Esteban Mira Caballos: “Conquista y destrucción de las Indias”. Sevilla, Muñoz Moya Editor, 2022 (segunda edición corregida).
Quiero empezar advirtiendo al posible comprador que el libro no está corregido; es una edición idéntica a la de 2009. El editor, sin consultarme, sin enviarme ni un ejemplar y, por supuesto, sin pagarme mis derechos de autor, ha imprimido está nueva edición. Creo que es un buen libro, aunque hay que leerlo con la mente abierta; pero, insisto, es el mismo libro de 2009. Dado que esa primera edición estaba agotada, si alguno lo quiere comprar perfecto pero a sabiendas de que es el mismo libro y no una edición corregida como ha señalado el editor.
La Conquista se llevó a cabo con una dureza y una brutalidad extrema. Pero si el objetivo era la sumisión y no la eliminación, ¿por qué se actuó así? Como hemos visto a lo largo de este libro, la abrumadora superioridad numérica de los nativos obligó a las huestes conquistadoras a cometer actos públicos de barbarie con el objetivo de intimidarlos. La inadaptación al trabajo sistemático de muchas etnias hizo el resto, provocando la extinción de grupos indígenas como los taínos antillanos, los charruas uruguayos o los pampas argentinos.
Por otro lado, la Conquista fue un fenómeno extraordinariamente complejo, donde no sólo hubo guerra entre españoles e indios, sino también de indios contra indios y de españoles contra españoles. Hubo infinidad de conflictos dentro del conflicto que hizo todo mucho más difícil e incontrolable. La Conquista pudo ser una gesta en el sentido de que un puñado de españoles, guiados fundamentalmente por el afán de hacer fortuna y ganar honra, exploró y conquistó varios miles de Km2. Pero no es menos cierto que para el mundo indígena en general fue un verdadero drama. Un drama que la Corona no tuvo el empeño o la capacidad de evitar.
De todas formas, nadie debe alarmarse por esto, pues, se trata de un capítulo más en la Historia Universal, donde el más fuerte siempre se impuso sobre el más débil. El ser humano siempre ha sido capaz de lo mejor y de lo peor porque la razón y la locura son parte inherente al mismo. El ejemplo prototípico fue sin duda don Quijote de la Mancha que tan pronto se presentaba como un excéntrico chiflado, a veces incluso violento, como parecía el hombre más sensato y cortés de toda Castilla. Y prueba de que el problema no era de España sino de la misma civilización es que, dos siglos después de la Independencia, sigue sin solucionarse el contencioso indígena. Y es que, como ha escrito Mario Vargas Llosa, el problema de estos últimos se inicia con la Conquista, pero no se resuelve con la Independencia. Al contrario, en muchos casos se agrava. Lo que se ha producido desgraciadamente ha sido una estructura de larga duración, donde el aborigen ha continuado sufriendo atropellos y vejaciones hasta nuestros días. En gran parte porque los nuevos señores, la élite criolla, han perpetuado la discriminación, fundamentando su superioridad, al igual que habían hecho los españoles durante tres siglos, en la inferioridad étnica y cultural de los nativos. La violencia de la sociedad colonial se ha convertido en un hecho estructural. Y ello con el agravante de que se está produciendo en un siglo donde hay leyes internacionales que, al menos en teoría, los deberían proteger, aunque en la praxis quedan impunes, en medio del silencio de la mayoría. Y como la naturaleza es sabia, los pocos pueblos nativos que aún permanecen aislados en la Amazonía –unos 40- temen casi por intuición genética al hombre blanco, a quien asocian con desgracias, muertes, saqueos y violaciones. El horror del hombre blanco ha traspasado fronteras, selvas, ríos y montañas, llegando hasta los más recónditos rincones del planeta. Los ecos de su barbarie han viajado más allá que su propia presencia física, creando una conciencia colectiva que se ha ido transmitiendo de padres a hijos…
¿La Corona fue consciente de estas tropelías? Tradicionalmente se la ha exonerado de toda responsabilidad en las matanzas y crueldades ocurridas en América. Por ejemplo, historiadores como William Robertson, en su Historia de América, publicada en 1777, cargó las tintas contra los españoles por su crueldad. Sin embargo, eximió de toda responsabilidad a los Soberanos que, según sus propias palabras, se encargaron siempre de velar por el bienestar de sus nuevos vasallos y por expandir la fe cristiana. Sin embargo, no estoy totalmente de acuerdo con él. La Corona sí fue consciente de las matanzas de indios y de los malos tratos, y lo sabía porque llegaron decenas de informes denunciando la situación. Los reyes conocieron siempre de primera mano la existencia de estos comportamientos, así como la permisividad y la connivencia de muchos de sus funcionarios. ¿Y ello les creo problemas de conciencia? Probablemente sí, pero siempre pesó más su temor a disgustar en exceso a los conquistadores y provocar una rebelión de insospechadas consecuencias.
