Tras la ejecución del inca Atahualpa, se procedió a la fundición del metal precioso ofrecido infructuosamente por su rescate. La fundición del metal en barras quilatadas de oro y plata comenzó el 13 de mayo de 1533, pues el día antes fue pregonada su apertura por voz del pregonero Juan García Clemente. El fundidor sería Pedro Díaz de Rojas, un experto que Diego de Almagro había enviado personalmente desde San Miguel. También colaboraron artesanos indígenas.
El 17 de junio de 1533, más de un mes antes de la condena a muerte del inca, se procedió al reparto oficial del botín, levantando acta detallada el escribano calagurritano Pedro Sancho de la Hoz. Tras fundirlo en barras, sacado el quinto real, el oro repartido entre los presentes ascendió a 1,3 millones de pesos y más de 50.000 marcos de plata. Esa es la cifra que consta en el registro oficial, redactado, como ya hemos afirmado, por Sancho de la Hoz y que ratifican otros historiadores posteriores. Sin embargo, refleja solo una parte de lo fundido. Fray Antonio de la Calancha señaló, con bastante exageración, que lo que se ocultó fue veinte veces más de lo que se señaló en el registro oficial. Pero pese a la hipérbole es obvio que se excluyeron diversas partidas, a saber: para empezar, un buen número de piezas meritorias que se sacaron de la fundición, como un trono de oro macizo, evaluado en veinticinco mil pesos de oro, que se quedó el gobernador. Tampoco se contabilizaron los 15.000 pesos de oro que el trujillano mandó extraer para los treinta enfermos que quedaron en San Miguel o los ocho mil que se apartaron para entregárselos a Hernando Pizarro que fue a explorar las cosas de la tierra. Asimismo, quedaron sin registrar los 100.000 ducados que se reservaron para Diego de Almagro y sus hombres. Y finalmente hay que añadir que en general, según Pedro Cieza, todo el oro se quilató a la baja, de manera fraudulenta, para eludir el fisco. Realmente, el fraude y la ocultación de capitales fue algo habitual en toda la conquista, y la del Perú no fue una excepción. Por tanto, queda claro que las cifras ofrecidas son las declaradas oficialmente, pero es seguro que la cuantía real debió ser muy superior.
El gobernador autorizó el regreso de los enfermos, los envejecidos o de aquellos que tenían alguna lesión que les impedía seguir en la brecha. En total fueron unos sesenta, es decir, la tercera parte de los participantes en la celada de Cajamarca. No había demasiado problema pues el metal precioso de Cajamarca hizo de efecto llamada y en los meses y años posteriores llegaron pobladores de todos los confines del imperio.
A la mayoría de los retornados les fue bastante mejor entre otras cosas porque en España la depreciación de la moneda fue más paulatina. Por ello, un simple soldado como Juan Ruiz pudo vivir en Alburquerque (Badajoz), rodeado de toda una corte de escuderos, criados, pajes, lacayos, esclavos y paniaguados. Por su parte el trujillano Pedro Barrantes, caballero en Cajamarca, regresó a su ciudad natal en 1534, adquiriendo una regiduría y el señorío de la Cumbre que heredó su hijo Juan de Barrantes. También el malagueño Ginés de Carranza regresó con Hernando Pizarro portando una gran fortuna. Aunque en 1534 otorgó testamento y codicilo por estar enfermo sobrevivió finalmente, y en 1537 era regidor del ayuntamiento de Granada. Dedicó su fortuna a comprar cargos como los de regidor de Granada, alcaide de la fortaleza de Nerja o Corregidor de Loja, adquiriendo asimismo un hábito de la Orden de Santiago. Se inhumó hacia 1570 en la capilla de Nuestra Señora de la Antigua de la iglesia conventual de San Jerónimo de Granada.
Menos suerte tuvo el segureño Diego Mexía, que llegó a Sevilla a primeros de 1534 y aunque era muy joven apenas pudo disfrutar unos años de su fortuna, pues falleció sin descendencia a primeros de abril de 1540. Peor aún le fue a Juan García de Santa Olalla, pues la nao San Médel en la que regresaba fue asaltada y saqueada por los corsarios. Dada la situación de indigencia en la que quedó, decidió regresar a Nueva Castilla, aunque la suerte no le volvió a sonreír. Otros regresaron, unos años después, tras las fundiciones de Cusco y Jauja, como el florentino Francisco Neri, que en 1536, vino a España con una gran cantidad de metal precioso y esmeraldas. Era otro de esos peruleros, esos hombres regresados del Perú con enormes fortunas.
En pocos años, el metal precioso pasó de las manos de estos guerreros, que tanta sangre habían derramado para conseguirlo, a los negociantes, comerciantes y mercaderes que no tardaron en inundar los mercados europeos de efectivo, engordando y espoleando al propio sistema capitalista. Ocurrió lo de siempre, es decir, que las huestes fueron sólo los peones del sistema; ellos se jugaron la vida, sufriendo para colmo el juicio de la historia, mientras que oportunistas, burócratas y financieros se quedaban con la fortuna y además con la conciencia tranquila. Una constante en la historia que sigue ocurriendo en pleno siglo XXI.
PARA SABER MÁS:
Esteban Mira Caballos. Francisco Pizarro. Una nueva visión de la conquista del Perú. Barcelona, Editorial Crítica, 2018.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
jose carlos vilcapoma dice
Una de las mejores biografías sobre Pizarro. Sin apasionamientos, ni leyendas negras ni rosas.