El objeto de este artículo es poner sobre el tapete algunas informaciones obtenidas en la documentación española del siglo XVI y que pueden servir en unos casos para confirmar determinados rasgos culturales y en otros para establecer una duda razonable sobre aspectos tradicionalmente sostenidos. Todos los rasgos culturales aquí comentados tienen un hilo conductor común, pues todos ellos inciden en una cuestión, es decir, en unos privilegios que eran exclusivos de los caciques y su entorno. He podido comprobar que la posesión de hamacas, las prácticas poligámicas, determinados ritos funerarios y los conocimientos herborísticos eran privativos del grupo social dominante.
LA POLIGAMIA INDÍGENA
Como es bien sabido, la unidad mínima dentro de la sociedad taína era la familia extensa formada por veinte o treinta personas (Cassá, 1992: 92). Las relaciones sexuales entre la población común solían ser monogámicas, reservándose la poligamia para el grupo caciquil. No debemos olvidar que en estas culturas tan poco desarrolladas, con la única excepción de la reducida clase dirigente, la población no tenía posibilidades de mantener más de una mujer, de ahí que la poligamia estuviese restringida a aquel grupo de poder (Ardrey, 1990: 109). En este sentido, y por citar un ejemplo concreto, el padre Las Casas afirmó muy significativamente que los Señores tenían muchas (mujeres se entiende), pero los súbditos y particulares se contentaban con una sola» (Cit. em Rodríguez, 1978: 143).
Sin embargo, es posible que, sin dejar de ser cierto lo dicho anteriormente, la sociedad fuese bastante tolerante con las relaciones sexuales de los miembros de su comunidad. Sólo así se explica la disposición que estableció frey Nicolás de Ovando referente a que quien dormía con dos hermanas lo habían de quemar» (Mira, 1993: 341). Es curioso, porque, según Marcio Veloz, el matrimonio entre hermanos estaba totalmente prohibido en las comunidades prehispánicas de la Española (Veloz, 1972: 234), sin embargo, la disposición de Ovando muestra una práctica más o menos usual entre los indios.
Posteriormente, y concretamente en 1517, Lucas Vázquez de Ayllón pidió a los Jerónimos que se castigase a todos aquellos indios que se echaren, de cualquier nación que sea, con madre e hija o con dos hermanas o parientas…» (Mira, 1993: 341). Esta nueva reiteración de la Orden de Ovando indica que la ley no se cumplía y que algunos indígenas continuaban con dichas prácticas. Pero, es más, las peticiones no acabaron ahí, pues, según se recoge en la Recopilación de Leyes de Indias, el 13 de julio de 1530, se dispuso un castigo ejemplar para todos aquellos indios que se casasen con dos cónyuges (Recopilación, 1680: II, L. VI, T. I, L. IV). Este ordenamiento debió surtir sus efectos, pues por aquellos años, escribió Fernández de Oviedo que ningún indio toma por mujer a su hija propia, ni hermana, ni se echa con su madre. (Cit. Castañeda, 1974: 174).
En definitiva, nuestra opinión es que efectivamente la poligamia debió ser un privilegio exclusivo de los caciques y su entorno, siendo una práctica infrecuente entre el resto de la población. Sin embargo, es muy probable que en general la sociedad fuese sumamente tolerante con este tipo de prácticas poligámicas.
LAS HAMACAS
La hamaca constituía un elemento de la cultura material taína originario, según Veloz Maggiolo, de la selva Orinoco-amazónica (Veloz, 1972: 205). La hipótesis que vamos a proponer en estas líneas es que, aunque obviamente se conocía perfectamente en las Grandes Antillas, no estaba tan difundida entre la población común como se ha afirmado. A este respecto debemos decir que, tanto los cronistas como la mayor parte de la historiografía contemporánea, mencionaron la hamaca como la cama habitual que empleaban los indios (Fernández de Oviedo: I, 117. Tejera, 1951: 264-267). Hasta donde nosotros sabemos fue el profesor Roberto Cassá el primer historiador que intuyó la posibilidad de que no fuesen tan comunes entre los aborígenes, cuando escribió que una gran parte de los indios no dormía en hamacas, al menos los niños y adolescentes (Cassá, 1990: 84). Sin embargo, desde que este historiador escribió estas líneas nadie ha vuelto a respaldar tal afirmación.
