
Desde 2008 estamos asistiendo a la mayor crisis global del capitalismo en sus varios siglos de existencia. Éste sistema se ha caracterizado siempre por las crisis periódicas, pero todo parece indicar que la actual no es una más, sino la última, es decir, el inicio de la agonía de un enfermo terminal que tiene los días contados. La actual crisis del coronavirus, no solo es sanitaria sino que va a afectar profundamente al propio sistema económico. Y es que el capitalismo neoliberal, una especie de totalitarismo económico como afirma Juan Pedro Viñuela, nos está llevando a un callejón sin salida, es decir, a altas cotas de desigualdad en el mundo y al agotamiento de los recursos. Es obvio que las reservas naturales del planeta son limitadas mientras que el capitalismo se basa en el consumo ilimitado, un modelo absolutamente insostenible que nos terminará pasando factura. La subida especulativa de los precios de los alimentos, así como el cambio climático pueden provocar gravísimos daños en un futuro no muy lejano.
La globalización ha provocado que la crisis se haya extendido a nivel planetario, afectando no solo a los países desarrollados sino muy especialmente a los subdesarrollados. Es paradójico que la globalización haya mundializado los males de las economías desarrolladas pero no su estado del bienestar, pues la brecha entre el Norte y el Sur es cada vez mayor. Y como ha advertido Josep Fontana, esto no es fruto de la casualidad sino de la imposición de unas reglas comerciales desventajosas para los segundos. Para colmo la crisis de Occidente está paralizando o disminuyendo las ayudas al desarrollo, a la par que suben peligrosamente los precios de los alimentos. Según la F.A.O., en el África Subsahariana casi la mitad de la población vive al límite de la subsistencia por lo que, con el encarecimiento del precio de los alimentos básicos, se puede generar un auténtico drama alimentario. Ello justifica la proliferación en los últimos tiempos de motines, revoluciones y protestas populares que amenazan la estabilidad de muchos gobiernos, la mayoría de ellos tiránicos u oligárquicos.
Por otro lado, según Slavoj Zizek, en el capitalismo la violencia no es puntual ni esporádica sino sistémica, es decir, forma parte del sistema productivo y de las relaciones de dominación del capitalismo. Más allá de la violencia física y pública existe otra más profunda, anónima e invisible que genera excluidos sociales, desigualdades y dramas. Millones de personas han quedado en el camino desde la aparición de la idea de progreso, allá por los orígenes del capitalismo. Lo mismo las conquistas del siglo XVI que el Imperialismo de los siglos XIX y XX han generado grandes dramas que la población percibe como el necesario peaje del progreso. Y para colmo, la globalización ha demostrado la capacidad del capitalismo para adaptarse a todo tipo de civilizaciones. Desgraciadamente la mayor parte de los seres humanos llevan dentro un deseo ilimitado que les hace estar siempre insatisfechos con lo que tienen y pedir siempre más. Eso provoca una patológica rivalidad y a la postre, en muchos casos, violencia. Por eso está claro, como bien indica el autor, que lo ilimitado está relacionado con el mal y lo limitado, lo finito, incluida la capacidad de morir, con el bien. Las exclusiones, la pobreza y las desigualdades cada vez mayores entre Norte y Sur han provocado la arribada masiva de inmigrantes a las fronteras de Occidente que ha optado por atrincherarse, dejando entrever su propio fracaso. Y digo que su fracaso porque han sido ellos mismos los que han generado millones de desplazados en el mundo. Evidentemente, la solución no debería ser la construcción de muros sino ofrecerles las condiciones socioeconómicas adecuadas para que esos inmigrantes no tengan que abandonar su país.
Hoy está claro que el líder del capitalismo en su tramo final va a ser China, cuyo P.I.B. ha superado ya al de los Estados Unidos de América. El epicentro del mundo ha basculado ya desde el Atlántico al Pacífico, donde se ubican grandes economías como la China, la japonesa y algunas emergentes como la india, la coreana, la tailandesa, la taiwanesa, la malaya, etc. En realidad no se trata más que de un retorno pues ya en el siglo XI, China fue el centro del mundo, con una civilización que aportó innovaciones como el papel, la imprenta, la pólvora, la seda, la brújula, la porcelana, etc. Se espera que para el 2020, el P.I.B. de China suponga ¡el 20 por ciento! del mundial y su fuerza laboral signifique la cuarta parte del mundo. Todo el Pacífico junto superará el 40 por ciento del P.I.B. mundial. Pero el potencia que tiene el país supera sus fronteras; hay millones de chinos repartidos por todos los países del mundo que se siguen identificando con la madre patria, pese a haber nacido en otros países. Hace unos meses el presidente del país más rico del mundo dijo que si algún descendiente de chinos, estuviese en el lugar que estuviese, dudaba de su identidad “que se mirase a un espejo”. Los occidentales se integran sin dificultad en cualquier otro país, pero los chinos nunca dejan totalmente de ser parte de su gran patria.

