban con ballestas, pues habían apresado a varios ballesteros, entre ellos Cristóbal de Guzmán, a los que obligaban a enseñarles cómo las debían usar. También usaron también espadas españolas, con poco éxito ya que no sabían usarla correctamente por lo que apenas le sacaban partido. Del mismo modo, adiestró a sus hombres para minimizar los daños de la artillería, para lo cual debían zigzaguear y tirarse al suelo cuando oían el disparo. Ya se había percatado de que los bolaños siempre iban en línea recta y a una cierta altura. Y trató de neutralizar a la caballería, retirando los puentes, colocando piedras en las calzadas y haciendo hoyos ocultos con púas.
En tercer lugar, dispuso que rompiesen el bloqueo con las dos mil canoas y piraguas, que por la mañana acometían a los asediadores y por la noche trataban de burlar el cerco para abastecer a la ciudad. Fracasó por dos motivos: uno, por su inexperiencia en batallas navales, pues las canoas solo las utilizaban para el transporte, a veces, con fines militares. Y dos, por la aplastante superioridad de la fuerza naval hispana, que contaba con igual número de canoas, proporcionadas por Texcoco, más las trece fustas.
Se libró una batalla naval totalmente asimétrica, ya que un solo bergantín podía destrozar en una acometida a más de una decena de canoas. De hecho, Juan Jaramillo, una noche realizó una incursión en la laguna y destruyó doce canoas, entre grandes y chicas, matando a casi toda su tripulación. Aun así, los tenochca lo intentaron todo; incluso ponían estacas en el agua en los márgenes del lago y después trataban de atraer a las fustas para hacerlas embarrancar y acometerlos. Así consiguieron inmovilizar a varios de estos buques, llegando a tomar el que capitaneaba Juan Portillo, que murió en el enfrentamiento. Desconocemos por qué los tenochca no se apropiaron del velero, incorporándolo a su flota de canoas, lo que hubiese reducido la diferencia entre ambas escuadras. Lo cierto es que fue la primera y única vez que las fustas mordieron el anzuelo.
En cuarto lugar, se anticipó a una decisión previsible de su rival, la de cortar el acueducto de Chapultepec, que surtía de agua a la ciudad. La idea tampoco era muy novedosa, pues desde la Antigüedad clásica se usó sistemáticamente en todos los asedios. Lo cierto es que el joven tlatoani envió a varios escuadrones con sus mejores guerreros para proteger el citado canal, aunque no pudieron evitarlo, porque fueron rechazados por las huestes lideradas por Cristóbal de Olid. De esta forma se redujo la disponibilidad de agua potable de los sitiados. Pero digo que solamente se redujo, porque durante el tiempo que estuvo cercada llovió de forma abundante, reduciendo en cierta medida los efectos del corte del suministro. Más difícil les resultó obtener alimentos frescos, fundamentalmente frutas y verduras, pues los asediadores cortaron todas las calzadas de acceso a tierra firme y la flota de fustas vigiló el tráfico de canoas durante la noche. Sin embargo, dispusieron de carne humana en abundancia, lo mismo los mexicas que los tlaxcaltecas, que también la comían, ante el espanto de los hispanos.
Y en quinto lugar, implantó sobre la marcha la guerra nocturna y atacaban sobre las huestes lo mismo de día que de noche, lo que obligaba a los sitiadores a estar en permanente estado de alerta. Y tuvo éxito en alguna de las emboscadas como la ocurrida el 10 de junio de 1521. En esta ocasión los tlatelolcas atacaron con furia matando a medio centenar de españoles y a cientos aliados. Fue el mayor descalabro hispano desde la jornada de la Noche Triste.