Efectivamente, ya el padre Las Casas, aunque en su Historia de las Indias se refirió a la hamaca como unas redes de algodón que servían de cama a los indios, en la Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias» matizó la versión, al afirmar lo siguiente:
Sus camas son encima de una estera y, cuando mucho, duermen en unas redes colgadas, que en lengua de la isla Española llamaban hamacas (Las Casas, 1985: 69).
Evidentemente, este texto pone de manifiesto que no todos los indígenas podían alcanzar la posibilidad de dormir en hamacas, al clasificarla como la mejor de las opciones. Así, pues, creemos que tan sólo un grupo de privilegiados tuvo acceso a este tipo de cama colgante, mientras que el resto de la población debió dormir en esteras o en cadalechos de paja.
Ya en las Leyes de Burgos de 1512 se dispuso que cada indígena tuviese su propia hamaca para no dormir en el suelo, mandamiento que no pudo cumplirse ante el escaso número de unidades que había en la Española. De ahí que la Corona decidiera gastar más de dos millones y medio de maravedís en labrar 2.030 hamacas en Sevilla (AGI, IG 419, L. 4, 79v-81r). Pues bien, ni aun así fueron suficientes para cubrir ni tan siquiera una tercera parte de las necesidades. Está claro, pues, que en la Española, en torno a 1512, había muy pocas hamacas lo que es claro indicador de que sólo algunos indios -probablemente los caciques, los nitaínos y sus parientes- las poseían antes del Descubrimiento. No hemos de perder de vista que, aunque los españoles les hubiesen arrebatado las hamacas a los nativos, el brusco descenso de la población indígena, desde 1492, hubiese dejado un gran número de hamacas sin dueño, tantas, como para abastecer con creces no sólo a los españoles, sino también a los pocos aborígenes que iban quedando en la isla.
En Cuba, al igual que en la Española, la utilización de hamacas entre los indios no estaba generalizada a la llegada de los españoles aunque, como en las demás Antillas Mayores sí la conocían. De hecho, Diego Velázquez, cuando arribó por primera vez a la isla obligó a los aborígenes a tejer hamacas, las cuales llegaron a sumar un valor de 3.120 pesos. Todavía, en 1515 se propuso, como medida alternativa a las hamacas, que se le hiciesen a los indios cadalechos de paja en los que durmiesen, pues, era imposible hacer hamacas para todos (AGI, PR 252, r. 2, f. 6v).
Y finalmente, en lo concerniente a la isla de San Juan, hemos de decir lo mismo que en las anteriores, ya que los vecinos de ella solicitaron, en 1517, que no se les obligase a dar hamacas a los indios ni hacerles casa de piedra como dictaban las Leyes de Burgos. La situación debió llegar a un punto tal que se expidió una Real Cédula sugiriendo a los Jerónimos la supresión de tal medida porque los vecinos de la dicha isla dicen que no tienen posibilidad para lo poder cumplir, por no haber al presente en la isla algodón de que se puedan hacer, ni menos de traer a ella de fuera parte a lo poder cumplir… (AGI, IG 419, L. 6, f. 155v). Pocos años después, se llevaron a la isla un número no determinado de hamacas y se vendieron a unos precios muy elevados, que, en algunos casos, superaron el peso y medio, lo que nos vuelve a confirmar la tesis que estamos sosteniendo (AGI, Just. 48, n. 2, r. 1).
En definitiva, nos parece evidente que, salvo los caciques y demás indios principales, el común de los taínos de las Grandes Antillas no poseyeron hamacas, pues, de lo contrario, y dado el descenso de la población indígena, no hubiesen existido que en las líneas anteriores hemos comentado.
