
EL FENÓMENO COFRADIERO
Las cofradías constituyeron las más genuinas manifestaciones socio-religiosas, culturales y festivas del hombre de la Edad Moderna. Éstas proliferaron por doquier a lo largo de la Edad Moderna, alcanzando su punto culminante en el período barroco. La mayor parte de los vecinos de la España Moderna pertenecían al menos a una asociación religiosa, beneficiándose de sus ventajas corporativas toda la familia.
Se trataba de auténticas manifestaciones populares en tanto en cuanto estuvieron participadas por una gran parte del pueblo y tuvieron en muchos casos un devenir prácticamente independiente de la autoridad civil y de la eclesiástica. Buena parte del fenómeno cofradiero gozó de un amplio margen de autonomía, limitándose el control de la iglesia a la mera inspección de sus finanzas y del adecuado decoro de las imágenes. No obstante, todas las corporaciones estaban sujetas a las visitas pastorales, en este caso del obispado pacense. Objeto suyo era todo lo relacionado con la moralidad de los fieles y del clero, es decir, que todo el mundo estaba en teoría sujeto a la inspección de los visitadores pastorales. Asimismo, reconocían todos los recintos que tuviesen vinculación con lo sagrado, desde parroquias o ermitas hasta conventos, capillas, oratorios particulares o hermandades.
Que detrás de las cofradías modernas había un convencimiento y una devoción profunda del pueblo es algo que hoy ya nadie duda. Por tanto, quede claro que partimos de la base que el fenómeno cofradiero fue fruto de una sociedad profundamente creyente, aunque en algunas ocasiones éste estuviese impregnado de un aire lúdico y festivo que incitaba poco a la espiritualidad.
Sin embargo, dicho esto, tampoco se puede dudar del servicio mundano que los ciudadanos obtenían de dichas corporaciones. Que uno de los fines de las hermandades de la España Moderna era el seguro de deceso es algo conocido y aceptado por la historiografía desde hace décadas. No nos cabe la menor duda que el fin primordial de ellas era, además de la veneración a una imagen titular, la asistencia a los hermanos en su enfermedad y, sobre todo, proporcionar un enterramiento digno, a ellos y a sus familias.
Casi todas las hermandades y cofradías disponían de bóveda de entierro donde sepultar a sus hermanos. Para ser inhumado en ella se requería normalmente haber sido en vida hermano de la cofradía. No obstante, dada la importancia que tenían los enterramientos para la financiación de las cofradías, había algunas que permitían el enterramiento de personas ajenas a ella, abonando previamente la cantidad estipulada.
Así, cuando fallecía un miembro, la cofradía en cuestión acudía a su entierro, portando el féretro los hermanos, y aportando los blandones para el cortejo y el estandarte de la corporación. Si el finado tenía posibilidades económicas también era frecuente que solicitase en su testamento la presencia de las demás hermandades para que acudiesen con sus respectivos estandartes y cera, a cambio de la limosna acostumbrada. Las pompas fúnebres era el último acto social del finado.

TIPOS DE COFRADÍAS
En la España moderna hubo miles de cofradías que prestaban asistencia espiritual y temporal a la mayoría de las personas. Había muy variados tipos de cofradías, hermandades y congregaciones: asistenciales, gremiales, de penitencia, rosarianas… Desde el punto de vista de la advocación, coexistían toda una gama de cofradías de santos protectores, cristíferas, marianas, sacramentales, de ánimas, caritativas, etcétera.
En cuanto a las personas que formaban parte de dichos institutos también coexistían corporaciones con muy distintas circunstancias. Lo más usual era que fuesen cofradías abiertas, es decir, que estuviesen compuestas por todo tipo de personas, de distinta condición social, de distintas edades y de ambos sexos. Sin embargo, no eran inusuales las llamadas cofradías cerradas: Cofradías gremiales, cofradías eclesiásticas, cofradías de nobles, cofradías de negros o corporaciones de mujeres. Éstas tenían su importancia pues constituían una de las pocas formas que tenía la mujer de participar en la vida pública. Por ello, jugaron un papel destacado a lo largo de la Edad Moderna. Nos referimos especialmente a las congregaciones de mujeres de la Orden Tercera que estaban formadas por personas de este sexo. En estas asociaciones religiosas era frecuente que las mujeres nombraran entre ellas a su mayordoma, hermana mayor o hermana superiora así como a los demás cargos del cabildo
A veces sencillamente estaba limitado el número total de hermanos, circunstancia que hemos verificado en varias de ellas, mientras que en otras ocasiones podía haber determinadas exigencias económicas, sociales, laborales, o incluso, étnicas.
LA SACRALIZACION DE LA CALLE
La Edad Moderna está considerada como la edad de oro del mundo religioso español. De esta época se ha dicho, con razón, que no había ningún aspecto de la vida cotidiana que no estuviese impregnado del sentimiento religioso. Ese pietismo de la sociedad se plasmó materialmente en las inmensas donaciones legadas a las instituciones religiosas que en el siglo XVI llegaron a monopolizar la mitad de las rentas no solo nacionales sino también del Imperio. Por ello, no dudamos en afirmar que las instituciones religiosas condicionaron la vida política, social, económica y cultural de las Españas.
