
En los territorios coloniales, el objetivo siempre fue que la defensa se costease de las rentas que cada uno de ellos producía. También Portugal, durante los años que estuvo anexionada a España, debía financiar su propia salvaguardia costera, así como sus presidios y armadas. Había territorios, como la isla de Cerdeña, que no ofrecían ingresos a la Corona porque todas sus rentas se gastaban en su propia defensa. Sin duda, un gran esfuerzo económico pero parecía coherente que la defensa de las colonias o del imperio portugués se financiase de sus propias rentas.
Ahora bien, según el derecho medieval castellano sólo el monarca podía construir fortalezas y nombrar alcaides. Sin embargo, en el caso de las colonias americanas con frecuencia delegó esta facultad en capitanes generales y adelantados. En cuanto a la estrategia, hubo claramente una política de sostenibilidad del sistema: primero, solo se fortificarían los grandes enclaves coloniales, aquellos que eran estrictamente necesarios para garantizar el control de las remesas de oro y plata americana, cuya principal interesada era la misma institución. Y segundo, todas las colonias debían autofinanciarse, a través de impuestos propios. La mayor parte de estas fortificaciones y su sostenimiento se financiaron del situado, es decir, de unas partidas de dinero de la hacienda real indiana que se destinaban a sufragar gastos de la administración colonial. Dicho numerario se uso con frecuencia para financiar la defensa, desde las construcciones militares a los salarios de los militares de las principales guarniciones. Aunque a fin de cuentas era dinero de menos que recibía la Corona tenía la ventaja de que evitaba la salida de capital de la Península, favoreciendo la autofinanciación de las colonias. Mediante el situado se financiaron las principales construcciones defensivas indianas, como las de Portobelo, Veracruz, o La Habana. Gracias al propio metal precioso americano, se construyó a lo largo del siglo XVI una amplia red de plazas bien fortificadas. No obstante, el situado fue la principal fuente de financiación de la defensa pero no la única, pues también se destinó la sisa, un gravamen variable y eventual similar a un arancel que los cabildos locales solían imponer a la entrada en la ciudad de algún producto.
Hubo reclutas realizadas en Castilla para el envío a los presidios y fortalezas indianas, pero tan mal pagadas que muchos las aceptaban con el objetivo de desertar y obtener pasaje gratuito a las Indias. Por lo general, siempre adolecieron de guarniciones adecuadas para garantizar la defensa. Y ello ¿Por qué motivo? ¿Se desconocía la necesidad de soldados? ¿Se infravaloraba la ofensiva corsaria? Pues no, nada de eso, la necesidad de proteger tanto la Península como los territorios coloniales fue una de las mayores preocupaciones de la administración de los Habsburgo. El problema era simple y llanamente económico; el sostenimiento de amplias guarniciones militares en cada plaza era absolutamente inviable desde el punto de vista económico no sólo para el Imperio español sino para cualquier otra potencia de su tiempo. Por poner un ejemplo significativo, solamente el mantenimiento de un capitán y 50 soldados en la fortaleza de San Juan de Puerto Rico costaba más de dos millones y medio de maravedís. Asimismo, en 1590, se estimó que sólo en salarios se gastaría en el mantenimiento de una guarnición de poco menos de 300 hombres en la fortaleza de La Habana más de 13 millones de maravedís anuales, mientras que los 244 soldados destinados en las fortalezas de Cartagena costaban al fisco más de 8,5 millones. Y por poner un último ejemplo, los 409 soldados que había en la isla de Cuba en 1612 costaban a la hacienda pública más de 160 millones de maravedís, abonados del situado de Nueva España. Su alto coste provocó que muchas fortalezas indianas en la primera mitad del siglo XVI mantuviesen guarniciones inferiores al medio centenar de hombres. Con tan pobres destacamentos era imposible asegurar ninguna plaza, pues un solo galeón enemigo podía disponer de medio centenar de cañones y 600 hombres. Pero tan sólo el mantenimiento de este pequeño contingente de soldados en todas las ciudades y villas del Imperio habría supuesto un desembolso económico inasumible para la Corona.