LAS COSTUMBRES FUNERARIAS
Sabemos que los taínos utilizaban numerosos ritos que pasaban desde diversos tipos de inhumaciones a la incineración o al abandono en zonas despobladas (Veloz, 1972: 237). El padre Las Casas describió estas prácticas con el detallismo de un etnógrafo, como podemos ver en las líneas que extractamos a continuación:
Diversas maneras de enterrar los difuntos entre si tienen; unos los entierran con agua en las sepulturas, poniéndoles en la cabecera mucha comida, creyendo que para el camino de la otra vida o en ella de aquello se mantengan; lloro ninguno ni sentimiento hacen por los que mueren. Otros tienen que este uso, que cuando les parece que el enfermo está cercano a la muerte, sus parientes más cercanos lo llevan en una hamaca al monte, y allí, colgada la hamaca de dos árboles, un día entero les hacen muchos bailes y cantos, y viniendo la noche, pónenle a la cabecera agua y de comer cuanto le podrá bastar por tres o cuatro días, y déjanlo allí, vansé y nunca más lo visitan… (Las Casas, 1951: II, 122).
La práctica más común debió ser el abandono de los cuerpos de sus difuntos en el campo, sin enterrar, como hicieron con el indio Guayabax, en 1508, quien pese a que fue mandado sepultar por los españoles los indígenas se limitaron exclusivamente a echarlo en la sabana (Mira, 1993: 325). Precisamente, la escasez de cadáveres indígenas inhumados que se han localizado en las Grandes Antillas nos revela claramente que esta práctica estuvo reservada exclusivamente para los grupos más privilegiados de esta sociedad.
RELACION DE OBJETOS INDIGENAS EN UN INVENTARIO DE 1505
A continuación, daremos a conocer una relación de objetos entregados por los indios, de los que ofreció relación el tesorero de la Española Cristóbal de Santa Clara el 10 de abril de 1508. Dicho documento no se muestra tan extenso ni detallado como el que realizó Cristóbal Colón entre 1495 y 1496 -estudiado por el profesor Ricardo Alegría (1989: 117-136) -, sin embargo, tiene el interés de ser completamente inédito. Efectivamente junto a los ingresos se menciona una relación de guanines y ropa de algodón y otras cosas que recibió hasta el 15 de noviembre de 1505 y que fueron los siguientes:
-35 hamacas de algodón que restan para cumplimiento de las que están cargadas.
-133 naguas de algodón.
-87 camisas de algodón.
-8 medias camisas de algodón.
-60 ovillos de algodón hilado.
-2 redes de pescar para indios.
-6 pares de hizos de cabuyas.
-27 arrobas y 13 libras de algodón en ovillos.
-3 maçacos de guanín que pesaron una onza y 3 tomines 6 granos.
-Una guayca y un yaguey con un rostro de hueso.
-36 duhos de asentar.
-36 barretas.
-un marco y una onza y 4 ochavas y 3 tomines de çibas que se dicen maguey.
-22 bracas de çibas y yaries en 12 sartas.
-3 manojos de cabuyas.
-25 piezas de esclavos de los de la primera guerra de Higüey.
-7 alpargates de algodón.
-Un cemí de leña con ojos y cataras de oro y una trenza de algodón al pescuezo y otra poca de leña que peso todo 20 pesos y 4 tomines y 6 granos.
-Un puñal viejo.
En el inventario aparecen numerosos objetos de algodón lo que vuelve a probar el gran desarrollo que tuvo la hilatura en la cultura taína de los tiempos del Descubrimiento. Entre estos objetos de algodón se mencionan 35 hamacas, dice el texto que a cumplimiento de las que estaban (en)cargadas, demostrando nuevamente la escasez de hamacas que había en las Antillas Mayores a la llegada de los españoles. Además, aparecen dos redes de pescar para indios, una actividad que como es bien sabido tuvo una notable importancia en la economía taína a juzgar por el numeroso utillaje que se ha localizado e incluso por las técnicas de conservación que llegaron a utilizar. El resto de los objetos de algodón son ovillos, camisas y nada menos que 97 naguas, estas últimas eran unas faldillas de algodón que usaban las mujeres indígenas (Tejera, 1951: 386-387).
