La mayor parte de los conquistadores tuvieron un destino trágico, acorde con la situación límite en la que quisieron vivir. Algunos de ellos obtuvieron dinero suficiente para disfrutar de una vida holgada, sin embargo, decidieron vivir en el filo de la navaja. Muy pocos fueron los que murieron en su cama, ricos y rodeados por el cariño de los suyos. La codicia los enfrentó y fue frecuente que unos adelantados o capitanes generales realizasen incursiones en otras gobernaciones limítrofes para entender el secreto de ellas. Eso dio lugar a un sin fin de desafíos.
En general, Fernández de Oviedo se refirió a la mala fortuna de la mayoría de los emigrantes, pues, según él, de un centenar no sobrevivía una veintena, y de estos apenas tres ricos. Pero en particular se refirió al mal fario de los Adelantados de forma que ningún hombre en sus cabales procuraría tal título. Efectivamente, muchos adelantados y conquistadores tuvieron una muerte prematura y violenta, otros acabaron totalmente arruinados tras invertir en expediciones que terminaron en el más absoluto de los fracasos. Sin ir más lejos, Pedro de Valdivia perdió su vida a manos de los araucanos. Tras ser prendido por Caupolicán, suplicó por su vida, pero, tras un largo suplicio, le propinaron un golpe en la cabeza con una maza que lo mató en el acto. A continuación, en un festín ritual se lo comieron. Trágico, sin duda, pero no olvidemos que él antes había cometido todo tipo de barbaridades, cortando las narices y las manos a centenares de prisioneros. No mejor suerte corrió García de Paredes que sucumbió a manos de los caribes, o Juan de la Cosa que perdió la vida traspasado por decenas de flechas.
Casos de conquistadores y adelantados que muriesen plácidamente en su cama son muy contados. El cronista Alonso de Góngora destacó la venturosa buena muerte que tuvo el gobernador del reino de Chile Francisco de Villagrá, pese a que lo hizo a los 56 años después de padecer durante meses fuertes dolores provocados por la sífilis. Probablemente lo decía comparándolo con otros casos de muertes mucho más violentas que él mismo pudo conocer de primera mano, como la sufrida por Pedro de Valdivia que fue capturado, torturado, mutilado y asesinado por Lautaro. En cualquier caso, es obvio que morir en la cama con tiempo para disponer testamento y preparar espiritualmente el alma eran suficientes elementos para hablar de buena muerte, al menos entre los conquistadores. Diego Velázquez, murió también en su lecho en Cuba y no precisamente pobre. Sin embargo, los que estuvieron cerca de él en sus últimos años cuentan que nunca superó el amargor que le produjo la traición de Hernán Cortés. Este último falleció en Castilleja de la Cuesta en 1547 y, aunque siempre tuvo cierta desazón por no haber sido reconocidos suficientemente sus derechos, lo cierto es que dentro del conjunto de los conquistadores fue muy afortunado. También Hernando Pizarro, aunque confinado durante largo tiempo en el castillo de la Mota, murió longevo, perdonado y rico. Seguramente era el más avispado de los Pizarro, pues, pese a sus tropelías, fue el único de los hermanos que consiguió sobrevivir y consolidar el nuevo statu de la familia. Alvar Núñez Cabeza de Vaca, después de una vida absolutamente azarosa, fue enviado preso a España. Una vez en la Península, el Consejo de Indias lo condenó al destierro en Orán, donde pasó nada menos que ocho años. Al final de su vida, con más pena que gloria, fue indultado, otorgándole un cargo judicial en Sevilla, donde falleció hacia 1560. Gonzalo Jiménez de Quesada, supo dejar las armas y reconvertirse en encomendero y empresario, muriendo serenamente en su lecho en 1579 a los 70 años de edad. Y aunque lo hizo consumido por la lepra, y fuertemente endeudado, tuvo tiempo de disfrutar de un cierto statu social y del reconocimiento de sus méritos de guerra. Su cuerpo fue sepultado en la catedral de Santa Fe de Bogotá.
