
Cuando Colón inició su tercera travesía no descartaba encontrar el paraíso terrenal, que, según había leído en la obra de Pierre d’Ailly, se ubicaba en Asia. Así, cuando llegó a las bocas del Orinoco, en el golfo de Paria, actual golfo de la Ballena, creyó que lo había encontrado. El estruendo —macareo— que producía el choque del agua dulce con la salada le pareció una prueba evidente de que debían de ser los ríos del Edén. ¿Qué otra cosa podía ser? Las palabras por el extraordinario hallazgo rezuman la emoción del momento:
“Grandes indicios son estos del paraíso terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de estos santos y sacros teólogos, y, asimismo, las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así adentro y vecina con la salada…”
Sin duda, conocía la descripción medieval del Edén, en la que había una fuente de la que manaba mucha agua dulce que surtía a los cuatro grandes ríos asiáticos, el Nilo, el Tigris, el Éufrates y el Ganges, y que, al desembocar y colisionar con el agua salada, producía un ruido ensordecedor. Esta localización reforzaba, además, su convicción de que aquel inmenso territorio pertenecía al continente asiático. El problema era que el Orinoco llevaba bastante más agua que esos cuatro ríos juntos, por lo que era evidente que las piezas no encajaban. Pero su testarudez para verlo todo con el cristal de sus convicciones lo llevó a elaborar una teoría para forzar allí su localización: según dijo, la Tierra no era exactamente esférica, sino que tenía una protuberancia mamiforme, es decir, de forma pectiforme o de pera, en cuya parte superior se encontraba la montaña del Paraíso, y tenía un rabillo que se correspondía con el Árbol de la Vida.

Estaba convencido de que había realizado un extraordinario aporte a la humanidad, nada más y nada menos que la situación exacta del Edén, descrito por los sabios clásicos. Su ideario no era en absoluto singular, pues en aquella época se creía en los presagios, en señales de origen sobrenatural que anunciaban algún tipo de acontecimiento futuro. Estos mitos estuvieron muy difundidos en Europa, no solo en la Baja Edad Media sino también durante la Edad Moderna. También Américo Vespucio pensó en el paraíso terrenal cuando en 1499 estuvo en la misma zona, y todavía en el siglo xvii algunos autores seguían situándolo en las Indias Occidentales, unos en Norteamérica y otros en Sudamérica. Con posterioridad muchos otros autores creyeron la ubicación de este paraíso, como Francisco López de Gómara, Antonio de Herrera o fray Antonio de la Calancha. Por su parte, Baltasar Dorantes de Carranza en su Sumaria Relación, fechada hacia 1604, decía que la Nueva España era un edén, por su clima, su fertilidad y su posición en relación a los astros. En cambio, Antonio de León Pinelo, en 1656, mantenía la ubicación del Paraíso en Sudamérica. Y no solo era una idea generalizada entre las personas del común, sino también entre algunos sabios y humanistas, como Tomás Moro, que situó su mítica isla de Utopía en algún lugar del Nuevo Mundo.
Bien es cierto que su fe en este hallazgo contrastó con el escepticismo con el que se lo tomaron en Europa, ya que incluso un cronista tan vinculado a él como Pedro Mártir de Anglería pensó que era una mera fábula, mientras que su hijo Hernando lo omitió por completo. Tampoco parece que la propia Corona se lo tomase en serio; de hecho, la junta de expertos desechó sus opiniones y fue una de las razones que se esgrimieron para abrir las rutas a otros navegantes.
PARA SABER MÁS
Esteban Mira Caballos. “Colón. El converso que cambió el mundo”. Barcelona, Editorial Crítica, 2025.

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