Junto a estos objetos destacan también los que tienen relación con los rituales indígenas, mencionándose nada menos que 36 dúhos o asientos ceremoniales. Igualmente aparece un ídolo indígena que en este caso presenta una factura muy típica, es decir, está labrado en madera y presenta incrustaciones de oro, así como una trenza textil amarrada al cuello. Y finalmente se citan algunos objetos frecuentemente utilizados por el grupo dominante, a saber: una guayça o máscara, que solía ir decorada con incrustaciones de pedrería, y varios collares de piedras de colores y oro.
LA HERBORÍSTICA INDIGENA
Las referencias documentales y bibliográficas sobre esta cuestión son bastante numerosas, tanto las referidas a las culturas primitivas en general como a la cultura taína en particular. Sin embargo, en el caso de los taínos antillanos la historiografía ha insistido especialmente en el análisis de los aspectos rituales por parte de los behiques, sin destacar sus profundos conocimientos de la medicina naturista, que era lo que realmente les otorgaba una posición social preeminente. Que su medicina era espiritualista y que concebían el mal como la presencia en el cuerpo del enfermo de una sustancia extraña es algo que está fuera de toda duda a jugar por las fuentes que nos han llegado (Deive, 1989: 83). Sin embargo, queremos detenernos en esta ocasión en analizar estos conocimientos herborísticos que los behiques taínos guardaban secretamente, pues, en su exclusividad se basaba precisamente su supremacía social.
No debemos olvidar, en este sentido, que los aborígenes que encontraron los europeos en las Antillas Mayores, pese a vivir en un estadio civilizatorio atrasado, estaban perfectamente adaptados a su hábitat natural. Evidentemente, conocían su medio natural, con el que coexistían en perfecta armonía, y sabían los remedios fundamentales para el tratamiento de aquellas enfermedades que de manera más común les afectaban. No en vano, es bien sabido que en los primeros tiempos estos behiques indígenas rivalizaron con los barberos y los cirujanos españoles, pues, no debemos olvidar que en el período estudiado por nosotros la infraestructura médica española era extremadamente precaria. A la Española llegaron en los primeros años numerosos sanitarios que tenían dificultades para practicar la medicina en la Península, bien, debido a su pertenencia a una minoría étnica, o bien por carecer de título oficial. Ya en el propio siglo XVI el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo advirtió que la mayoría de los médicos y cirujanos que arribaban a Santo Domingo olvidaban sus títulos acaso porque nunca los tuvieran (Mira, 1994: 184).
Por desgracia, los españoles tan sólo llegaron a conocer algunos de los conocimientos herborísticos que los indígenas de la Española poseían, y que al parecer han dejado una impronta notable en la medicina popular dominicana (Vega, 1987: 115). No debemos olvidar que los aborígenes ocultaron desde un primer momento los remedios médicos como medio de persuadir a los españoles a abandonar su territorio y, en palabras de Pedro Mártir de Anglería, abolir toda memoria de ellos» (Anglería, 1989: 41). Para lograr este fin, habida cuenta de la superioridad española -por supuesto logística no numérica-, llevaron a cabo una resistencia pasiva que se catalizó en alzamientos a los montes, destrucción de sus propios conucos y un mutismo premeditado sobre los remedios médicos a determinadas enfermedades subtropicales.
En relación a este último aspecto, tenemos una referencia muy interesante de Joseph Peguero que se hizo eco de un hecho ocurrido en esta isla varias décadas después de la llegada de los españoles. Concretamente relató que a un español desposado con una india le entró el mal de las bubas y ésta, para evitar que se la contagiase a sus hijos, le proporcionó unas hierbas curativas, advirtiéndole que en cuanto me descubras, yo moriré y me matarán mis parientes, que no quieren que ustedes sepan el cómo se cura este mal por ver si mueren todos (Peguero, 1975: 140). Igualmente, los indígenas guardaron celosamente la pócima para sanar las heridas causadas por las flechas envenenadas que lanzaban los indios caribes y que tantos estragos causaron entre las huestes hispanas hasta 1540 en que por fin se averiguó el remedio (Fernández de Oviedo, 1992: I, 210-211).