Las consecuencias son todavía imprevisibles. Respecto a Occidente está claro que va camino de convertirse en la periferia. En el caso de España no solo estamos en la periferia de la periferia –Alemania, Francia y Gran Bretaña- sino que estamos cautivos del capital chino, que ha adquirido casi el 20 por ciento de nuestra deuda. La puesta a la venta de la deuda española comprada por el país asiático supondría un incremento tal de la prima de riesgo que nos llevaría a la quiebra en pocos meses. Por ello, España no puede más que obedecer al amo sin rechistar.
Pero por muy comunista que sea en teoría el gobierno de China hay otros problemas que no podemos dejar de señalar aquí: primero, su modelo de crecimiento ha priorizado exclusivamente el crecimiento, sin tomar ningún tipo de medidas medioambientales. China ha imitado el peor modelo desarrollista occidental, con las consecuencias catastróficas que eso puede tener para el medio ambiente en unos momentos en los que tanto se habla de controlar las emisiones de gases de efecto invernadero. Y segundo, su modelo de crecimiento está generando enormes desigualdades sociales, que a la larga pueden provocar graves disturbios sociales. No queda nada ya del viejo sueño comunista. Y el problema es que en China vive casi la sexta parte de la población mundial, millones de personas que pueden ver empeoradas sus condiciones de vida por la concentración de la riqueza en pocas manos.
La premonición del siempre lúcido Napoleón Bonaparte está a punto de convertirse en realidad: “cuando China despierte, el mundo temblará”. Pues el país más poblado del mundo, con más de 1.340 millones de habitantes, ya ha despertado, y las consecuencias para nuestro mundo todavía son impredecibles.
COLAPSO CIVILIZATORIO
El colapso civilizatorio llegará antes o después, quizás en pocas décadas. Progresivamente se irán agotando los recursos energéticos y minerales, aumentando las luchas por las pocas reservas que vayan quedando. En un ambiente de precariedad económica para cientos de millones de familias de todo el mundo, es posible que los regímenes políticos democráticos desaparezcan para dar lugar a otros totalitarios. Y no sólo en el Tercer Mundo sino también en Occidente. En este sentido, Tzvetan Todorov ha advertido en una reciente entrevista que estamos a pocos lustros del retorno de los totalitarismos a una Europa que erróneamente se cree vacunada frente a ellos. Y ante todo este problema que se nos avecina, ¿qué soluciones están dando los grandes poderes mundiales? Pues poca cosa, entre otros motivos porque parten de la base de negar que se trate de una crisis sistémica. Y siendo el diagnóstico erróneo, simplemente se limitan a colocar parches para que el sistema siga funcionando, aunque sea defectuosamente. Y lo peor de todo es que el remedio está consistiendo en una restricción progresiva de los gastos en servicios sociales. Es decir, más de lo mismo, más capitalismo y más neoliberalismo. Unas políticas que, a corto o medio plazo, terminarán desmontando el estado del bienestar que hasta estos momentos había sido uno de los signos de identidad de la vieja Europa. Un estado social que, como afirma Domenico Losurdo, no ha sido fruto del liberalismo como piensa la mayoría. En realidad, estos avances sociales no han sido una concesión graciosa de la élite dirigente –la burguesía- sino fruto de la larga lucha de clases que se inicia fundamentalmente a parte de la revolución rusa de 1917. Desde la caída del muro de Berlín, y tras el desprestigio de la praxis marxista, esta última ideología ha perdido fuerza lo que ha aprovechado la ideología liberal para acabar con el estado del bienestar. Si nada ni nadie lo remedia vamos a asistir en los próximos lustros al fin del estado social y a la vuelta de las grandes desigualdades sociales. La clase media se reducirá drásticamente, al tiempo que aparece una extensa prole de trabajadores pobres que ni aun trabajando conseguirán satisfacer sus necesidades más perentorias.

