Desde los orígenes de la civilización siempre se ha justificado la expansión imperialista en base a la ideología de progreso; el objetivo era –y es- civilizar, siendo el uso de la fuerza un recurso extremo que se veían obligados a usar en determinadas ocasiones. Toda conflagración bélica ha ido seguida de una campaña retórica para escamotear las atrocidades cometidas en nombre del progreso. Frente a la violencia innata del ser humano se ponía sobre el tapete la civilización que era la que hacía posible la convivencia. Por ello, llevarla a los pueblos supuestamente bárbaros no sólo era positivo sino deseable. Había pueblos inferiores a los que evangelizar, enseñar y, en la actualidad, desarrollar. Una coartada perfecta que justificó lo mismo el expansionismo romano, que el hispánico, el inglés, el belga o el estadounidense.
En el caso de la conquista de América hay que empezar recordando que el final de la reconquista había dejado a muchos guerreros sin empleo. Miles de soldados de Cristo, como decía Francisco Pi y Margall, que habían hecho de la guerra su forma de vida y que no sabían hacer otra cosa. La precaria economía agraria castellana parecía incapaz de absorber a este gran contingente de soldados licenciados. Por ello, el Nuevo Mundo se convirtió en una nueva frontera en la que seguir practicando lo mismo que habían hecho siempre, es decir, la lucha contra el infiel.
Por un lado estaban las bulas papales de donación por las cuales el papa Alejandro VI concedió a los castellanos los nuevos territorios descubiertos, con la condición de que los evangelizaran. La empresa americana se entendió desde un primer momento como la prolongación de la guerra santa que desde hacía varios siglos se venía librando en la reconquista. No en vano, ya en el primer viaje colombino se utilizaron fondos de la bula de Cruzada. Pero no tardó en cobrarse la bula en el territorio americano; ya en 1503 se destinaron a este fin los fondos no reclamados de los bienes de difuntos. Y desde 1511 se empezó a predicar la citada bula en las Indias, aunque eso sí, los fondos irían destinados a combatir la guerra contra los turcos y los moros y no la de los amerindios. Se trataba de encontrar riquezas con las que después poder contribuir a la financiación de una nueva cruzada sobre la ciudad sagrada de Jerusalén. De hecho, los caudales de Indias confiscados en 1535 sirvieron para financiar la fallida jornada de Argel de 1541.
Como es de sobra conocido, el apóstol Santiago había ayudado de forma decisiva a derrotar al Islam en la Península Ibérica y ahora reaparecía ante los españoles para someter a los nuevos paganos, los amerindios. Al igual que Alfonso VIII y sus soldados vieron al santo en su caballo blanco, guiándolos en la batalla de las Navas de Tolosa, allá por el año de 1212, en la conquista de América fueron muchos los que creyeron verle al frente de las huestes. Por fortuna para los hispanos Santiago reapareció en las Indias, al frente de las mesnadas conquistadoras, para ayudarlos en su difícil y loable misión de extender la frontera cristiana allende los mares. Se cuentan por decenas las veces en las que lo reflejan las crónicas, siempre en el campo de batalla. Pero no sólo Santiago auxilió a los cristianos, también se alude en los textos a la aparición de la Virgen, San Pedro, San Francisco y San Blas. Con toda seguridad, la inclusión de la providencia en las crónicas es una coartada ética para convencerse ellos mismos y a los demás de que su conquista era justa y contaba con el beneplácito del Todopoderoso. La superioridad bélica, la fragmentación indígena y la superioridad psicológica, apoyada en la providencia, constituyeron un cóctel explosivo que acabó rápidamente con el mundo indígena, permitiendo a medio y largo plazo hacer efectiva la expansión de la frontera cristiana.