La mayoría de los homicidas tan sólo recibieron la crítica de un pequeño número de militantes de la llamada corriente crítica, sin que en la mayoría de los casos tuviese más consecuencias. Efectivamente, tan solo unos pocos fueron condenados por tales crímenes. Además, queda nuevamente verificado que las atribuciones del protector fueron extremadamente limitadas. Ello, redujo el cargo a la de un mero informador. Para colmo, como hemos podido comprobar, no siempre se nombró a las personas más adecuadas. Por tanto, que se hiciese o no justicia dependía exclusivamente de la buena voluntad de las autoridades –oidores, alcaldes mayores, gobernadores o, en su caso, capitanes generales-. Y no solían hacerlo porque en muchos casos ellos mismos estaban implicados en los excesos de la vorágine conquistadora.
Pese a que la justicia no los condenó, la providencia quiso que la mayoría pagase por sus crímenes. De hecho, muy pocos fallecieron de muerte natural y muchísimos menos ricos. En la jornada de la Noche Triste, los que iban cargados con más oro fueron los primeros en caer. Un miembro de la hueste le preguntó a Hernán Cortés qué debía hacer con los 3.000 pesos de oro que portaba y que le impedían luchar a lo que sensatamente el de Medellín respondió: dad al diablo el oro, si os ha de costar la vida. Otros no quisieron desprenderse del codiciado botín y murieron hundidos en el fango. Ahora, bien, como escribió irónicamente José Luis Martínez, lograron su ansiado objetivo de morir ricos. Y paradojas del destino, gran parte del tesoro de la Cámara de Moctezuma, que robaron en 1521 tras la toma definitiva de Tenochtitlán, acabó en manos del rey de Francia y de su Almirante, tras ser arrebatado en el mar por el corsario Juan Florín. En definitiva, la mayoría tuvo una muerte violenta, acorde con la forma de vida que eligieron llevar, otros murieron arruinados u olvidados.
Globalmente, a España no le fue mucho mejor. La emigración supuso una verdadera hemorragia para unos reinos en los que sobraban caudillos, soldados y aventureros pero faltaban brazos para trabajar. El problema demográfico fue acuciante, sobre todo en los siglos XVI y XVII. Y es que España no era un país con excedente poblacional sino al revés. Para colmo, el metal precioso no fue utilizado adecuadamente. La mayor parte acabó acuñada en enseres religiosos –hay miles de piezas argentíferas y auríferas en los templos españoles- o en Europa para financiar las interminables guerras que los Austrias emprendieron. La estricta sociedad española no fue capaz de darle otro uso. Las Casas, con una capacidad de análisis excepcional para su época, acusó a la Corona de haber gestionado mal las Indias y de perder, como consecuencia de ello, muchos beneficios. De haber racionalizado su explotación, continuaba el dominico, los reyes sin daño de sus reales conciencias, hubiesen sido riquísimos y felices. Por el contrario, su mala gestión provocó que hayan sido los más necesitados de dineros que hubo jamás. En definitiva, el dinero de la infamia ni sirvió a los conquistadores, que la mayoría murió prematuramente, ni tan siquiera para el desarrollo de España.