Los que más suerte tuvieron, acabaron sus días amargados por interminables pleitos, confinamientos, ingratitudes y, en algunos casos remordimientos de conciencia, como Cristóbal Colón o Alonso de Ojeda. Este último, después de estar media vida aterrorizando indios, ingresó en un convento, atormentado por sus culpas. Por su parte, Pedro de Alvarado, estando moribundo en Nueva Galicia, sintió grandes remordimientos de conciencia, confesando entre sollozos, arrepintiéndose y suplicando el perdón divino. Peor aún lo tuvo el adelantado Francisco Pizarro quien, el 24 de junio de 1541, tras ser herido de muerte, pintó una cruz, pidiendo una confesión que no tuvo tiempo de recibir. Era el peor castigo que un cristiano de entonces podía sufrir, perder su cuerpo sin tiempo suficiente para preparar su alma. El destino deparó al trujillano una muerte no menos trágica que la que él dio a Atahualpa, ejecutado injustamente pese a entregar su rescate. Algunos, viendo cerca la muerte, intentaron restituir lo mucho que habían robado, en un desesperado intento, como aparece en el testamento del encomendero Hernán Rodríguez, de evitar que su alma penase toda la eternidad. En 1560, Diego de Agüero cuantificó ante notario lo robado por él y su padre, conquistador y primer poblador del área andina, cifrando su propio delito en 4.000 pesos de oro. La cantidad la puso a censo, rentando 425 pesos anuales que dispuso se abonaran a varios hospicios de indios: 200 al de Santa Ana y 75 respectivamente a los de Cuzco, Lima y Trujillo. Fue relativamente frecuente que encomenderos arrepentidos en el último suspiro de sus vidas, dejasen en sus testamentos algunas limosnas a favor de los indios o de los hospitales que los atendían. Todo ello, temiendo el juicio divino.
La justicia real acabó ejecutando a más de uno, entre ellos a los extremeños Vasco Núñez de Balboa y Gonzalo Pizarro o al guipuzcoano Lope de Aguirre, apodado El Loco. Cuando el delito no era matar simples indios sino cuestionar la autoridad regia, la situación era muy diferente y los castigos solían ser ejemplares, incluida la pena capital. Vasco Núñez, como buen conquistador, pagó con su vida las codicias propias y las ajenas. En sus ambiciones expansionistas se cruzó pronto otro noble castellano, el segoviano Pedrarias Dávila, nombrado nuevo gobernador de Tierra Firme, llamada ahora Castilla de Oro. Balboa quedaría en una incómoda segunda posición, supeditado al segoviano. El enfrentamiento entre los dos caudillos estaba servido. Solo uno de los dos podría sobrevivir, siempre bajo la mirada atenta de Francisco Pizarro que de momento, permanecía en la sombra a la espera de su oportunidad. La tensión entre ambos contendientes no cesó de aumentar, pese al compromiso de boda del jerezano con María de Peñalosa, una hija del gobernador. Este futuro enlace fue auspiciado por fray Juan de Quevedo, obispo de Tierra Firme, con el objetivo de limar diferencias entre uno y otro. Era un viejo recurso, usado tradicionalmente por la propia monarquía para mantener la paz con los estados de su entorno. En teoría ganaban los dos, Balboa conseguía el apoyo del gobernador en sus planes expansivos y Pedrarias la lealtad de su futuro yerno. El prelado siempre pensó que las capitulaciones matrimoniales serían suficientes para evitar el enfrentamiento entre los dos titanes. Pero se equivocó.
En 1516 Pedrarias Dávila le autorizó por dos años a proseguir sus descubrimientos en el Mar del Sur. El adelantado se demoró porque debió transportar desde Acla las maderas y la jarcia para construir varios bergantines. De forma absurda, Pedrarias Dávila, a través de Gaspar de Espinosa, le acuso de traición por no haber regresado al punto de partida tras vencerle la licencia. Al parecer, Andrés Garabito, estaba enamorado de Anayansi, una joven india hija del cacique Careta que éste entregó al jerezano y con la que éste mantuvo una relación. Incluso, en una ocasión, aprovechando la ausencia de Balboa, intentó sin éxito forzarla. Cuando lo supo el jerezano le recriminó duramente su actitud. Éste, que aparentemente mostró su arrepentimiento se sintió despechado por lo que escribió a Pedrarias que el adelantado se había alzado en la zona del rio de la Balsa, contra su autoridad y la de su Majestad. Pedrarias, que en el fondo siempre receló del jerezano, creyó o fingió creer el testimonio de Garabito y ordenó su apresamiento. Así, estando de regreso en la ciudad de Santa María de la Antigua fue apresado, bajo la acusación de tramar una rebelión. Entre los que participaron personalmente en el arresto estaba su antiguo amigo y colaborador Francisco Pizarro. Fue trasladado a Acla y, en enero de 1519, tras un juicio sumarísimo, fue condenado a morir decapitado junto a otros cuatro españoles, a saber: Fernando de Argüello, Luis Botello, Hernán Muñoz y Andrés de Valderrábanos. Los cargos, los mismos de siempre: la muerte de Balboa, la expulsión del bachiller Enciso, el fracaso en el Dabaibe y el haber sobrepasado en nueve o diez meses el plazo que tenía de exploración en el mar del Sur. Sin embargo, de los dos primeros casos ya había sido absuelto en un juicio de residencia, y los otros dos motivos no eran suficiente ni tan siquiera para encausarlo.