Yo creo, de acuerdo con Eric Hobsbawm, que es necesario releer al filósofo alemán Karl Marx si no para aplicar su doctrina, al menos para inspirarnos en su filosofía. Todavía en pleno siglo XXI nos puede ofrecer algunas de las claves necesarias para superar la grave situación en la que estamos inmersos. Antes o después, el capitalismo se autodestruirá y, cuando esto ocurra, será necesario tener muy presente sus ideas de justicia social. Sin duda, Marx acertó de pleno cuando destacó las contradicciones del sistema, aunque se equivocó cuando sostuvo que sería la revolución proletaria la responsable directa de su caída. No parece que vaya a ser así; el capitalismo caerá fruto de sus propias contradicciones internas. Nada nuevo, pues ya Inmanuel Wallerstein explicó hace casi cuatro décadas, que el propio sistema capitalista generaba un núcleo de países desarrollados cada vez más rico y una periferia cada vez más pobres. A largo plazo, el sistema ha desarrollado unas desigualdades inviables.
EL MUNDO DESPUÉS DEL CAPITALISMO
El hundimiento de la URSS y la caída del Muro de Berlín, así como el crecimiento económico de los años noventa del pasado siglo, parecía indicar el triunfo definitivo del capitalismo. En realidad, aunque muchos se empeñaran en hablar de la muerte de Marx, lo que había desaparecido no era el pensamiento marxista sino la praxis burocratizada soviética y la de los países de su órbita. Sin embargo, desde finales del siglo XX y, sobre todo a raíz de la grave crisis desencadenada desde el año 2008, lo que sí se está vislumbrando es el inicio del fin del capitalismo, el sistema que ha regido los destinos de buena parte del mundo desde hace varios siglos.
Las perspectivas son verdaderamente funestas; en algunas décadas el sistema quedará colapsado. Habrá luchas pavorosas por las pocas reservas de energías fósiles que vayan quedando en el planeta. El cambio climático originará desastres naturales, especialmente en las áreas subtropicales y ecuatoriales. En los países pobres aumentará la crisis alimentaria, mientras que en el Primer Mundo el estado del bienestar quedará desmontado en pocos años y la clase media se verá empobrecida.
¿Hay alternativa a estos aciagos presagios? En estos momentos parece difícil porque hay un grave problema que subyace a la crisis económica y que, probablemente, está en el origen de todos los males: la ambición patológica del ser humano, aderezada por la actual crisis de valores de buena parte de la población. Todavía la humanidad se encuentra a la espera de una revolución ética, de la misma magnitud que la tecnológica. Un vuelco en la conciencia que nos permita superar, después de varios milenios de historia, la miseria moral del ser humano. No se trata de ninguna idea nueva, pues ya Aristóteles, indicó que el desarrollo de la conciencia ética era el único camino factible para alcanzar la felicidad. Una felicidad que ha brillado por su ausencia a lo largo de la historia, precisamente por la inexistencia de esa ética. Nada tiene de particular que en el primer tercio del siglo XIX un filósofo afirmase certeramente que la felicidad eran páginas en blanco dentro de la Historia. Lo cierto es que, una vez desencadenada dicha revolución, sobre esa nueva ética colectiva, sería factible un cambio de rumbo, estableciendo un nuevo sistema sobre la base de cinco pilares:
Primero, la instauración de democracias participativas, con listas abiertas, con partidos que funcionen de abajo arriba y no al revés. Asimismo, se deberían implantar leyes electorales que otorguen el mismo valor a todos y cada uno de los votos emitidos por los ciudadanos. Los movimientos populares, iniciados en el mundo árabe, y continuados en algunos países occidentales, como el 15M, pueden abrir brecha en ese sentido.
Segundo, el cosmopolitismo que debería sustituir al nacionalismo y al patrioterismo. No en vano, el nacionalismo exacerbado ha sido una de las peores lacras del mundo contemporáneo, siendo responsable de la casi todas las guerras internacionales y los genocidios. En cambio, el cosmopolitismo genera lo contrario, es decir, inclusión, pues parte de la base solidaria de que todos somos integrantes del cosmos. No es tan difícil concienciarnos de que antes que europeos, africanos, americanos o asiáticos, somos ciudadanos del mundo, pasajeros de un navío llamado Tierra.
Tercero, la redistribución de la riqueza a nivel mundial que debería sustituir a la actual división desigual del comercio y al concepto de la acumulación capitalista. El control o la supresión de las multinacionales, así como de los organismos económicos internacionales que las amparan, sería un buen punto de partida. No es tolerable que casi mil millones de seres humanos estén pasando hambre en el mundo, mientras que una buena parte de la población del Primer Mundo sufre problemas de sobrealimentación.