Lo único realmente glorioso de toda la expansión ultramarina fue la corriente crítica que no tiene paralelo en la historia de ninguna otra metrópolis colonizadora. El Imperio de los Habsburgo ha sido la única potencia de nuestra era que se planteó seriamente la licitud de su ocupación. Una corriente de pensamiento que, en lo referente a los indios, encabezó fray Bartolomé de Las Casas, el verdadero héroe de todo el proceso, una persona comprometida socialmente con los más desfavorecidos en una época en la que casi nadie se ocupaba de ellos. Personas como él son las que hoy, más que nunca, necesita nuestro mundo. Injustamente, cuando en los manuales escolares y universitarios se habla de los Derechos Humanos, se citan los hitos de la polis clásica, y las declaraciones de 1789 y 1948, obviando, a la escuela de Salamanca y a la corriente crítica, pese a su importancia en la evolución de los derechos civiles y sociales de la humanidad.
Pero esta crítica no pudo acabar por sí sola con los malos tratos a los amerindios porque no hubo una verdadera convicción política. De hecho, la conquista evangelizadora se impuso en el Nuevo Mundo y continuó vigente hasta el siglo XIX con la expansión de otras potencias en África, Asia y Oceanía. En 1772, un tal Smith, refiriéndose a la expansión en África, escribió que el problema del cristianismo era que siempre iba con la espada, el cañón, la pólvora y las balas por lo que existía el peligro de que el islam aprovechara la ocasión, expandiéndose con métodos pacíficos. En este sentido, y antes de acabar las páginas de este libro, quisiera plantear una última pregunta, aunque no estoy seguro de saber responderla: ¿fue factible o viable otro tipo de actuación, otro modo de anexión? En principio, podríamos pensar que la destrucción del mundo indígena americano, como la del mundo ibérico por los romanos, fue inevitable. Que ocurrió lo que tenía que ocurrir. Hay toda una corriente de pensamiento que arranca al menos de la Antigüedad clásica, que plantea la guerra entre los pueblos como algo ineludible. Así lo sostenía el historiador ateniense Tucídides en el siglo V a.c. Pero esto no tiene por qué ser necesariamente así. En este sentido, ha escrito Josep Fontana, citando a Christopher Hill, que una vez que los hechos se han consumado se muestran como inevitables, esfumándose cualquier alternativa. Sin embargo, ya un viejo proverbio chino rezaba que el supremo arte de la guerra era vencer al enemigo sin violencia. Pero es más, en la misma época de la Conquista hubo un nutrido grupo de personas que creyeron en esa vía alternativa, es decir, en la evangelización pacífica. La primera de ellas fue Isabel la Católica quien, en una de las cláusulas de su testamento, dijo que los indios sólo se resistían a los predicadores cuando previamente eran atacados y robados. Por ello, recomendaba que no se utilizara la espada sino la paz y el amor. Siendo así, continuaba la Soberana, los nativos responderán de la misma forma. Queda claro, que la posibilidad de la evangelización pacífica no la formularon por primera vez los dominicos sino la mismísima reina Isabel. Más tarde, algunos miembros de la corriente crítica, como fray Pedro de Córdoba, fray Bartolomé de Las Casas o Vasco de Quiroga, lo reiteraron de nuevo con la misma claridad. El primero escribió en 1518 una carta al Emperador en la que le decía de los indios lo siguiente: Siendo ellos por otra parte, gentes tan mansas, tan obedientes y tan buenas, que si entre ellos entraran predicadores solos, sin las fuerzas y violencias de estos mal aventurados cristianos, pienso que se pudiera en ellos fundar casi tan excelente iglesia como fue la primitiva.