El jerezano protestó y alegó con fundamento que jamás pensó en la rebelión contra la corona de Castilla, pues de haber sido así jamás se hubiese dejado apresar. Y no le faltaba razón, en el momento de su arresto disponía de 300 hombres bien armados y adiestrados y cuatro navíos, suficientes para resistir a cualquier hueste que se hubiese enfrentado a ellos. Incluso, el propio Espinosa cedió, pues, aunque mantuvo su acusación de traición, añadió que por sus muchos méritos merecía evitar la pena capital. Pero, Pedrarias Dávila, haciendo gala a su apelativo de furor domini, insistió: Pues si pecó, muera por ello. Efectivamente, Espinosa cumplió la orden, no sir viendo de nada su defensa, pues, como dijo Girolamo Benzoni, donde reina la fuerza de nada vale defenderse con la razón. No menos claro lo dijo Fernández Oviedo para quien nadie creía en la culpa del jerezano por traición, pero la ejecución la permitió Dios como pago por la muerte de Diego de Nicuesa. En enero de 1519, fue conducido al cadalso mientras un pregonero voceaba: ésta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor y don Pedrarias Dávila, su lugarteniente, por traidor y usurpador de las tierras sujetas a su real corona. El jerezano murió jurando que todo era mentira y que ni siquiera pensó en la posibilidad de una rebelión. Pero, daba igual, el viejo Pedrarias Dávila se quitaba un viejo enemigo de encima al igual que Francisco Pizarro, que tenía ya despejado su ruta hacia el Tahuantinsuyo.
Su ejecución en Acla, cuando debía tener unos 44 años de edad, fue absolutamente injusta porque no hubo rebelión contra la autoridad vigente ni hizo nada diferente de lo que hacían habitualmente el resto de sus compatriotas. El autor moral, Pedrarias Dávila, no era menos codicioso ni tenía menos muertes a sus espaldas, mientras que el licenciado Espinosa, el ejecutor material, causó tantos estragos en tierras del cacique Quema, que según Las Casas dejó 40.000 ánimas en los infiernos plantadas.
Ahora bien, quien a hierro mata a hierro muere, y eso exactamente fue lo que le ocurrió al guerrero extremeño. De hecho, Balboa condenó a una muerte segura a Diego de Nicuesa, cuando le obligó a zarpar rumbo a La Española en un bergantín en mal estado, el 1 de marzo de 1511. Y ello a pesar de que incluso suplicó que le dejasen quedar como un soldado más. Lo cierto es que nunca más se supo de él ni de los hombres que le acompañaban, por lo que supusieron, escribió Anglería, que se fueron todos a pique con el mismo barco. Todos los cronistas justificaban por norma las ejecuciones como un castigo divino por los pecados cometidos en vida. El padre Las Casas que denunció los robos y atropellos de Balboa y sus hombres, como los de otros conquistadores, se consolaba diciendo que la mayoría de ellos no pudo disfrutar del botín porque la mayoría tuvo un mal final, muriendo en breve plazo. En cambio, Fernández de Oviedo también creía en la inocencia del jerezano, pero su ejecución la permitió Dios como castigo por la muerte de Nicuesa.
Otros murieron siguiendo a sus líderes a un viaje a ninguna parte. La exploración errante del sur de los Estados Unidos por Hernando de Soto, entre 1539 y 1542, fue una empresa tan arriesgada como suicida. Tal como se planteó, estuvo condenada desde un primer momento al fracaso. La caminata nunca tuvo un rumbo fijo, y lo mismo se dirigía al norte que giraba al oeste o retornaba al sur, dependiendo de las informaciones que sobre el terreno iban obteniendo de los propios nativos. Y ello por el ansia voraz de metal áureo; siempre soñaron con que en algún paraje les saliera al encuentro un gran monarca, como Moctezuma o Atahualpa, con un importante tesoro estatal que saquear y así retornar ricos a su patria. Y es que la imaginación de estos conquistadores no tenía límites, desde la leyenda de Jauja al Dorado, pasando por las ciudades míticas de los Césares, de Cibola y de Quivira o la fuente de la eterna juventud que con tanto empeño buscara precisamente Ponce de León. Y en la búsqueda suicida de esos mitos, empeñaron sus vidas y las de los pobres indios que tuvieron la desventura de toparse con ellos.