El mesianismo era una idea fuertemente arraigada en la mentalidad de aquella época. La idea de que la providencia había elegido a unos hombres para expandir el cristianismo. Ya el primer almirante Cristóbal Colón que se sentía a sí mismo un elegido para cumplir altos fines a favor de la cristiandad. También el padre Las Casas, el primer protector de los indios, se consideró uno de esos escogidos para denunciar los abusos sobre los naturales y salvar lo mismo sus cuerpos que sus almas. Por su parte, fray Gerónimo de Mendieta O.F.M. comparó a Hernán Cortés con Moisés, un elegido para guiar al pueblo español en su misión de expandir la cristiandad. Muchos de estos clérigos, especialmente los franciscanos, llevaron a cabo conversiones en masa, pensando en la vieja idea de que, cuando la palabra de Dios hubiese llegado a todos los rincones del mundo, Jesús regresaría para hacer su Juicio Final. Unas conversiones masivas que guardan bastante relación con las que encabezó el Cardenal Jiménez de Cisneros en la Península Ibérica poco antes del Descubrimiento. También el padre José de Acosta afirmó que el hecho de que hubiese parcialidades y guerras entre los naturales fue obra de Dios porque de otra forma ni Hernán Cortés ni Francisco Pizarro hubiesen podido ganar la contienda.
Muchos españoles creyeron que los credos indígenas estaban inspirados por el mismísimo Satanás. Si no tenían un dios omnipresente, ni eran europeos, ni cristianos, ni judíos, ni moros no podían ser otra cosa más que discípulos aventajados del Príncipe de las Tinieblas. Y para colmo las ideas satánicas habían enraizado profundamente en la población indígena porque el mismísimo Satanás había campado a sus anchas por el continente americano durante cientos de años. Así pensaba Juan Suárez de Peralta para quien el Nuevo Mundo había estado señoreado por el demonio y fue voluntad de Dios su conquista, en la que ayudó decisivamente a través del apóstol Santiago.
Todavía en la primera mitad del siglo XVII eran muchos los religiosos que pensaban que las almas de los amerindios estaban poseídas. De hecho, el arzobispo de Lima, Pedro de Villagómez, aconsejaba a los visitadores que comenzaran la conversión de los indios exorcizándolos, es decir, pidiendo en voz alta a los espíritus del mal que abandonasen sus almas. Lo cierto, es que esta simplificación, en parte interesada, de Dios/ Satanás sirvió para justificar los medios. Cualquier acción, por cruenta que fuese, era tolerable y hasta bendecida si contribuía a la victoria del cristianismo frente a las tinieblas. En el universo mental de la época se podía tolerar todo menos la más mínima desviación del dogma.
Pero la mayoría de los conquistadores, encomenderos y colonos tenía una idea mucho más materialista de la vida, aunque muy pocos lo reconocieran. Todos afirman que el esfuerzo lo hacían por una encomiable voluntad de servicio a Dios y a la Corona, aunque su objetivo prioritario era el enriquecimiento. Las huestes buscaban ansiosamente riquezas fáciles de transportar –de ahí que fundiesen el oro y la plata en lingotes- para regresar ricos a la tierra que los vio nacer. Estaba claro que, aunque muy pocos lo reconocieran abiertamente, la inmensa mayoría solo estaba dispuesta a jugarse la vida bajo la fundada promesa de obtener un enjundioso botín. La dura y peligrosa travesía era capaz de transformar hasta al más piadoso. De hecho, el padre Las Casas se encargó de elegir a un grupo selecto de agricultores para asentarlos allá pero, apenas se descuidó, dejaron sus oficios y se dedicaron a un negocio mucho más lucrativo, es decir, el de robar y saquear las posesiones de los pobres aborígenes. Y es que todo el mundo en Europa identificaba las Indias con el oro; en las primeras décadas a casi nadie se le pasó por la cabeza jugarse la vida en el Mar Tenebroso con el simple objetivo de cultivar los campos. Pese a las fertilísimas tierras que había no es de extrañar, como refería John Elliott, que todavía en la tercera década del siglo XVI se afirmara que las Indias no daban pan ni vino, sino solamente oro y en grandes cantidades. Un afán de riquezas que incluso hizo volar la imaginación de cientos de personas, desde las leyendas de Jauja, al Dorado, pasando por las ciudades míticas de los Césares, de Cibola o de Quivira. Estos mitos, más que el servicio a Dios, fueron los motores de la expansión. Pero esta doble moral, esta dicotomía entre lo que decían y lo que hacían, era perfectamente compatible con el ideal de la guerra santa que, como ya hemos repetido en varias ocasiones, nunca fue ajena al afán de botín. E incluso, si llegado el caso había que recurrir a matanzas indiscriminadas, el fin las justificaba. De hecho, como escribió Eric Hobsbawm, todas las guerras religiosas se han caracterizado por su crueldad. Si en el noble fin de expandir la religión cristiana, había algún exceso, era un pecado venial que se solventaba pagando alguna bula.