El segundo subrayó que nunca los indios hicieron mal a los españoles, porque los tenían por dioses y que, cuando lo hicieron, fue después de muchos males, robos, muertes, violencias y vejaciones. Por ello, estimaba que los conquistadores nunca tuvieron justos títulos para hacer la guerra. Ahora bien, afirma claramente que si los hubiesen atraído cristianamente, acercándose a ellos de la misma manera que Cristo lo hizo nosotros… pacíficamente recibieran y sirvieran a los reyes de muy pronta voluntad. Lo rechazaron todo –continúa el dominico- porque conquistadores y colonos, desde que se embarcaron en España, se movieron por motivos lucrativos y no con un fin cristiano o caritativo. Las Casas pretendía crear un imperio cristiano sobre los indios, fundamentado en la penetración pacífica y presidido políticamente por la Corona y espiritualmente por el Papa. E insiste siempre que, de haberse ocupado pacíficamente el territorio, además de salvar muchas almas, hubiese sido mucho más rentable para la Corona porque la recaudación tributaria se habría multiplicado. Las Casas siempre presentaba alternativas viables, un pragmatismo que, como ha escrito Marcel Bataillon, tenía como objetivo que sus ideas se considerasen verdaderamente en la Corte.
Y finalmente, el tercero, con palabras muy similares a Las Casas, afirmó que si se hubiese tomado la tierra con buenas obras y con el evangelio en la mano se hubiese sometido la tierra sin otro golpe de espada, ni lanza, ni saeta, ni otros aparatos de guerra que los alborota y espanta.
En 1549 fray Luis de Cárcel al frente de un grupo de dominicos pretendió atraer pacíficamente a los nativos de la Florida, pero fueron todos ellos asesinados. Ello se debió precisamente a los estragos que habían causado previamente grupos expedicionarios como los de Hernando de Soto, desde 1539 y que no se caracterizaron precisamente por la bondad con los naturales. Pero no fueron los únicos que defendieron esta vía alternativa. También el franciscano Gerónimo de Mendieta, al igual que el obispo de Honduras Cristóbal de Pedraza, estaban convencidos de la bondad innata del amerindio y siempre defendieron la posibilidad de una penetración pacífica, en la que fuese posible la fundación de una nueva cristiandad, libre de las herejías y de los excesos del viejo continente. Asimismo, algunos cronistas laicos estuvieron en esta misma línea, como Girolamo Benzoni que escribió con una claridad meridiana lo siguiente: Si los españoles cuando empezaron a entrar en esos territorios se hubiesen presentado con benignidad, y con benignidad y mansedumbre hubieran continuado, es de suponer que aquellas gentes incultas y bárbaras hubieran aprendido a vivir racionalmente, hubieran cultivado alguna virtud en honor y utilidad del nombre de Cristo, y no se hubiera producido la muerte de tantos españoles ni la aniquilación de tal multitud de indios.
Garcilaso de la Vega se sumó igualmente a esta propuesta, argumentando que estaba muy difundida en el Incario la idea de la llegada por el este de nuevos dioses que cambiarían el mundo y acabarían con la tiranía de Atahualpa. Por ello, estaba convencido de que, si los españoles los hubiesen tratado con amor y buenas palabras, hubiesen aceptado su conversión rápidamente. Por su parte, Antonio de Herrera, quizás con la ventaja de la perspectiva de los años, no es menos claro en ese sentido al decir: Adonde los naturales dan lugar al ejercicio de las armas espirituales, manifiesto es el fruto que ellos hacen en breve tiempo, mediante la gracia de nuestro Señor.
Hace pocos años, en cambio, Hugh Thomas, citando una entrevista con Soustelle, afirmó que los españoles no podían haberse comportado de otra forma. La verdad es que se comportaron exactamente igual que el resto del mundo civilizado en aquellos tiempos. Ahora, bien, yo sí creo que fue viable o posible otra forma de ocupación, aunque la decisión fuera tan arriesgada y difícil que ni siquiera Isabel la Católica se atrevió a ponerla en práctica. Pero, no podemos negar que se dieron algunas circunstancias que pudieron favorecer esa evangelización pacífica: la abrumadora superioridad técnica e intelectual de los europeos, la constante de que el indio creyese que eran dioses pacificadores y la existencia, casi desde el inicio de la colonización, de una importante corriente crítica defensora de estos postulados.