Por tanto, queda claro que los aborígenes ocultaron de manera consciente sus conocimientos médicos a los españoles como un sistema más de oposición hacia ellos. Evidentemente eran los behiques indígenas, cuya sabiduría era fruto de la experiencia acumulada de generaciones pasadas, los mejores conocedores de las soluciones médicas a las patologías propias de la isla. Además, estaba claro que a estos chamanes o behiques no les convenía difundir sus métodos curativos, pues, a la sazón ya durante sus ceremonias prehispánicas pedían a la mayoría de los asistentes que se saliesen fuera mientras le aplicaba a su paciente la medicación. Evidentemente su poder radicaba en la exclusividad de sus conocimientos que desde luego no estuvieron nunca dispuestos a compartir con el resto de los indígenas, ni muchísimo menos con los españoles.
Entrando ya en el análisis de algunas de las soluciones médicas empleadas por los aborígenes debemos decir que nuestro conocimiento se limita a lo que escribieron los cronistas, especialmente Fernández de Oviedo, el cual en su ya citada Historia General y Natural de las Indias le dedicó varios capítulos. Los behiques, buhitis o boicios son tres de los nombres que más frecuentemente utilizaron los cronistas para designar a los chamanes o hechiceros indígenas (Tejera, 1951: 73). Estos formaban parte de la élite dirigente, y eran personas muy respetadas por toda la población, aunque desde luego subordinados al cacique (Cassá, 1992: 114). En cualquier caso, algunos de ellos, en función a sus méritos personales como sanadores, tuvieron una grandísima autoridad entre los demás miembros de su comunidad. (Benzoni, 1989: 149). Por lo demás, aunque fueron acusados de farsantes por algunos cronistas como fray Bartolomé de las Casas, lo cierto es que tenían, como ya hemos afirmado, un amplio conocimiento de la medicina natural que les permitía solventar positivamente las heridas más comunes, las calenturas y las fracturas envolviendo los miembros en yaguas mojadas (Pino, 1963: 13). Evidentemente el prestigio de estos behiques sólo se afianzaría con reiterados éxitos médicos y con la confianza auténtica de los demás miembros de su comunidad. De hecho cuando el paciente moría y se demostraba haber habido negligencia por parte del behique éste era reprendido e incluso golpeado salvajemente. (Deive, 1989: 85). Así, Pedro Mártir de Anglería afirmó, refiriéndose a los curanderos indios, lo siguiente:
Las calenturas se las curan fácilmente con jugo de hierbas, y con igual facilidad las heridas con tal que sean curables. Tienen y conocen mucha clase de hierbas salutíferas… Y no usan ningún otro género de medicinas, ni quieren más médico que a los viejos de experiencia o a los sacerdotes conocedores de las ocultas virtudes de las hierbas… (Anglería, 1989: 433-434).
Igualmente, Gonzalo Fernández de Oviedo, pudo comprobar personalmente en la Española los grandes conocimientos de estos chamanes indígenas tal y como podemos observar en el texto que exponemos a continuación:
Estos, por la mayor parte, eran grandes herbolarios y tenían conocidas las propiedades de muchos árboles y plantas e hierbas; y como sanaban a muchos con tal arte, teníanlos en gran veneración y acatamiento como a Santos… (Fernández de Oviedo, 1992: I, 112)
José Peguero, un historiador del Siglo XVIII, se hizo eco de estas informaciones aportadas por Gonzalo Fernández de Oviedo y Antonio de Herrera, al afirmar lo siguiente:
Eran los sacerdotes; por la mayor parte muy herbolarios, y con el conocimiento que tenían de las virtudes de las hierbas medicinales, curaban las dolencias de los indios, y les hacían creer, que estas curas eran milagros que ellos hacían con facultad que les habían dado sus dioses. (Peguero, 1975: I, 112).