Pero todo su esfuerzo resultó infructuoso porque el extremeño había atado minuciosamente todos los cabos. Para empezar, justificó ante sus hombres y ante el mundo la legalidad de sus actos. Para ello alegó el traspaso de soberanía de Moctezuma a Carlos V, cuyo representante en esos momentos era él. De esta forma, presentó ante sus hombres el asedio no como una conquista, sino como una reconquista de lo que legítimamente ya les pertenecía. Además, había sometido o alcanzado pactos con todos los pueblos que circundaban el lago Texcoco, por lo que la gran ciudad lacustre estaba totalmente aislada. Era absolutamente impensable que alguien pudiera acudir en su defensa; la caída de la gran ciudad de Tenochtitlan era cuestión de tiempo, pues antes o después se rendirían por hambre o por desesperación. Sin embargo, el metelinense no quería tregua y se empeñó en tomar la ciudad al asalto, causando un enorme sufrimiento, especialmente entre los defensores, y destruyendo la ciudad que tanto admiraba.
Dividió a sus hombres entre cuatro reales para así favorecer el cerco efectivo. Estos estaban dirigidos, respectivamente, por el propio Cortés, Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid y Pedro de Alvarado. Este último y sus hombres atacarían por la calzada de Tacuba; Cristóbal de Olid, por la de Coyoacan y Gonzalo de Sandoval, por la de Iztapalapa. Asimismo, designó capitanes para cada una de las trece embarcaciones, y cada uno llevaría a veinticinco soldados más los doce remeros. Los españoles fueron acompañados de nada menos que diez mil tlaxcaltecas, comandados por Chichimecatecle, lugarteniente de Xicotencatl el Mozo. A estos últimos no hacía falta motivarlos, pues su ardor guerrero se alimentaba del odio visceral que sentían hacia los mexicas desde mucho antes de la aparición de los españoles.
Como casi siempre, el extremeño combatió en la vanguardia exponiéndose en exceso y adentrándose más de lo razonable en el corazón de la ciudad. Sufrió numerosas bajas, y en manos de los tenochca cayeron unos sesenta españoles que, posteriormente, fueron sacrificados. No obstante, aprendió de su propio error, y desde entonces los avances fueron mucho más lentos, controlando plenamente cada palmo que tomaban. Bien es cierto que, por la noche, cuando las huestes regresaban a sus reales, los asediados recuperaban el espacio perdido, retirando las piedras con las que los intrusos habían cegado los pasos.
La resistencia de Tenochtitlan fue heroica, total, brillante y suicida. Heroica, porque en inferioridad de condiciones y con la causa perdida decidieron presentar combate. Total, porque colaboró en la defensa todo aquel que tenía capacidad para coger una piedra o cavar un foso. Al principio, las mujeres, los ancianos y los niños fueron meros auxiliares, pero cuando fueron cayendo los hombres, se incorporaron como los demás a la primera línea del combate. Brillante, porque los asediados desplegaron todo su ingenio bélico y diplomático. Improvisaron nuevas estrategias para frenar el asedio, como sembrar las principales calzadas de piedras y obstáculos punzantes para dificultar la movilidad de la caballería. Asimismo, comenzaron a practicar la guerra nocturna, al tiempo que blandían las espadas arrebatadas a los españoles en la Noche Triste o colocaban parapetos en las canoas para defenderse de las ballestas y las escopetas. Asimismo, colocaban piedras en las calzadas y en las plazas para neutralizar a la caballería. Nunca cejaron en su intento de convencer a los tlaxcaltecas de que se pasasen de bando. Incluso, suspendieron el pago de tributos de los pocos aliados que les quedaban, en un desesperado intento de que mantuviesen su fidelidad. Y suicida, porque, traicionados por todos, incluidos sus tradicionales aliados, fueron conscientes —al menos en la última fase— de que, pese a la resistencia, el fin de su mundo se encontraba próximo.
