Esteban Mira Caballos

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ESPÍAS Y ESPIONAJE EN EL IMPERIO HABSBURGO

12:43 por administrador1 Dejar un comentario

El estudio de la inteligencia española -ya se llamaba así en la época- durante el Imperio Habsburgo, tiene ya una cierta trayectoria, desde los pioneros trabajos de Miguel López del Campillo, Carlos Carnicer, Javier Marcos y José M. Floristán, entre otros. Aun así, es una línea de investigación a la que le queda mucho recorrido, sobre todo por las dificultades que entraña el hecho de que fuese una actividad oculta. Por eso, los documentos más sensibles se eliminaban o encriptaban y los pagos se hacían en B, sin que conste una contabilidad de los emolumentos desembolsados a espías e informantes. Por todo lo dicho, siempre es bienvenido este nuevo título Espías del Imperio (Espasa, 2021) escrito por el erudito Fernando Martínez Laínez.

Los servicios secretos han existido siempre desde las primeras civilizaciones. En la Península Ibérica están bien documentados en el siglo XV, en todos los reinos, lo mismo en el de Castilla que en el de Aragón, Portugal, Navarra o el Nazarí. Los Reyes Católicos dispusieron de una completa red de informantes, dependiente del Consejo Real. Sin embargo, fue a partir de la época del emperador Carlos V cuando el Imperio Habsburgo, como potencia hegemónica, dispuso de los servicios secretos más complejos e importantes de su tiempo. No solo se prestaban servicios de espionaje sino también de contraespionaje. Casi todos los países del mundo tenían informantes y espías dentro del Imperio Habsburgo.

El mantenimiento de las armadas del imperio y de los tercios eran solo la punta del iceberg de toda una compleja red de burócratas, entre los que se contaban los espías. Se trataba de una compleja red de informadores, ubicados muy especialmente en Portugal, Francia, Inglaterra, Holanda, el Vaticano, el norte de África y Turquía. También hubo confidentes en lugares tan lejanos como Armenia, Persia o Japón. No solo se pagaba a personas de plantilla sino a un sinnúmero de informantes ocasionales, captados entre los súbditos de otros países. Había diplomáticos, pero también militares, marineros, viajeros, religiosos y sobre todo comerciantes. Un verdadero ejército en la sombra, complementario al que combatía en tierra y en el océano.

Además, había que pagar también a los correos, es decir, a aquellos que llevaban las cartas desde los espías hasta el Consejo de Estado. Obviamente, eso podía dar lugar a corruptelas, creadas para el enriquecimiento personal. Es bien conocido el caso de Antonio Pérez (1540-1611) que, con los fondos reservados, creo todo un entramado basado en el clientelismo para enriquecerse personalmente.

La monarquía era consciente que la hegemonía solo se podía mantener con el dominio del mar y con la acción de unos eficaces servicios de información. Felipe II quería saber lo que se cocía en todos los rincones del mundo. De la buena información que le llegaba dependía la toma de decisiones. Como ha ocurrido siempre, la información era poder. El que se hacía con información contrastada y de calidad podía monetizarlo fácilmente, ofreciéndolo a los servicios secretos del país que más le interesara. España gastaba mucho dinero en mantener toda una cohorte de embajadores, espías, informantes de plantilla y ocasionales.  Como dice el autor, ningún país dedicó tantos recursos económicos y humanos al espionaje. Tanto fue así que el propio Felipe II se lamentó en varias ocasiones del fuerte desembolso que debía hacer.

La obtención de información fiable ahorraba mucho coste económico y humano al imperio. Dicho a la inversa, una información no contrastada podía generar cuantiosos gastos en balde. Por ello, los espías buenos, como el conocido Aurelio de Santa Cruz, que a su vez llegó a tener en nómina a 112 informantes, cobraban grandes sumas de dinero. Pero él lo justificaba porque con sus informaciones de calidad sobre los movimientos del imperio otomano, el Imperio obtenía grandes beneficios, minimizando pérdidas y fracasos. Pese a todo, no disponemos ni siquiera de una cifra aproximada del desembolso que supuso los gastos en espionaje. Se trataba de fondos reservados, de dinero secreto de los que no había justificante de pago.

Se celebraba mucho la captura de un barco correo enemigo, analizándose con detalle la correspondencia. Así, por ejemplo, en 1637 se informó de la captura de un correo francés por la Armada de Flandes, resaltando que se han descubierto grandes cosas.

Desde 1599, España fue el primer país del mundo en disponer del cargo de espía mayor, que se encargaba de coordinar todos los servicios de inteligencia del Imperio, dando cuenta al Consejo de Estado. Sin embargo, una pieza esencial en el engranaje de la inteligencia lo constituían los embajadores, una de cuyas misiones era proporcionar información fiable del país en cuestión. La línea de separación entre un embajador y un espía era muy difusa. Todos los embajadores eran espías, aunque no todos los espías eran embajadores.

En el Archivo General de Simancas se conservan algunos documentos cifrados, usados por estos espías para evitar que información sensible cayera en las manos equivocadas. Habitualmente se sustituían letras, sílabas o palabras por otros signos o números, arábigos o romanos. Así, por ejemplo, el doctor Rodrigo González de la Puebla, mantuvo una extensa correspondencia cifrada con los Reyes Católicos. Según el autor, el cifrado de González de la Puebla incluía 2.400 palabras que se reemplazaban por guarismos romanos.

Documento encriptado del Archivo de Simancas

Pese a la enorme inversión del Imperio en espionaje y contraespionaje hubo errores que provocaron, por ejemplo, el desastre en la campaña de Argel (1541). Previamente había habido intentos de sobornar a Jairedín Barbarroja y al gobernador de Argel, Hassán Bajá, que simularon estar pensándoselo, algo que creyeron ingenuamente los españoles. La resistencia fue mucho mayor de lo esperada, aunque Barbarroja tardó demasiado en llegar, y de haberlo hecho, con toda probabilidad hubiesen capturado incluso a Carlos V. También hubo errores de contraespionaje en el fracaso de la Gran Armada de 1588, pues Gran Bretaña estuvo al tanto de todos los movimientos de la escuadra desde el primer momento. Hoy sabemos que en Londres se recibía información puntual, detallada y veraz de todos los preparativos de la Gran Armada y de todos y cada uno de los pasos que se daban. Los ingleses conocían detalladamente el número de navíos, de hombres y de artillería con el acudían los españoles a la contienda. Eso, sumando a otras circunstancias, incluida la climática, llevaron a uno de los fracasos más sonados y conocidos de la hueste naval del imperio.

En el libro se trazan un buen número de biografías de espías y diplomáticos españoles de los siglos XVI y XVII. Algunas son verdaderamente apasionantes, como la del conquense Luis Valle de la Cerda que como criptoanalista era capaz de descifrar cartas encriptadas de los enemigos de España. Como premio por sus servicios Felipe II lo nombró contador mayor de la Santa Cruzada.

Estos pocos párrafos constituyen unos apuntes someros de la extraordinaria información que contiene este libro, cuya lectura recomendamos.

Es reseña de:

Martínez Laínez, Fernando: Espías del Imperio. Historia de los servicios secretos españoles en la época de los Austrias. Barcelona, Espasa Calpe, 2021. 471 págs. ISBN: 978-84-670-6223-6

ESTEBAN MIRA CABALLOS

Archivado en:Historia de España Etiquetado con:América, Armadas del Imperio, Aurelio de Santa Croce, Carlos V, Edad Moderna, España, Espías, Espionaje, Felipe II, Fernando Martínez Laínez, Imperio Habsburgo

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