Efectivamente, aunque los behiques revestían todas sus sesiones curativas con un amplio ritual mágico-ceremonial en el que supuestamente intentaban extraer al enfermo su mal lo cierto es que sus éxitos médicos estaban fundamentados en dos sólidos pilares, a saber: Primero, en sus ya mencionados conocimientos herborísticos -los cuales no eran privativos de los taínos de la Española, sino de la mayoría de las comunidades indígenas americanas-, y, segundo, en sus grandes dotes psicológicas perfectamente descritas por algunos cronistas. Así, según Anglería, una vez acabado el ritual y concluido asimismo el tratamiento, el behique sale corriendo a la puerta, que está abierta, y abriendo las manos las sacude y persuade que ha quitado la enfermedad y que pronto quedará bueno el enfermo. Pero, acercándose por la espalda, le quita de la boca el pedacito de carne como un prestidigitador, y le grita al enfermo diciendo: Mira lo que habías comido sobre lo necesario, te pondrás bueno porque te lo he quitado (Anglería, 1989: 83). No cabe duda de que está persuasión que ejercía el curandero indio sobre sus pacientes y sus familiares era muy beneficiosa para su rápida recuperación. La influencia que tiene este factor psicológico es muy importante. Ya Nicolás Monardes, en el siglo XVI, refiriéndose a las enfermedades, recomendaba permanecer lejos de ella, entre otras cosas porque la imaginación es muy gran obradera en el cuerpo, y estando lejos no imaginará en ello ni adolecerá por imaginación… (Monardes, 1885: 334). Esta circunstancia unida a la profunda fe que los indios tenían depositada en sus behiques hacía que el éxito estuviese asegurado al menos en los casos de las enfermedades más comunes. Habida cuenta de que el behique se debía consolidar por sus propios méritos sólo de esta forma lograba un prestigio importante sobre el resto de la población. Incluso, cuando se equivocaban podían ser recriminados y duramente castigados por los familiares si se demostraba que había sido por negligencia. Sin embargo, todos los cronistas coinciden en que esta situación no era frecuente ya que les era fácil demostrar que el fallecimiento había sido fruto de la providencia divina. Incluso, los propios indios cuando consideraban que la persona padecía una enfermedad que excedía los conocimientos curativos de los behiques lo llevaban directamente al monte con agua y comida y lo abandonaban. Esta situación la describió el padre Las Casas con gran detalle, como podemos observar en las líneas que reproducimos a continuación:
Que cuando les parece que el enfermo está cercano a la muerte, sus parientes más cercanos lo llevan en una hamaca al monte, y allí, colgada la hamaca de dos árboles, un día entero les hacen muchos bailes y cantos, y viniendo la noche, pónenle a la cabecera agua y de comer cuanto le podía bastar para tres o cuatro días, y déjanlo allí, vanse y nunca más lo visitan. Si el enfermo come y bebe de aquello y al cabo convalece y se vuelve a su casa, con grande alegría y ceremonias lo reciben; pero pocos deben ser los que escapan, pues nadie, después de puestos allí, los ayuda y visita…. (Las Casas, 1951: II, 122).
No cabe duda de que los propios indígenas eran sabedores de las posibilidades reales de su medicina naturista, por lo que, en situaciones extremas, ni ellos mismos confiaban en su curación. Antes de proceder a la aplicación del tratamiento le hacían un sahumerio en base a una mezcla de tabaco y otras hierbas con la intención de adormecerlos. Los nativos se emborrachaban con estos sahumerios, lo que ha llevado a muchos historiadores a pensar que se hacían en base a una mezcla en polvo extraída del tabaco y de otras plantas alucinógenas (Veloz, 1972: 194-195). En este sentido Benzoni, tan agudo como siempre, afirmó que los behiques cuando querían curar a algún enfermo, iban a visitarlo, le suministraban ese humo y cuando estaban bien aturdido(s) le hacían la mayor cura. (Benzoni, 1989: 149).
