
Hoy, repasando algunas crónicas, me volvieron a sorprender los detalles con los que describen algunos fenómenos meteorológicos extremos del siglo XVI. Huelga decir que fue una centuria muy virulenta y hubo una gran cantidad de huracanes que asolaron las villas y ciudades fundadas por los españoles.
Es bien conocido la destrucción que sufrió la Isabela, fundada en la costa norte de la actual República Dominicana, en el huracán de 1493. Pero, pocos años después, en 1502, a poco de llegar el Comendador Mayor Nicolás de Ovando, se produjo otro de una extraordinaria virulencia, destruyendo la primera ciudad de Santo Domingo que había sido fundada por Bartolomé Colón. Fue por ello por lo que el brocense Nicolás de Ovando aprovechó para trasladar la ciudad al lado derecho del río Ozama que se decía que era mucho más saludable.
En 1508 y 1509, tenemos noticias de sendos ciclones, que dejaron todo un reguero de desolación y muerte en todo el Caribe. Sin embargo, el huracán desatado en septiembre de 1545 es el que mejor y más detalladamente describió Gonzalo Fernández de Oviedo:
“Arrebató el viento más de treinta almenas: y de una esquina de un muro que está a la parte de la mar, derribó un pedazo de un lienzo con parte del adarve, con otros edificios de esta casa real, que ruinó de tal suerte que sin mucha costa no se pueden tornar a su primer estado. Y así por consiguiente derribó el campanario del monasterio de Santo Domingo, y desbarató las celdas del monasterio de San Francisco, y en muchas casas de particulares, de piedras, en unas más que en otras, ruinó partes de ellas. Y en solo las puertas y ventanas que en esta ciudad el viento hizo pedazos en todo o en parte de ellas, no se podrán restaurar sin mucha suma de pesos de oro; de manera que muy pocas o ningunas casas quedaron sin daño. Era muy gran lástima ver el campo, y el estrago que se hizo en los ingenios de azúcar, y en los heredamientos y cañafístulas y arboledas de frutales arrancadas; los conucos y labranzas perdidas, los buhíos y casas de las heredades asoladas…”
Estas tormentas eran atribuidas a algún tipo de castigo divino y otros a una suerte de maleficios. De hecho, existía la idea generalizada de que el mero hecho de explorar nuevas tierras allende los mares era fruto de una ambición no siempre bien vista a los ojos de Dios. Por ello el cronista Tomás López Medel decía que las tempestades las enviaba Dios cuando era servido. Todavía en 1617 el científico Diego Cisneros defendía que solo a la voluntad de Dios correspondía el poder de mover los vientos y las aguas, convirtiéndolo en el justo responsable de cualquier temporal.

Huracanes y tormentas eran temidos en tierra, pero mucho más en el mar. Un cronista como Tomás López Medel escribió, hacia 1570, que cuando se desataba un huracán no había, ni en puerto ni mar adentro, navío que no se haga pedazos. Cuando la tormenta azotaba en toda su intensidad, si estaban cerca de la costa el viento los empujaba a bajíos o roquedos y si, por el contrario, se encontraban en altamar, no había mástil que no se partiese o casco que no se abriese en canal. En esas condiciones ni el piloto más experimentado podía hacer gran cosa para evitar el desastre. Grandes contiendas, como la toma de Argel de 1541, fracasaron en buena parte por una tormenta inesperada que desataron vientos de tramontana que dificultaron el desembarco primero y el repliegue después.
Hay varios casos flagrantes y muy representativos de los que expondremos solo algunos: no hacía falta zarpar en octubre para que te agarrase una tormenta. En julio de 1502 zarpó de Santo Domingo una gran armada al mando de Antonio de Flores. No había comenzado aún la estación de los huracanes y el cielo parecía tranquilo. Pero al poco de zarpar se desató una tormenta que echó a pique a todo el convoy, hundiéndose en el naufragio el pesquisidor Francisco de Bobadilla, el cacique Guarionex y 200.000 pesos de oro que se enviaban a la reina. Igualmente, en enero de 1521 una armada de cuatro naos, al mando de Andrés Niño, zarpó de Panamá con destino a las islas de la Especiería y nunca más se supo de ella. El océano se la tragó lo que creo una idea, en el imaginario colectivo, de que aquella inmensidad era intransitable. El 29 de agosto de 1552 un convoy de tres naos y un patache, comandado por Cristóbal Colón, descendiente del Primer Almirante, se vio afectado por un huracán tropical, enviando a pique a una de las naos y pereciendo en el suceso 130 hombres. No menos representativo es el hundimiento de 25 de las 28 galeras de la Armada Real, el 19 de octubre de 1562; la escuadra estaba capitaneaba Juan de Mendoza y Carrillo, hijo de célebre marino Bernardino de Mendoza, quien previendo el temporal que se avecinaba trató de buscar refugio en el puerto de la Herradura (Granada), pero se hundió sin remisión, pereciendo unas 5.000 personas, incluido el propio capitán general. Desde entonces la poderosa escuadra yace en el fondo del mar frente a las costas del antiguo reino nazarita.
En septiembre de 1574 estaba aparejada en Santander una fabulosa formación, solo ligeramente inferior a la de 1588, al mando del avilesino Pedro Menéndez de Avilés. Pues bien, se desató a bordo una epidemia de peste de tal calibre que dio al traste con la misma, pereciendo cientos de tripulantes, incluido el gran marino de Avilés. También una tormenta influyó en el desastre de la Invencible, hasta el punto que Felipe II llegó a decir en agosto de 1588, tras la derrota, que envió a sus naves a enfrentarse a los hombres no a los elementos. No menos accidentada fue la travesía de la flota de 1622, pues al pasar la barra de Sanlúcar naufragaron dos de sus galeones. Pero lo peor estaba aún por llegar; surcando el canal de las Bahamas sufrieron el azote de un huracán que echó a pique a 11 de los navíos, siete galeones de armada y cuatro mercantes, pereciendo más de un millar de personas. Y es que en la Carrera de Indias, entre 1546 y 1650, se hundieron al menos 402 navíos a causa de las tempestades. La Corona fijaba siempre en las instrucciones que las flotas debían retornar en verano, siempre antes de la estación invernal, aunque el límite máximo de regreso era el mes de noviembre. Pero resultaba muy difícil respetar los tiempos, debido a las cargas, las estivas, los tiempos muertos, por lo que con demasiada frecuencia las flotas cruzaban el área caribeña en la temporada de los huracanes.

Se trata de fenómenos climatológicos adversos que han existido en la tierra desde mucho antes de la aparición del hombre, desde el precámbrico al siglo XXI.
PARA SABER MÁS:
CARNEIRO, Sarissa: Retorica del infortunio. Persuasión, deleite y ejemplaridad en el siglo XVI. Madrid, Iberoamericana, 2015, pp. 111-112)
FERNÁNDEZ DE OVIEDO, Gonzalo: Historia general y natural de las Indias, Madrid, Ed. Atlas, 1992.
LÓPEZ MEDEL, Tomás: De los tres elementos. Tratado sobre la naturaleza y el hombre del Nuevo Mundo (ed. de Berta Ares). Madrid, Alianza Editorial, 1990.
MIRA CABALLOS, Esteban: Las Armadas del Imperio. Poder y hegemonía en tiempo de los Austrias. Madrid, La Esfera de los Libros, 2019.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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