Prueba de que fue factible es que, allí donde hubo una entrada pacífica, sin injerencias externas, los indios aceptaron de buen grado a los nuevos colonizadores. De hecho, en 1547 el obispo de Guatemala, Francisco Marroquín, siguiendo los pasos de su antecesor el padre Las Casas, y con autorización del virrey, envió una expedición de dominicos a Coatzacoalcos, región situada entre Tabasco y Chiapas, con el objetivo de pacificar a sus habitantes. Les ofrecieron el privilegio de quedar al margen de las encomiendas y una exención tributaria de seis años. El resultado fue su rápida pacificación y su pronta conversión. Por otro lado, si algunos experimentos de evangelización pacífica fracasaron fue porque se produjeron expediciones incontroladas de saqueo que provocaron su rebelión. Ahora, bien, ¿Cómo hubiera sido todo si se hubiera impuesto la conquista evangelizadora? Es difícil hacer historia contrafactual, pero probablemente el proceso hubiese sido mucho menos traumático, al menos para los pobres amerindios.
Una última cuestión nos ha quedado en el aire: ¿hubiese sido posible que alguno de los grandes estados, como el mexica o el inca, hubiese subsistido y coexistido con el dominio español? Sinceramente, creo que sí. Si Moctezuma hubiese reaccionado desde el primer momento y hubiese frenado a sus oponentes, como proponía Cuitlahuac, probablemente hubiese ganado el tiempo suficiente para reorganizar su ejército. Y, a partir de ahí, quién sabe lo que hubieran podido aguantar. De haberlo logrado se hubiesen convertido en un estado muy atrasado, pero que quizás por los influjos externos hubiese evolucionado más rápidamente. Aunque no sean exactamente comparables, también el zarismo o la China clásica fueron imperios bastante primitivos, al menos políticamente, y subsistieron hasta la Edad Contemporánea.
Las Casas, finalmente, desmoralizado por el irreparable daño cometido, planteó como única solución a los ojos de Dios dejar a todos los indios en libertad, visitados sólo de vez en cuando por religiosos para encauzar su conversión. Así preveía que, en algunas décadas, como conejos tornasen a multiplicarse. Su propuesta era inviable, imposible de asumir para el Imperio Habsburgo, pero también para los propios naturales, cuyo mundo había quedado ya profundamente impactado para siempre.
Lamentablemente, este choque de civilizaciones -clash of civilizations o le choc des civilisations- al que nos hemos referido se ha prolongado hasta el siglo XXI. Efectivamente, como sostiene Chaliand, la Historia está atravesada por la guerra, gran artífice del ciclo destrucción- creación. Cuarenta mil años de guerras así parecen indicarlo. Ya en las Partidas de Alfonso X El Sabio se destacaba la parte buena de la guerra porque, bien hecha, trae consigo la paz, el sosiego y la holgura. Desgraciadamente, en la Edad Contemporánea, los enfrentamientos militares lejos de desaparecer se han recrudecido hasta límites insospechados, desde la época de los Imperialismos, durante la Guerra Fría y en el desquiciado mundo actual. A lo largo de la Historia, los pacifistas han sufrido paradójicamente muertes violentas porque sus propuestas no gustaban, al impedirles acabar con sus oponentes políticos. Las desigualdades entre el mundo desarrollado y el subdesarrollado aumentan progresivamente. Se trata de lo que Immanuel Wallerstein ha llamado las relaciones centro/periferia, según la cual los países del centro –en muchos casos las antiguas metrópolis- explotan a los países de la periferia –en su mayor parte antiguas ex colonias-. Y aunque el planteamiento haya sido tildado de simplista y de no reconocer otras dinámicas en esas relaciones, lo cierto es que sigue siendo básicamente válido. Para colmo, todavía hoy los indígenas siguen marginados, condenados a la represión, a las matanzas o, en el mejor de los casos, al hambre. Y que nadie lo olvide: hace dos siglos que los españoles no están allí…
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