Entre las habilidades que más brillantemente solventaban estos behiques estaba el restañamiento de heridas para lo cual conocían numerosas pócimas que se elaboraban con diferentes plantas. Uno de estos productos para remediar las heridas eran unos polvos extraídos de un árbol, común en la isla, llamado Yaruma y cuyos resultados describió Fernández de Oviedo con las siguientes palabras:
Estimaban mucho los indios aquestos árboles y decían que eran buenos para curarse las llagas… Y dicen (los españoles) que es como un cáustico y que, majados los cogollos tiernos de las puntas de las ramas de este árbol, los han de poner sobre la llaga, y aunque sea vieja, le comen la carne mala, y la ponen en lo vivo y sano, y la sesenconan, y continuándolas la encueran y totalmente sanan la llaga… (Fernández de Oviedo, 1992: I, 255 y ss.).
No era este el único sistema empleado por los taínos para sanar las heridas ya que, por ejemplo, Peguero, cita una especie de palmera datilera, llama Tamarinda, cuya corteza se molía y el producto resultante se colocaba sobre las heridas dando unos excelentes resultados como cicatrizante (Peguero, 1975: I, 257). Fernández de Oviedo alude a otros sistemas utilizados por los naturales para curara las llagas como un polvo que se hacía con las pepitas del mamey (1992: I, 260). Igualmente curaban las diarreas, básicamente a base de dietas porque -según el padre Las Casas- se están tres y cuatro días sin comer ni beber» (Las Casas, 1951: II, 122). Luego consumían la fruta del guayabo que, a decir de Peguero, era de muy buena digestión y son buenas para el flujo del vientre, y restriñen cuando se comen no del todo maduras, que estén algo durillas, para que cese el flujo del vientre… (Peguero, 1975: I, 260).
Asimismo, tenemos noticias de que los behiques de la Española sanaban fácilmente la enfermedad de bubas que tan mortífera fue para los españoles antes de averiguarse el secreto de su tratamiento (Peguero, 1975: I, 75-76). Los naturales la remediaban cociendo el palo del guayacán y extrayendo su zumo con tal éxito que, a decir de Fernández de Oviedo, entre los indios no es tan recia dolencia ni tan peligrosa como en España, y en las tierras frías. (Fernández de Oviedo, 1992: II, 9).
Finalmente, sabemos que empleaban otras muchas plantas con cualidades medicinales, a saber: el bálsamo o guaconax -comercializada en la primera década del siglo XVI por los españoles- como cicatrizante de heridas y llagas, la semilla del manzanillo como purgante, la grasa de la iguana para reducir hinchazones, el zumo del «hobo» para los problemas de estómago, etc. (Fernández de Oviedo, 1992: I, 253 y ss.). Por desgracia, los documentos callan tanto el procedimiento exacto para aplicar estas pócimas como otras muchas soluciones médicas utilizadas por los indígenas. Sin duda, una parte importante de la ciencia herborística taína murió con la desaparición de su cultura, muriendo los últimos behiques sin confesar los secretos de su oficio.
A modo de resumen podemos decir que los conocimientos herborísticos de los indígenas de la Española, al igual que los de las demás Antillas Mayores, fueron bastante amplios. Sus curanderos o behiques tenían unos amplios conocimientos médicos en los que se sustentaba precisamente su prestigio. Igualmente ha quedado claro a lo largo de este trabajo que los indígenas intentaron ocultar esos conocimientos a los españoles para que las enfermedades los convencieran de abandonar esos territorios, constituyendo, sin duda, un elemento más de la resistencia pasiva mostrada frente al grupo hispano. Igualmente, ha quedado bien patente la fe que tuvieron algunos españoles en la medicina indígena y que los llevó a comercializar los fármacos a España. Durante algunos años hubo personas que se lucraron con el comercio de estos fármacos, especialmente Villasante que explotó durante un breve periodo de tiempo su monopolio sobre el bálsamo. Finalmente llama la atención el hecho de que, en 1530, cuando la realidad americana se percibía aún tan difusa en el Reino de Castilla, se administrasen en muchos de sus hospitales las medicinas que durante siglos habían consumido los desdichados indios americanos.
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Cómo citar este artículo:
Esteban Mira Caballos: “Aportaciones a la cultura taína de las Grandes Antillas en la documentación del siglo XVI”, Epistemología de las culturas aborígenes del Caribe. Santo, Domingo, 2000, pp. 1-9.
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