Aunque ya Cuauhtemoc había limpiado de disidentes la ciudad, probablemente volvió a haber disensiones internas, aunque en último término consiguió mantener el consenso y llevar hasta el final la idea de resistir o morir. Contaban los cronistas que luchaban todos con tesón y rabia, al ver tantos compañeros caídos, su ciudad destruida y antiguos aliados suyos luchando contra ellos. Además, como ya afirmé, Cortés lo tentó en varias ocasiones, remitiendo emisarios con propuestas de paz, pero él y los suyos nunca estuvieron dispuestos a capitular. Aunque la quinta vez que envió una embajada para sellar el fin de las hostilidades, cuando la situación estaba ya realmente perdida, Cuauhtemoc se mostró dispuesto a pactar la rendición, pero no su consejo de capitanes, que le convencieron de lo contrario. También los sacerdotes le auguraron un gran presagio: terminaría venciendo a los teules. Oídos unos y otros, decidió mantener la defensa hasta el final, aunque con una advertencia: en adelante ejecutaría a cualquiera que le propusiese capitular.
Cuauhtemoc siempre albergó la esperanza de que, al final, algún pueblo acudiría en su ayuda. De hecho, ya dijimos que en varias ocasiones consiguió burlar el cerco y enviar embajadas a pueblos del entorno con cabezas de caballo desolladas, así como pies y manos de algunos soldados españoles sacrificados. Entre ellos se dirigió a los de Malinalco, y Matlatzinco a los que arengó para que a atacasen a los hispanos desde la retaguardia. Y ello para tratar de convencerlos de que la victoria era posible y animarlos a adoptar una actitud beligerante. Pero Hernán Cortés, siempre muy atento, envió a Andrés de Tapia contra los primeros y a Gonzalo de Sandoval contra los segundos. Acababa así la última posibilidad de los mexicas de obtener ayuda exterior, a diferencia de lo que ocurría con los asediadores que recibieron refuerzos, el último en julio de 1521 cuando arribó a Veracruz un barco con algunos hombres de refresco, ballestas y, lo más importante, pólvora que hacía algún tiempo que se había agotado. Pese a todo, hay que reconocer que la tenacidad de Cuauhtemoc apenas tiene precedentes históricos, pues, incluso los numantinos, viendo la defensa perdida, enviaron una embajada a Escipión para intentar formalizar la paz.
El cerco propiamente dicho duró 75 días, período en el que los defensores padecieron todo tipo de calamidades, hambre, sed, enfermedades, suciedades, olores nauseabundos de los combatientes muertos, etcétera. No obstante, a lo largo de la historia conocemos asedios igual de cruentos e incluso más prolongados en el tiempo. Entre ellos, el perpetrado por los francos sobre San Juan de Acre, que duró desde junio de 1189 a julio de 1191, el de Toulouse por Simón Monfort, desde octubre de 1217 a junio de 1218 o el de Eduardo III de Inglaterra sobre la ciudad de Calais del 4 de septiembre de 1346 al 3 de agosto de 1347.
Lo primero que escaseó fue el agua potable, al cortar el acueducto de Chapultepec. Se vieron obligados a tomar el agua sucia y salobre del lago, por lo que fueron muchos los que murieron a causa de las prolongadas diarreas. Pero tampoco tardó en faltar la comida tras agotarse las escasas reservas que tenían de maíz. La hambruna se combinaba con el asedio diario, pues durante todos los días que duró el cerco, como declaró el propio Hernán Cortés, no pasó ninguno que no hubiese combates.
Las mujeres y los jóvenes tenían como cometido salir de la ciudad en busca de comida o de peces del lago. Pero los sitiadores los esperaban e hicieron en ellos tantos estragos que, entre presos y muertos, superaron el millar. Todos acarreaban piedras a los tejados y mientras los hombres las arrojaban, las mujeres barrían para cegar con el polvo a sus oponentes. Incluso los cojos y los mancos colaboraban «aderezando piedras para tirar con las hondas». La defensa de la ciudad casi se hizo a pedradas. Piedras frente a caballos, espadas y escopetas.