¿Hubo alguna posibilidad de éxito? si el objetivo hubiese sido poblar los fértiles campos de la Florida, aprovechando las mejores tierras para el cultivo y los pastos para el ganado, es posible que el resultado hubiese sido otro. Todos los cronistas coinciden en la riqueza agrícola de muchos de esos territorios, especialmente de zonas como la de Apalache, donde abundaban los cultivos de maíz, frijoles y calabazas. Poseía un clima templado que guardaba muchas similitudes con el Mediterráneo y allí hubiesen sido viables, en aquellos momentos, colonias de agricultores y ganaderos, como lo fueron un siglo después. Y de haberse realizado, probablemente la historia de aquellos territorios hubiese sido muy diferente. Pero, es obvio, que por la cabeza de esa primera generación de conquistadores rondaban otras ideas. Como hemos dicho reiteradamente, buscaban esencialmente oro, y los indios se los quitaban de encima siempre señalando más al norte o más al oeste. Y ellos, siempre crédulos, recorrieron varios miles de kilómetros buscando lo que sólo existía en su imaginación. Sobrevivieron 322 personas, más o menos la tercera parte de la expedición; los demás dejaron su vida en unas tierras en las que con tanto ahínco buscaron oro, pero en las que sólo encontraron la muerte.
No menos trágica fue la expedición de Francisco de Orellana al Amazonas. Como es sabido, Gonzalo Pizarro, paisano de Orellana y hermano del conquistador del Perú, decidió organizar una expedición buscando el país de la Canela del que, al parecer, había escuchado hablar a los propios indios. En febrero de 1541 partió de la ciudad de Quito con poco más de dos centenares de españoles y 4.000 nativos auxiliares, incorporándose luego su paisano Francisco de Orellana con otro medio centenar de hombres. La travesía duró más de un año, hasta agosto de 1542, período en el que se completó por primera vez todo el curso del Amazonas, entonces llamado o conocido como río Marañón. Recorrieron más de 6.000 kilómetros, bajando por el río Napo –o río de la Canela- y por el Amazonas hasta llegar a la desembocadura. Por falta de alimentos, Gonzalo Pizarro acampó, enviando a Francisco de Orellana con dos navíos río abajo en busca de comida. Consiguió llegar al pueblo de Aparia donde el cacique se vio obligado a abastecerlo convenientemente. Sin embargo, aquél nunca regresó al encuentro con Gonzalo Pizarro por lo que éste decidió retroceder hasta Quito, acusando a su paisano de traición. Francisco de Orellana esgrimió en su defensa dos argumentos: uno, que recorrió más de doscientas leguas en busca de los ansiados víveres y que no fue posible regresar río arriba con los barcos cargados. Y dos, que en cualquier caso sus hombres se amotinaros para evitar dicho retorno. Fray Gaspar de Carvajal escribió una pequeña crónica del viaje con la intención de eximirlo de las acusaciones de traición, ratificando estas explicaciones.
Lo cierto es que, con traición o sin ella, fue Orellana el que realizó el primer recorrido completo por el río más caudaloso del mundo. Sufrieron infinidad de ataques, especialmente en el río Napo, pues los nativos les arrojaban flechas y palos afilados desde las orillas, diezmando a la tripulación. Tras siete meses de navegación, alcanzaron las aguas del Atlántico. Con posterioridad, una tormenta dispersó a los dos buques que, por separado, terminaron arribando casualmente al mismo puerto, el de Nueva Cádiz, en la pequeña isla perlífera de Cubagua, situada en la costa de la actual Venezuela.