En la sociedad actual, tan desacralizada, cuesta imaginar lo que debieron ser esas ciudades modernas con calles repletas de cruces, imágenes en las vías públicas, ermitas, oratorios, iglesias y conventos populosos, donde se desarrollaba una gran actividad económica, social y, por supuesto, religiosa. En esa sociedad, inserta en ese espíritu piadoso, las cofradías tuvieron una presencia constante en los lugares públicos, produciéndose lo que alguien llamó acertadamente una «sacralización de la calle». Continuamente se celebraban actos públicos, rosarios nocturnos, cortejos procesionales, festividades, salidas en rogativa, etcétera. A veces con grandes manifestaciones públicas de júbilo, disparando cohetes o tirando salvas de honor
El control del poder espiritual por parte de las autoridades civiles había sido una vieja aspiración de hondas raíces bajomedievales que, en el caso de España, culminaría, en el siglo XVIII con el regalismo borbónico. Aunque eran mucho menos poderosas económicamente, la Corona también mostró un gran interés por el control de las cofradías y las hermandades. Entre los muchos argumentos esgrimidos decían que estas corporaciones estaban formadas por súbditos del rey y, por tanto, solo a él competía su legalización. Ya los Austrias Mayores en el siglo XVI suprimieron los hospitales adscritos a estos institutos.
Sin embargo, sólo en el siglo XVIII, conocido como el siglo de las reformas, se generó el clima renovador adecuado para llevar a efecto una medida tan antisocial. Los ilustrados estaban totalmente convencidos de la necesidad de acabar con los excesos de las cofradías. Tampoco a la Iglesia le gustaba la falta de moralidad de algunos cofrades, el paganismo y la irreverencia de algunas de sus manifestaciones públicas y, sobre todo, el afán de independencia que mostraban muchos mayordomos.
El período comprendido entre 1750 y 1874 es denominado por los historiadores como el siglo de la crisis, pues se pretendió, al menos en teoría, frenar los excesos y la ostentación de las denominadas cofradías barrocas. Desde mediados del siglo XVIII se produjo una renovación profunda de la vieja España, que abarcó todos los órdenes de la vida política, social, económica y cultural.
Estas medias, impulsadas a fin de cuentas por los ilustrados, pretendieron ser populares, sin embargo, tuvieron el efecto contrario, pues, se ganaron la enemistad del pueblo, enquistándose la problemática desde el famoso Motín de Esquilache. En este ambiente de renovación hemos de enmarcar la Orden del Conde de Aranda para elaborar un censo de las cofradías existentes en todos los Reinos de España.
Las reformas se iniciaron en 1768 cuando se dispuso que todas las cofradías se recogiesen en sus templos antes de la caída de la noche. Aunque la medida pudiera parecer poco relevante, lo cierto es que, dada la cantidad de rosarios públicos de noche y de manifestaciones nocturnas que había, supuso una alteración radical de las costumbres cofradieras. En particular las cofradías de la Veracruz se resintieron mucho por esta disposición.
El 21 de agosto de 1770 se expidió una Real orden por la que se disponía que, cada vez que se fuesen hacer rogativas públicas, se pidiese licencia a las autoridades civiles. Asimismo, el 20 de febrero de 1777 se tomaron determinadas medidas orientadas a cuidar del comportamiento ejemplar de los hermanos durante los cortejos procesionales, suprimiéndose los disciplinantes. Poco después, y concretamente en 1780, se propuso solemnizar la fiesta del Corpus Christi, suprimiendo la tradicional tarasca, los cabezudos y otros elementos del Corpus tradicional, que lo dotaban sin duda de un aire muy folclorista.
Y finalmente, en 1783, se dispuso la desaparición de todas las corporaciones que no tuviesen algún tipo de aprobación eclesiástica o civil. Desde entonces muchas cofradías fueron languideciendo hasta su desaparición total, como ocurrió en Santander, donde las decenas de cofradías que había quedaron reducidas a una Sacramental, intitulada la Milicia Cristiana de Cristo Jesús. Posteriormente, entre 1798 y 1808, se utilizó el valioso censo de Aranda para desamortizar los bienes raíces de las cofradías, invirtiéndolos en la Real Caja de Amortización de la deuda pública, a cambio de un tres por ciento de interés anual. Y finalmente, la Guerra de la Independencia hizo el resto, pues, supuso el saqueo de los enseres de las corporaciones, así como el robo de los ajuares de las más veneradas imágenes. A mediados del siglo XIX, una vez transcurrido el llamado siglo de la Crisis, el número de corporaciones religiosas había descendido de forma notable.

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX y en lo que llevamos del XXI, las hermandades han vivido un nuevo resurgir.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
Deja una respuesta