Hubo también un combate psicológico, pues tanto los asediadores como los asediados se machacaban continuamente. Por eso, los capturados eran sacrificados por las noches, en medio de grandes alaridos y luminarias; luego, enseñaban sus cabezas para que sus enemigos viesen cómo iban a acabar. Antes de empezar el combate, los mexicas proferían unos gritos ensordecedores que era «cosa espantosa oírlos». Y al ruido se sumaba su aspecto, pues los guerreros se pintaban de negro y se ponían cabezas y pieles de animales, de modo que se «parecían al mismo demonio». Y surtía el efecto deseado porque, como confesó Bernal Díaz, antes de comenzar el combate le entraba gran «grima y tristeza en el corazón y orinaba una vez o dos». Además, cuando se enfrentaban a los tlaxcaltecas, les recordaban que a ellos les iba a tocar reconstruir la ciudad, tanto si ganaban unos como si lo hacían los otros. Y no les faltaba razón, puesto que, de hecho, tanto fray Toribio de Benavente como Alonso de Zurita señalaron la reconstrucción de dicha urbe como la séptima plaga para los naturales, en cuyo trabajo murieron miles de ellos. También amenazaban a los hispanos y a sus aliados, diciéndoles que acabarían en sus estómagos. En su tercera Carta de relación, refería Cortés que en los días previos al cerco de Tenochtitlan preguntaron a un grupo de naturales en Tacuba si tenían hambre, y ellos lo negaron, tirándoles unas tortas de maíz a la cabeza. Los tortillazos también formaban parte de esa batalla psicológica.
Pero lo cierto es que nada hacía mella en la moral de los españoles y de los tlaxcaltecas. Estos últimos parecían tener conciencia de estar en el bando vencedor y de la posibilidad que tenían de vengarse de los agravios pasados. Y, de hecho, buena parte del éxito se debió a estos aliados, que fueron los que realmente hicieron posible un cerco efectivo. También fueron los que más se enseñaron con los mexicas, hasta el punto de que los cronistas destacaron que los castellanos se dedicaban más a estorbar la crueldad de sus aliados que a luchar.
Acechado por los hispanos, a Cuauhtemoc se le ocurrió una última y desesperada idea para cambiar el sino de la guerra. Decidió vestir a un gran guerrero con un traje de plumas de su padre Ahuitzotl que representaba a un quetzal, que era mágico, pues decían que con solo verlo los enemigos huían despavoridos. En una primera ocasión, según el Códice Florentino, un grupo de enemigos huyó al ver los atavíos del guerrero. Sin embargo, no había atajos no milagros, todos se fueron desmoralizando cuando vieron que no existía ninguna solución mágica para cambiar el sino de la guerra. Y aunque terminaron aprendiendo de sus enemigos el valor de los ataques sorpresa, de las emboscadas y de los asaltos nocturnos, cuando se quisieron dar cuenta ya era demasiado tarde.
El último reducto que se tomó de la gran urbe fue el barrio de Amaxac que hubo que ocupar casa a casa, pues participaron en la defensa los últimos guerreros, las mujeres y los niños. Fue aquí cuando muchos se suicidaron para no ver el fin de su mundo.
Al final, siendo consciente de que todo había acabado, Cuauhtemoc consultó con su consejo de capitanes alcanzar un honroso acuerdo de rendición. En ello coinciden tanto los Anales de Tlatelolco como en la crónica de Bernal Díaz del Castillo, pero estos se negaron una vez más, prosiguiendo las hostilidades mientras les quedaron fuerzas. La fiesta de los Muertos, que los mexicas celebraban en agosto, debió ser ese año especialmente triste, resignados a un final trágico que se presentía inminente. Viendo todo perdido, Cuauhtemoc decidió huir en canoa, con su familia y otros capitanes, con la idea de reorganizar la defensa en otro lugar, quizás en Azcapotzalco. Pero fue imposible que cien canoas y piraguas pasaran desapercibidas en medio del lago Texcoco, siendo rápidamente interceptadas por las fustas. El joven tlatoani volvió a cometer un error pueril, al embarcarse junto a su familia en la más lustrosa, por lo que fue rápidamente identificado y detenido, sin tener la más mínima opción de escapar. Una vez descubierto, decidió identificarse y suplicar que dejasen en libertad a sus mujeres y a sus hijos. Obviamente, no fue escuchado. Era el martes 13 de agosto de 1521, festividad cristiana de San Hipólito. La toma de Tenochtitlan había concluido. Con ella caía finalmente el quinto sol mexica y nacía una nueva era, la de un imperio en el que pronto el sol nunca se pondría.