Si para conseguir el ansiado botín era necesario convertirse en huaqueros o ladrones de lugares sagrados y tumbas nadie dudaba en hacerlo. La palabra huaca era pan-andina y aludía a un lugar sagrado, lo mismo un enterramiento que a un adoratorio o simplemente un objeto o sitio sagrado. Durante la conquista hubo saqueos sistemáticos de templos, tumbas y adoratorios, pero siempre bajo iniciativas individuales, pese a las amenazas de excomunión que lanzaban algunas autoridades religiosas. Y avanzado ya el siglo XVI, se llegaron a formar incluso compañías para realizar estas excavaciones arqueológicas. No eran trabajos científicos y de hecho causaron un enorme daño al patrimonio, pero sí que eran legales hasta el punto que la legislación regulaba incluso los impuestos que había que pagar a las arcas reales. Ya en la expedición capitaneada por Juan de Grijalva a Yucatán, en 1518, se encontró varias sepulturas relativamente recientes con abundantes piezas de oro. Ni cortos ni perezosos las saquearon, pese al olor nauseabundo, y de creer es –escribió Fernández de Oviedo– que si tuvieran más oro, que aunque más hedieran, no quedaran con ello, aunque se lo hubieran de sacar de los estómagos. En 1527, Alonso de Estrada envió a Oaxaca al capitán Figueroa para que saquease las joyas de los sepulcros porque era costumbre entonces enterrarlos con ellas. También en la conquista del incario se desvalijaron sistemáticamente tanto templos y adoratorios como las viejas sepulturas. Hernando Pizarro, en abril de 1533 saqueó el templo sagrado de Pachacamac, un santuario yunga, cercano a la costa. El adoratorio en cuestión era uno de los más venerados del Tahuantinsuyo, junto a los santuarios del Sol, ubicados en Cusco –el Coricancha- y a orillas del lago Titicaca. El 14 de abril de ese año regresó a Cajamarca, trayendo en sus alforjas un cuantioso botín. Por su parte, Sebastián de Belalcázar, tras tomar Quito, se desilusionó al no hallar las riquezas esperadas, aunque desenterraron a todos los muertos que se encontraron.
Y Francisco Pizarro hizo lo propio cuando ocupó Cusco; no contento con la presa encontrada, atormentó a muchos quechuas para que les mostrasen dónde estaba ubicado el camposanto. También su hermano, Gonzalo Pizarro, buscó durante mucho tiempo el sepulcro de Viracocha Inca que tenía fama de haberse inhumado con muchas riquezas. Después de atormentar a muchos naturales para que confesaran lo halló en Jaquijahuana, cerca de Cusco, tomando su ajuar e incinerando su momia.
Pese a que el derecho civil romano prohibía el saqueo de tumbas so pena de destierro, la Corona no quiso quedar al margen de un negocio tan lucrativo por lo que simplemente reclamaba la mitad de lo hallado. En 1538, el emperador adjudicó la exclusividad de su explotación en toda Nueva España y Venezuela a don García Fernández Manrique, Conde de Osorno. Desde ese momento todos los tesoros que se encontrasen serían propiedad suya, abonando el quinto correspondiente. Las actividades de los saqueadores de tumbas prosiguieron, y en total Cieza de León calculó que solo de las tumbas de Perú se sacaron más de un millón de pesos de oro. Todo esto dice mucho del ansia de riquezas de estos supuestos cruzados, reconvertidos en meros ladronzuelos de tumbas.