Obviamente, el trujillano ni encontró el país de la Canela -solo algunos arbustos dispersos del preciado condimento-, ni el matriarcado de las Amazonas, ni el Dorado sino tan sólo pequeños grupos tribales seminómadas. Pese a todo, regresó a toda prisa a la Península para conseguir una capitulación. En Valladolid, el 13 de febrero de 1544, pactó con el príncipe Felipe –el futuro Felipe II- el poblamiento de una nueva gobernación que fue bautizada con el nombre de Nueva Andalucía. Allí pretendía llevar trescientos españoles para fundar dos villas con sendas fortalezas. A cambio le otorgó los títulos de adelantado y alguacil mayor, así como la doceava parte de las rentas de su Majestad. De paso, aprovechó su estancia en Sevilla, desde marzo de 1544, para desposarse con la joven sevillana Ana de Ayala.
Esta segunda expedición partió de Sevilla en febrero de 1545, tras afrontar graves dificultades económicas que dificultaron el apresto de los cuatro navíos que debían componer la escuadra. De hecho, zarpó dejando numerosos acreedores y con los pertrechos más indispensables. Fue un viaje a ninguna parte porque, además de poblar en la selva, pretendía una quimera: remontar el río Amazonas. De hecho, meses antes había justificado el abandono a su suerte de su entonces jefe, Gonzalo Pizarro, en la imposibilidad de remontar río arriba con los navíos cargados. En noviembre de 1546 falleció víctima de una enfermedad, en medio de la selva ecuatorial, cuando sólo tenía 35 años. Aunque sus principales biógrafos afirman que se perdió toda la expedición, hubo algunos supervivientes, entre ellos su esposa, Ana de Ayala, que consiguió llegar, junto a un puñado de hombres, a la isla Margarita. Remontar el río Amazonas y fundar dos colonias permanentes en medio de la selva era una empresa no sólo inviable sino también suicida. No había oro, ni canela, ni más civilizaciones que pequeños pueblos seminómadas. Nada que en aquella época pudiese satisfacer la voracidad insaciable de riquezas de conquistadores, adelantados y hasta de colonos que habían abandonado sus humildes oficios en Castilla para reconvertirse en cazadores de fortuna.
Probablemente el adelantado de Nueva Andalucía, como otros adelantados y conquistadores, no fue más que otra víctima de la vorágine de la conquista que se llevó por delante no sólo a millones de indios, sino también a cientos de conquistadores, adelantados, descubridores, ambiciosos y visionarios. Toda una generación de guerreros, cegados por el ansia de honra y fortuna, que terminaron sus días de manera tan dramática como los amerindios a los que sometieron. Para colmo, como consecuencia de su descubrimiento se inició la depredación del hombre blanco sobre la mayor selva del planeta. Un proceso que hoy continúa a ritmo acelerado y que en breve plazo acabará con la destrucción de lo que todavía hoy se conoce como el pulmón del mundo. Mientras tanto, en esas mismas aguas que recorrió Orellana, se está desarrollando en estos momentos una silenciosa y limpia forma de exterminio. Cientos de nativos que viven en la ribera de la cuenca amazónica están pereciendo debido a la fuerte contaminación del río, provocada por los vertidos de mercurio de los buscadores de oro. Se trata de la última secuela de aquel descubrimiento de hace cinco siglos, que se cerrará probablemente en pocas décadas con la degradación total de uno de los espacios naturales más importantes del mundo.
La mayoría de ellos no sólo murieron trágicamente sino también arruinados o, al menos, fuertemente endeudados. Según los cronistas, los monarcas solían recompensarlos porque era costumbre de los príncipes justos no dejar los servicios sin premio. Pero esta frase no es del todo cierta. En realidad, fueron muy pocos los que recibieron prebendas y mercedes. La mayoría se quedó sin recompensa o ésta fue tan exigua que no les alcanzó ni tan siquiera para llevar una existencia digna. Así, tras la batalla de Añaquito, en las guerras civiles del Perú, se repartieron el botín áureo que encontraron en polvo. Pero fue tan poca cantidad que, según el cronista Pero López, lo echaron a volar al tiempo que decían ¿por qué nos han de dar tan poca cosa? Pero, es más, muchos de ellos quedaron lisiados en combate y todo lo más que se le ocurrió a la Corona fue concederles cincuenta pesos de oro de limosna al que más lisiado estuviere y desde abajo según la calidad de cada uno y la lesión que tuviere. Mucho esfuerzo, muchas penalidades, mucho riesgo y muchas manos manchadas de abundante sangre para tan poca recompensa.
BIBLIOGRAFÍA
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ESTEBAN MIRA CABALLOS
(Tomado de mi libro: Imperialismo y poder. Una historia desde la óptica de los vencidos. El Ejido, Círculo Rojo, 2013).
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