Después se apresó a los cabecillas, la mayoría personas del común (maceguales), porque la nobleza tenochca había casi desaparecido, salvo «algunos señores y algunos hidalgos, casi todos niños o muy jóvenes». Al resto de la población se le permitió abandonar libremente la ciudad. La salida de los sitiados se convirtió en un trágico espectáculo que sorprendió a todos: comenzó a surgir de entre las ruinas todo un cortejo de varios miles de personas sucias, harapientas, famélicas y hambrientas. Una marcha dantesca que a alguno recordó el juicio final y la resurrección de los muertos. De entre los escombros surgió una muchedumbre de mujeres, niños, ancianos y hombres enfermos, apoyándose unos sobre otros para no desplomarse. Y según el Códice Florentino las mujeres más agraciadas se ensuciaron la cara con barro para evitar que los españoles se fijaran en ellas y las retuvieran. Querían permanecer con sus hombres en la victoria y en la derrota, en los momentos más álgidos y también en la zozobra más absoluta. Una fidelidad que les honra.
El enfrentamiento fue totalmente desigual, como evidencian las bajas. Se estima que murieron poco más de medio centenar de hispanos, así como varios miles de aliados, frente a varias decenas de miles de mexicas. Cifras elocuentes del padecimiento de los asediados. Cuenta la tradición que el agua del lago Texcoco quedó totalmente teñida de grana, con restos de cuerpos mutilados en sus orillas. Igualmente, sorprendidos se quedaron los españoles cuando entraron en la ciudad y comprobaron que el hambre padecida por los defensores fue tal que se comieron las raíces y las cortezas de los árboles. A Gonzalo Fernández de Oviedo le pareció más trágica esta destrucción que la de Jerusalén, porque «el número de muertos más lo tienen por incontable y excesivo» al de aquella ciudad judía.
Tenochtitlan quedó totalmente destruido, tanto que decían que «no quedó piedra sobre piedra». Hasta tal punto que se decidió trasladar su cabildo a la ciudad de Coyoacan, donde permaneció hasta 1524. Y, realmente, este asedio puede considerarse uno de los más dramáticos y luctuosos de la historia, comparable a los no menos famosos de Sagunto, Cartago, Numancia o Berlín.
El destino de Cuauhtemoc fue igualmente aciago; el cacereño Garci Holguín fue el primero que llegó a su canoa y lo apresó, llevándolo sin hacerle daño ante su capitán. Lo primero que le preguntó el extremeño es por qué se opuso a la rendición y provocó la destrucción de su ciudad y la muerte de miles de tenochca a lo que el tlatoani respondió: dile al capitán que yo he hecho lo que era obligado por defender mi ciudad y reino, como él hiciera el suyo si yo se lo fuera a quitar, pero que pues no pude y me tiene en su poder, que tome este puñal y me mate. No menos solemne fue Cortés quien le replicó que no era su prisionero sino de un «príncipe tan poderoso que no lo hay superior en toda la tierra, y tan benigno que de él podéis esperar no solo la libertad, sino el imperio, mejorado con el título de la amistad». Puro teatro porque, en realidad, pretendía hacer con él lo mismo que había hecho con su tío Moctezuma II. Era el tlatoani, el señor al que todavía entonces muchos obedecían, pese a haber perdido la guerra. De esta forma pretendía controlar a los vencidos y, de paso, evitar posibles insurrecciones. Además, esperaba que, antes o después, confesara dónde se encontraba el oro abandonado en la huida de la Noche Triste. Flaco favor la hizo al tlatoani que le pidió que acabase con su vida para morir con honor, como lo hacían los guerreros mexicas.