Por otro lado, muchos de los miembros de las huestes indianas habían luchado en la reconquista y tenían presente todo lo que suponía la lucha contra el Islam. En realidad se trataba de seguir haciendo lo mismo que habían hecho siempre, es decir, conquistar y repoblar, y de paso enriquecerse. Los rasgos de la lucha contra el Islam están presentes continuamente en la mente de los conquistadores. Con frecuencia comparaban a los indios con los musulmanes. Son varios los cronistas –religiosos y laicos- que afirman que los indios eran de la secta de Mahoma. En las instrucciones que recibió Hernán Cortés en 1518 se le pidió que averiguara si había mezquitas o alfaquíes, es decir, musulmanes doctos en leyes. Los templos indígenas eran mezquitas. Así calificó Cortés los santuarios que había en la ciudad sagrada de Cholula. Pero, ¿Por qué mezquitas y no iglesias o catedrales? Realmente, los templos mesoamericanos no se parecían más a las mezquitas que a las iglesias cristianas. Probablemente, usaron ese símil a conciencia para reforzar de este modo la asimilación de los amerindios con el infiel. Asimismo, los cronistas compararon Tenochtitlán con Estambul y la corte de Moctezuma con la de Boabdil. Tampoco dudaron en constatar la presencia cercana de judíos. En la expedición de Juan de Grijalva a Yucatán observaron algunos sacerdotes que se mortificaban, sangrándose el pene, lo cual identificaron rápidamente con la circuncisión judía. No cabía duda, todos eran moros o, peor aún, judíos, es decir, infieles a los que debían someter. Por ello, afirmaron que las encomiendas las merecían por haber conquistado las Indias, igual que los hidalgos castellanos ganaron sus libertades por haber ayudado a los reyes a ganar sus reinos del poder de los mahometanos.
Pero había negocios mucho más lucrativos como las razias que se practicaban por doquier sobre los pueblos indígenas. ¿Qué eran sino las llamadas armadas de rescate? Pues no eran más que la reproducción mimética de las cabalgadas medievales que se habían llevado a cabo de forma sistemática en territorios de infieles, tanto los situados en territorio nazarí como los que se encontraban en la costa occidental africana. Unos paralelismos que rondaron en todo momento la mente de los conquistadores.
Los capitanes y adelantados, para motivar a sus huestes, las arengaban a luchar en nombre de Dios, consiguiendo de esta forma que se dejasen la piel en el combate. Se trataba de un ritual idéntico al que se hizo en las Navas de Tolosa o, décadas después, en la batalla de Lepanto, invocando la ayuda divina, a través del apóstol Santiago. Hay numerosos ejemplos de todo ello en la Conquista. Bernal Díaz del Castillo contaba que, estando en Tabasco rodeados de enemigos, todos salieron contra ellos gritando el nombre del apóstol matamoros y los hicieron retroceder. Asimismo, poco antes de la batalla de Otumba Cortés arengó a sus milicias para que luchasen como cristianos contra los infieles porque sólo así obtendrían el favor de Dios y la victoria. Y nuevamente, muy poco antes de comenzar el asalto final a Tenochtitlán, se dirigió de nuevo a sus huestes, persuadiéndoles que el principal motivo de su lucha era apartar y desarraigar de las dichas idolatrías…porque, si con otra intención se hiciere la dicha guerra, sería injusta. Por su parte Gil González Dávila, en 1523, antes de entrar en combate, y para levantar el ánimo de sus huestes, les relató el caso de Fernand González que venció al caudillo Almanzor con la ayuda de Dios. Y, en el virreinato peruano, Francisco Pizarro arengó igualmente a sus hombres, diciendo que Dios les ayudaría a desbaratar y abajar (sic) la soberbia de los infieles y traerlos en conocimiento de nuestra santa fe católica. No menos claro se mostró su hermano Hernando cuando alentó a sus mesnadas a luchar en servicio de Dios porque sólo así éste pelearía por ellos y garantizaría la victoria. Era una buena forma de motivarlos, luchaban por una causa justa y por ello recibirían la ayuda divina para conseguir el ansiado triunfo.
