La parálisis de Moctezuma no fue la única causa del rápido hundimiento de la confederación. El poder absoluto y sagrado que concentraba probablemente favoreció su aislamiento, pues dificultó la comunicación con sus subordinados. Y aunque es cierto que el tlatoani nunca se rindió y siempre pensó en la forma de recuperar el control, la rígida estratificación social limitó sobremanera la posible resistencia. Los hombres del común, la gran mayoría campesinos y artesanos (maceguales), vieron con indiferencia el cambio de amos, a los que estaban acostumbrados a servir, al igual que los siervos (mayeques) y los esclavos (tlatlacotin). Entre siervos y macehuales sumaban más de tres cuartas partes de la población y estaban obligados a realizar el servicio militar y a contribuir con tributos y tareas comunales.
La sociedad, que tenía similitudes con la feudal de Occidente, era muy desigual, basada en el privilegio de la nobleza, que se situaba en el vértice de la jerarquía. Junto a ellos disfrutaban de un amplio estatus social los sacerdotes, así como los guerreros y los comerciantes. Estos últimos poseían un dios propio Yiacatecutli, y formaban un notable grupo de poder, especialmente los llamados pochtecas que eran aquellos que realizaban su actividad en todos los confines de la confederación. Los nobles o pipiltin se dividían en linajes extensos (calpulli; calpullec, en plural), donde cientos o miles de personas se sentían vinculados por un antepasado en común. Había calpullec más prestigiosos y extensos que otros, unidos todos ellos por un antepasado común. Al igual que ocurría en la España de aquel tiempo, la justicia no era igual para los plebeyos que para los nobles. Ante un hurto de apenas cinco mazorcas de maíz los maceguales eran penados con la horca mientras que los nobles, por robos mayores, eran condenados a servidumbre o a destierro.
Como ya hemos afirmado, en el bando ganador hubo españoles, pero también tlaxcaltecas, totonacas, cempoaleses, michoacanos, huejotzingos y, en última instancia, mexicas. Una idea que, pese a lo que algunos historiadores contemporáneos afirman, no es nueva pues ya el padre Acosta o Garcilaso de la Vega en el mismo siglo XVI sostuvieron que sin la ayuda de los naturales nunca se hubiese podido ganar la guerra. Resulta obvio el papel notabilísimo de los aliados indígenas, que resultó esencial para la consumación del proceso, de manera que ya está más que superado el concepto conquistador-vencedor frente al indígena-vencido. La alianza con los tlaxcaltecas resultó totalmente decisiva a la hora de inclinar la balanza de la guerra, una idea que no es nueva pues ya la resaltaron los propios cronistas. Y estos lo llevaron tan a gala que construyeron su propia memoria colectiva como aliados de los hispanos, obteniendo de la Corona exenciones tributarias y otros privilegios. Ahora bien, afirmar, como ha hecho Ross Hassig, que los españoles usurparon la victoria a sus aliados me parece una exageración. La conquista fue liderada, dirigida, planeada y controlada por las huestes, utilizando a su antojo a sus aliados. Y la prueba más evidente es que, después de la conquista, fueron las autoridades hispanas las que ostentaron el poder, no los cacicazgos o los reinos aliados.
Después de la caída de Tenochtitlan, muchos señores acudieron de paz, al tiempo que denunciaban a sus caciques enemigos, ofreciéndose a colaborar en su «pacificación». Algunos mexicas se enrolaron en la guerra para pacificar pueblos ubicados al norte, como los zacatecos, los guachichiles o los caxcanes. Asimismo, algunos jefes locales aprovecharon la ocasión para consolidarse en el poder y, de paso, saldar cuentas pendientes. Conocemos el caso significativo de don Antonio Cortés Totoquihuatzin, señor de Tlacopan, que a partir de enero de 1552 solicitó un escudo de armas para él y para su ciudad alegando su contribución y la de su progenitor en la caída de los mexicas. Omitió la colaboración inicial entre Tlacopanecas y tenochcas y se centró en destacar el episodio de la Noche Triste, donde los primeros no les cortaron el paso, evitando su aniquilación total. Lo cierto es que doce años después recibió el ansiado escudo de armas, lo que suponía el reconocimiento de su estatus social, al tiempo que permitía a su dinastía prehispánica perpetuarse en la nueva era.
Por su parte, la élite local, ante la derrota de los grandes señores, se aproximó a los hispanos, tratando de desempeñar el papel de intermediarios en la explotación y administración del territorio. Y los hispanos también comprendieron que la mejor forma de someter a los estados y señoríos indígenas era mantener a sus autoridades locales, es decir, a sus tlatoque y caciques. Estos se convirtieron en el nexo de unión entre los dos mundos, los mismos que se encargaron de recaudar los tributos y de fijar los turnos de los servicios personales. Por temor a perder sus privilegios, estos jefes locales obedecieron ciegamente lo que les mandaban los nuevos señores.
Igualmente nos consta que Gonzalo Mazatzin, cacique de Tepexi, estableció una alianza para someter por su cuenta, sin el concurso de españoles, a los naturales que vivían al sur de Puebla. Hubo incluso dinastías, como los gobernantes de Yanhuitlan, que se mantuvieron en el poder desde un siglo antes de la dominación mexica, hasta el siglo XVII. Como afirma Bernardo García, «dos conquistas no lograron romper su continuidad», bastaba con aceptar de manera sucesiva la nueva relación tributaria. Hernán Cortés sometió militarmente a la Triple Alianza, creada en 1427 para derrotar a Azcapotzalco, pero con el resto de pueblos la estrategia fue pacífica: bien aceptaron de buen grado la pleitesía al emperador, o bien se sometieron pacíficamente por temor a las represalias.
Se inició así un largo proceso de aculturación que transformaron sus identidades colectivas, especialmente las de sus clases dirigentes. Llama la atención que esta élite indígena asumiese el rol de los hispanos; así, en el testamento del llerenense Francisco de Terrazas, protocolizado en México en 1564, se citan deudas de caciques por la adquisición lo mismo de un caballo y sus arreos que de enseres de plata para su mesa. De la misma manera, no dudaron en reclamar de las autoridades sus prebendas y privilegios como nobles y como aliados necesarios en la culminación de la conquista. Obviamente, sin esta colaboración activa de decenas de pueblos deseosos de librarse de la tiranía de los mexicas, Hernán Cortés hubiese encontrado muchas más dificultades —no sabemos si insalvables— para consumar su conquista.
Fuente
Esteban Mira Caballos: Hernán Cortés. Una biografía para el siglo XXI. Barcelona, Editorial Crítica, 2021, pp. 163-165.
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