Pero lo cierto es que el tlatoani cumplió con su cometido. De hecho, lo primero que el extremeño le solicitó fue que pidiera a varios miles de sus hombres que aún resistían que depusiesen las armas, algo que hizo, suspendiéndose totalmente las hostilidades. Con posterioridad, sabemos que convocaba a sus súbditos lo mismo para construir casas que para hacer caminos. Pero su ejecución era cuestión de tiempo, porque si algo tenían claro los vencedores era que el emperador de los mexicas no podía sobrevivir. No parece que el trato que le dio Cortés fuese especialmente cordial. De hecho, el doctor Cristóbal de Ojeda declaró que lo curó muchas veces, pues recibió muchos tormentos, quedándole una cojera permanente. Asimismo, fue acusado de martirizar hasta la muerte a un pariente del tlatoani por si sabía dónde se ocultaba el tesoro. El propio verdugo reconoció dicho suplicio, aunque, en su descargo, dijo que lo hizo a pedimento del tesorero de Su Majestad, Julián de Alderete. Pero el soberano cautivo murió sin soltar prenda, obviamente porque no había ningún tesoro. De hecho, lo que quedaba del ajuar regio lo regaló a los suyos para ganar voluntades y lo envió en embajadas a otros pueblos para conseguir adhesiones, antes del cerco definitivo.
En 1524, Cortés se lo llevó consigo en la conocida expedición del cabo de las Hibueras. Allí, en medio de la desazón de una lamentable campaña que nunca debió emprender, estando en la provincia de Acatlan, Cuauhtemoc fue acusado de conspiración. El 25 de febrero de 1525 lo ahorcaron, sin el menor miramiento. El infortunado tuvo tiempo, antes de morir, de recordarle a su verdugo «la injusta muerte que le daba y que Dios había de demandarle». Así perdió la vida el último soberano mexica, el más digno de los tlatoanis, cuyos restos mortales no han sido localizados. Un final heroico y a la vez dramático del señor de Tlatelolco. Muchos lamentaron su muerte, entre ellos el propio Bernal Díaz del Castillo, que escribió que la consideró injusta y que le «pareció mal a todos los que íbamos». Sin embargo, el propio Cortés y algunos de sus capitanes justificaron su ejecución en el temor a que se produjese un alzamiento en todo el valle de México. También es cierto que Cuauhtemoc no era ningún santo, era un guerrero sanguinario, pero no más que su propio verdugo o que su tío Moctezuma II. No obstante, el reproche llega a nuestros días, pues su ejecución fue innecesaria ya que no representaba ningún peligro ni tenía posibilidades reales de conseguir apoyos. A esas alturas, su reino había desparecido de la faz de la tierra. Un error inexplicable e impropio de una persona calculadora como el metelinense, que pensaba en la posteridad, pues, cinco siglos después, este exceso sigue pesando como una losa en su biografía.
PARA SABER MÁS:
García Quintana, Josefina: Cuauhtémoc en el siglo XIX, UNAM, México, 1977.
Matos Moctezuma, Eduardo: «La muerte de Cuauhtémoc: ¿conspiración o pretexto», Arqueología Mexicana n.º 111, México, 2011, pp. 37-41.
Mira Caballos, Esteban: Hernán Cortés, una biografía para el siglo XXI. Barcelona, Crítica, 2021.
Thomas, Hugh: La conquista de México. El encuentro de dos mundos, el choque de dos imperios, Planeta, Barcelona, 2000.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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