Cuarto, una disminución drástica del consumo superfluo, lo que provocará un decrecimiento sostenible. El futuro de la humanidad pasa necesariamente por el final de la era consumista, provocada por el propio sistema capitalista que alienta al consumo, con masivas campaña mediáticas y publicitarias.
Y quinto, una concienciación ecológica real que nos permita respetar el planeta en el que vivimos. Desde el Neolítico se inició una depredación del medio que ha continuado hasta la Edad Contemporánea, cuando ésta ha alcanzado niveles verdaderamente inasumibles. Si queremos sobrevivir como especie, necesitamos recuperar la armonía con la madre naturaleza.
Unos principios que más o menos se integran en la propuesta ecosocialista, un sistema aún no ensayado que se basaría, por un lado, en el decrecimiento sostenible y, por el otro, en la redistribución de la riqueza a escala planetaria.
¿Son utópicos estos planteamientos? Obviamente sí, entre otras cosas porque en estos momentos estamos lejos de esa necesaria revolución ética. En estos momentos el éxito de este proyecto, o de cualquier otro alternativo, es impensable porque debería ir precedido de una revolución ética. Tras la crisis económica subyace un déficit crónico de valores; ya no quedan ideologías, ni vocaciones profesionales, ni soñadores. El mundo está vacío, lleno de gente desilusionada que, en el mejor de los casos, sólo busca ganar lo suficiente para satisfacer su afán consumista. En estas circunstancias es difícil el cambio, pero, habrá que tener esperanza. Nadie dijo que sería fácil sino todo lo contrario. El camino será extremadamente duro pero, antes o después, nos veremos obligados a recorrerlo, con mayor o menor sufrimiento por parte de la humanidad.
Pero el mundo no necesita pesimistas sino todo lo contrario. Ya Karl Marx revisó la historia de la humanidad no sólo con la idea de reinterpretarla, sino también con la intención de influir en el cambio. Si los millones de descontentos, que proliferan por doquier en el mundo, tanto en el Norte como en el Sur, asumieran estos principios esenciales, se sentarían las bases de una nueva era para la humanidad. En medio de la actual zozobra, cada vez somos más los que pensamos que es posible un mundo sin guerras, sin esclavos, sin diferencias de clase, sin totalitarismos, sin mafias y sin millones de hambrientos. La actual crisis podría despertar la conciencia colectiva de la clase trabajadora que se ha mantenido aletargada en las últimas décadas.
El ser humano ha sido capaz de lo mejor y de lo peor, moviéndose siempre entre la razón y la locura. En unas circunstancias puede convertirse en el ser más perverso de la Tierra, pero en otras puede obrar el milagro de la reconducción de su propia existencia. No nos queda otra cosa que lo de siempre: la esperanza. ¡Suerte!
PARA SABER MÁS
FERNÁNDEZ DURÁN, Ramón: La quiebra del Capitalismo Global: 2000-2030. Preparación para el comienzo del colapso de la Civilización Industrial. Madrid, Virus, 2011.
FONTANA, Josep: Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945. Barcelona, Pasado & Presente, 2011.
FROMM, Erich: Anatomía de la destructividad humana. Madrid, Siglo XXI, 1981.
GHIGLIERI, Michael P.: El lado oscuro del hombre. Barcelona, Tusquets, 2005.
HOBSBAWM, Eric: Cómo cambiar el mundo. Marx y el marxismo 1840-2011. Barcelona, Crítica, 2011.
REINERT, Eric S.: La globalización de la pobreza. Barcelona, Crítica, 2007.
STIGLITZ, Joseph: Free Fall: Free Markets and the Sinking of the Global Economy. Londres, Allen Lane, 2010.
TAMAMES, Ramón: China 2001: la cuarta revolución. Madrid, Alianza Editorial, 2001.
VIÑUELA, Juan Pedro: Escritos desde la disidencia. Villafranca de los Barros, Imprenta Rayego, 2011.
WALLERSTEIN, Inmanuel: The Modern World-System. Nueva York, 1974.
ZIZEK, Slavoj: Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Barcelona, Paidós, 2009.
Excelente.
Y sí, cuando llegue ese momento, si todavía hay tiempo, volverá la mirada hacia el Creador.
Como siempre, en emergencias y desesperanzas, ¡oh, hombre!