En definitiva, unos creyeron que se trataba de una verdadera guerra santa, mientras que otros debieron ser más o menos conscientes de la realidad, es decir, que la guerra santa era básicamente una coartada. Es decir, la justificación ética de una campaña de destrucción de todo un mundo. Como ha escrito acertadamente Josefina Oliva de Coll, en América se usó y se abusó del nombre de Dios para justificar todo tipo de tropelías. Huelga decir que no se trata de una opinión nueva, pues la sostuvieron varios cronistas de la época. Girolamo Benzoni escribió que la prueba de que combatieron por codicia y no por la evangelización lo atestiguaba el hecho de que allí donde no encontraron riquezas no se quisieron quedar. Gonzalo Fernández de Oviedo, tan agudo como siempre, refirió que nadie se jugaba la vida en el océano por amor del alma, sino para sacar de necesidad y pobreza su persona lo más presto que ellos puedan. Unas décadas después, Alonso de Ercilla lo narró en términos parecidos en su poema épico La Araucana:
Y es un color, es apariencia vana querer mostrar que el principal intento fue el extender la religión cristiana siendo el puro interés su fundamento; su pretensión de la codicia mana que todo lo demás es fingimiento.
También las víctimas lo tuvieron así de claro; estaban convencidos, y las pruebas estaban a la vista, que los extranjeros habían ocupado sus tierras para explotarlos y saquearlos. En más de una ocasión manifestaron que el único culto que rendían era al vil metal. Por cierto que esta idolatría al oro era una actitud que tenía orígenes bíblicos y que había sido denunciado ya en la antigüedad por los profetas y sabios de Israel. ¿Cómo explicar estas contradicciones entre lo espiritual y lo terrenal?, ¿cómo eran capaces de decir una cosa y de hacer otra? Conquistadores, encomenderos y funcionarios públicos trataron de justificar la ocupación del territorio y lo hicieron a sabiendas de que la realidad no se correspondía exactamente con lo que ellos decían o predicaban. De ahí que se viesen obligados a inventar absurdos formulismos legales como el requerimiento, redactado por Juan López de Palacios Rubios en 1514, que ningún nativo entendía pero que servía para justificar la guerra. El objetivo era dar legitimidad teológica a un acto de conquista pues se suponía que la donación papal implicaba en teoría la evangelización de los nuevos súbditos. Por ello, cuando hablaban de la necesidad de luchar contra el infiel trataban de justificar unas acciones que, en el fondo, no perseguían tanto ese objetivo como su propio enriquecimiento. Eso no significa que no hubiese religiosos y también laicos imbuidos de ese espíritu evangelizador que se dejaron sus esfuerzos y hasta sus caudales por expandir la fe.
Queda claro, pues, que la idea de la expansión misional y el lucro económico fueron juntas; lo temporal y lo espiritual de la mano como ha ocurrido a lo largo de la historia.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
CONDE, Juan Luis: La lengua del Imperio. La retórica del imperialismo en Roma y la globalización. Alcalá La Real, Alcalá Grupo Editorial, 2008.
GARZÓN VALDÉS, Ernesto: “La polémica de la justificación ética de la Conquista”, De conquistadores y conquistados. Frankfurt, Vervuert, 1992.
GUTIÉRREZ, Gustavo: Dios o el oro de las Indias. Lima, Instituto Bartolomé de Las Casas, 1990.
MECHOULAN, Henry: El honor de Dios. Indios, judíos y moriscos en el Siglo de Oro. Barcelona, Editorial Argos Vergara, 1981.
OLIVA DE COLL, Josefina: La resistencia indígena ante la conquista. México, Siglo XXI, 1986.
VOVELLE, Michel: Ideologías y mentalidades. Barcelona, Ariel, 1985.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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