Por todo ello, en el siglo XVI se pensó que la única forma viable de garantizar la defensa costera era movilizando a la población cada vez que las circunstancias así lo requerían. No es de extrañar que la mayor parte de la tropa estuviese formada por encomenderos y hacendados. Los primeros estaban obligados por ley a prestar contraprestaciones militares, es decir, debían poseer armas, y en los casos de encomenderos con más de medio millar de indios, caballo, y acudir tanto a los alardes como, en caso de ataque, a la defensa del reino. La no comparecencia podía acarrear, al menos en teoría, la pérdida de su encomienda. Por ejemplo, cuando a principios de 1523 se construyó la fortaleza de Cumaná, se destinaron 900 pesos al año como salario del alcaide, Jácome de Castellón y de una guarnición de ¡nueve hombres! Se entendía que se trataba de un retén de vigilancia y que, llegado el caso, debían ser las milicias locales quienes debían defender su propio territorio. Así, lo dispuso Hernán Cortés en sus ordenanzas militares de 1524, aunque sobre todo pensando en un posible alzamiento indígena. En el caso de Puerto Rico, la Corona compelía a los vecinos a que fuesen permanentemente armados y a caballo. En el importante enclave de Cartagena de Indias hasta después del asalto de Drake de 1586 no hubo ninguna guarnición militar. Ya en 1541, ante los rumores de un asalto corsario, el gobernador Pedro de Heredia se presentó en Cartagena y convocó un alarde en la plaza principal para que todos los españoles varones se presentasen con sus armas, los de a caballo a caballo y los de a pie, a pie. Ante la sorpresa del propio gobernador, muchos encomenderos ni siquiera acudieron al alarde, pese a que estaban obligados por ley. Por ello, el corsario francés Roberto Baal no tuvo problemas para asolar y saquear la ciudad con una pequeña escuadra compuesta por cuatro naves y 450 hombres. Pero, en las décadas posteriores la situación no cambio; Cartagena en esta época ni dispuso de fortalezas ni tampoco de guarnición militar. La defensa se confió exclusivamente a los vecinos quienes defendían la tierra, sirviéndoles además la posesión de arma y caballo como un elemento diferenciador de un alto status social. En la tardía fecha de 1650 la defensa de Jamaica se limitaba a medio millar de milicianos, encuadrados en seis escuadrones de infantería y uno de caballería, lo que facilitó su ocupación por los ingleses cinco años después. Con frecuencia estos hacendados, estancieros y dueños de ingenios acudían acompañados de su servidumbre, tanto indios como negros. Ya en la primera batalla naval de la Historia de América, librada en las costas de Nueva Cádiz de Cubagua, en 1528, varias decenas de canoas, una carabela y un bergantín se enfrentaron al galeón de Diego Ingenios que disponía de 45 cañones. Tras una dura resistencia en la que los flecheros indios causaron auténticos estragos, el corsario decidió retirarse en busca de objetivos más asequibles. La primera batalla naval indiana se decantó a favor del Imperio gracias a las tropas auxiliares indígenas.
Un caso muy diferente y quizás excepcional fue el de Flandes, cuyo mantenimiento dentro del Imperio supuso una verdadera sangría para Castilla. De ahí el proyecto reformista de 1620 en el que se planteó una Unión de Armas en la que los propios católicos flamencos costeasen la defensa.
Sin embargo, en líneas generales no creo que podamos hablar de ineficiencia, teniendo en cuenta que lo esencial del Imperio se mantuvo hasta principios del siglo XIX. España tenía dos graves problemas: uno, dificultades –a veces asfixiantes- de financiación, y segundo, un débil poblamiento, que le mantuvo a lo largo de la Edad Moderna entre los ocho y los diez millones de habitantes. Las expulsiones de las minorías étnicas, el gran número de religiosos y la emigración a las Indias lastraron continuamente el crecimiento demográfico. Por tanto, había escasos recursos financieros y graves dificultades para hacer reclutas. Sin embargo, en mi opinión, pese a estos dos serios problemas, la Monarquía Hispánica consiguió mantener un sistema defensivo más o menos sostenible económicamente y moderadamente eficaz. A nivel terrestre se fortificaron puntos estratégicos, casi todos ubicados en el inabarcable perímetro costero del Imperio, mientras que la defensa naval corrió a cargo de varias armadas situadas estratégicamente. Todos colaboraron en la financiación: concejos, órdenes militares así como todos los estratos sociales, desde los nobles a los comerciantes, pasando por la propia minoría morisca hasta su expulsión. Todos se beneficiaban de la defensa y todos debían sufragar su mantenimiento. No se pudieron evitar sonadas derrotas y saqueos de puertos, pues era imposible predecir dónde y cuándo atacaría el enemigo. Pero los Habsburgo consiguieron mantener lo esencial de su territorio, con pérdidas muy marginales como la parte noroeste de la Española o Jamaica y mantener el control de las rutas oceánicas por donde llegaban las remesas de oro indiano. En la financiación del entramado defensivo colaboraron todos: cada uno de los reinos financiaba su propia defensa, mientras que los comerciantes, a través de la avería y otras derramas cedían una parte de sus ingresos en la defensa de las rutas de la Carrera de Indias y de los principales enclaves donde recalaban las flotas.

Para concluir, permítame el lector insistir en mi hipótesis: pese a las dificultades extremas por las que atravesó el Imperio, el sistema defensivo, tanto terrestre como naval, funcionó razonablemente bien. Y digo más, precisamente, y al contrario de lo que se suele decir, ese fue a mi juicio el mayor mérito de la España Imperial. Otra cosa bien distinta es que precisamente esos excesivos gastos militares a los que tuvo que hacer frente la monarquía, y que en parte pudo haber evitado, terminaron empobreciendo a los reinos peninsulares. Como escribió Antonio Miguel Bernal, las remesas de metal preciosos que pudieron emplearse en inversiones productivas, terminaron pagando los ejércitos de mercenarios que debía mantener en diversas partes del Imperio.
PARA SABER MÁS
BERNAL, Antonio Miguel: “España, proyecto inacabado. Costes/beneficios del Imperio”. Madrid, Marcial Pons, 2005.
MARCHENA FERNÁNDEZ, Juan: “Ejército y milicias en el mundo colonial americano”. Madrid, MAPFRE, 1992.
MIRA CABALLOS, Esteban: Defensa terrestre de los reinos de Indias, en “Historia Militar de España” (Hugo O’ Donnell, dir.), T. III, vol. I. Madrid, Ministerio de Defensa, 2012.
—– La relación coste/eficacia en la defensa de la España Imperial, “Revista de Historia Militar” Nº 118. Madrid, 2015.
QUATREFAGES, R.: “La Revolución Militar Moderna. El crisol Español”. Madrid, Ministerio de Defensa, 1996.
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