En este artículo analizamos la aportación de Extremadura al proceso expansivo de Occidente. Una dolorosa tragedia y una gesta a partes iguales que cambiaron el mundo, dando paso a un imparable proceso de globalización que llega hasta nuestros días. Ponderamos así una historia compartida, a veces dolorosa, pero destacando lo que nos une y no lo que nos separa. Toda expansión imperial genera un binomio destrucción/creación. Tras el desmoronamiento del mundo prehispánico se produjo un florecimiento cultural y en el caso de la expansión hispánica el inicio imparable de un proceso de globalización que llega hasta la actualidad. Los castellanos, desde finales del siglo XV, contribuyeron de manera decisiva a construir el naciente precapitalismo. A mediados de la siguiente centuria los navíos peninsulares surcaban la inmensidad de los océanos: el Atlántico, el Pacífico, el Índico y hasta el Ártico, cuando acudían a pescar bacalaos a Terranova. En los orígenes del capitalismo y de la globalización están decenas de marinos, mercaderes y financieros que arriesgaron sus vidas y su peculio, ampliando las fronteras del orbe. La transculturación aceleró el ritmo vital de los acontecimientos y terminó por cambiar el mundo en tan solo varias décadas. Pronto se inició un trasiego de personas, ideas y mercancías que sentaron las bases de un mundo global. El trasiego fue bidireccional, lo mismo llegaban a las Indias europeos y africanos que retornaban a la Península Ibérica amerindios, mestizos y criollos. También las plantas y los animales europeos fueron trasvasados a las Indias y a la inversa, de manera que lo mismo plantas medicinales que alimentos como el chocolate, el maíz o la patata terminaron por conquistar el Viejo Mundo. Plantas, bálsamos, alimentos y objetos indianos se hicieron habituales en los hogares de los grupos sociales acomodados. Una transformación sin precedentes que obviamente, como veremos luego, generó algunos daños colaterales de gran envergadura. Efectivamente, tras el hallazgo se ampliaron hasta extremos insospechados los horizontes mentales. Hasta entonces el mundo se reducía a Europa, Asia y África, tres únicos continentes que encontraban el paralelismo perfecto en el dogma de la Santísima Trinidad. Los propios contemporáneos fueron conscientes de que se iniciaba una nueva etapa, una nueva era en el devenir histórico. La propia denominación de Nuevo Mundo incitaba a la admiración hacia lo desconocido porque, como decía Pedro Mártir de Anglería, siempre era agradable al espíritu humano la sed de novedad. Por su parte Gonzalo Fernández de Oviedo interpretó el Nuevo Mundo como un verdadero símbolo de la ambición intelectual de la época por conocer. Por ello, el padre Bernabé Cobo, a principios del siglo XVII, viendo la prosperidad del virreinato peruano, pudo decir que América había recibido mucho más de lo que había dado: riquezas mineras a cambio de plantas y animales de todo tipo que no existían, por lo que concluía que América había resultado notoriamente mejorada. Pero este progreso, con ser cierto, en ningún caso puede justificar ni ocultar la barbarie originaria. Hay que empezar reconociendo que la conquista —como toda guerra expansiva— fue un acto bélico en el que unilateralmente unos conquistadores, muchos de ellos extremeños, en nombre de la Corona de Castilla, ocuparon extensos territorios, lo mismo Estados —como el mexica o el inca— que tribus armónicas o autosuficientes. Asimismo, hay que hablar de lo que Walter Mignolo ha llamado el perenne encanto de la modernidad que celebra la forja de los grandes imperios, sin reparar en el enorme coste humano que estos han provocado a lo largo de los tiempos. Una supremacía que no solo ha generado grandes desigualdades económicas entre el colonizador y el colonizado, sino que extendió plagas epidémicas que diezmaron poblaciones que en muchos casos no habían tenido contacto previo con esos gérmenes. De ahí que los estragos en los territorios de América, Oceanía o África fuesen mucho más dramáticos que en la propia Europa. Por tanto, quede claro que la expansión imperial, y posteriormente el nacionalismo, están en el origen de una buena parte de los males de la humanidad. La mera idea de que Castilla ocupó aquellos territorios para civilizarlos y cristianarlos permitía enmascarar y justificar todo tipo de violencia, no solo física sino también psicológica. Nadie puede negar que la gran América mestiza que hoy conocemos tuvo su origen en un dolorosísimo alumbramiento, tras el derrumbe del variado y diverso mundo prehispánico. Todas las invasiones expansivas a lo largo de la historia han sido al mismo tiempo aterradoras, explotadoras y creadoras. Y todos los imperios han tratado de justificar sus actuaciones alegando que sus circunstancias eran especiales por su misión civilizatoria. Es importante no olvidar ni dejar de cuantificar la magnitud de esta barbarie inicial pero también es preciso señalar que, tras la hecatombe, surgió una nueva realidad, la mestiza, de la que es heredera la América actual. Además, la crítica no debe hacerse ni asumirse en clave nacional por varios motivos: Primero, porque ni siquiera se debe hablar estrictamente de España en la época de la conquista porque no existía como tal, más allá de un conjunto de reinos enlazados por vía matrimonial, siendo el de Castilla y León el que se vinculó inicialmente a la empresa indiana. Segundo, porque se trató de una campaña multinacional en la que participaron personas de muy distintas nacionalidades, procedentes de varios continentes. Se contaron por cientos los portugueses e italianos, pero también fue significativa la presencia de alemanes, griegos, holandeses, ingleses, escoceses, y más puntualmente la de húngaros, armenios, polacos y hasta algún africano. Tercero, porque contó con el apoyo decisivo de aliados indígenas, fundamental para la consumación del proceso, de manera que ya está más que superado el concepto conquistador-vencedor frente al indígena-vencido. En el bando vencedor hubo españoles, pero también tlaxcaltecas, huejotzingos, cempoaleses, michoacanos, cañaris, chachapoyas, chimúes, guaraníes, etc. Entre los grupos enfrentados hubo siempre mayoría de amerindios. Y cuarto, porque los europeos sometieron menos del 20 por ciento del continente americano, ocupando el 80 por ciento restante las nuevas naciones surgidas a partir del siglo XIX que diezmaron a numerosas poblaciones aborígenes. Por tanto, queden claras dos cuestiones: una, que no es posible escribir la conquista y colonización de América en clave nacional ni en servicio de intereses oficiales o personales cuando la expansión indiana estuvo inserta en un fenómeno atlántico, en el que participaron personas originarias de varios continentes. Y otra, que en cualquier caso nada de lo que aquí se pueda plantear supone, ni muchísimo menos, una crítica a un país concreto, ni siquiera a los españoles del siglo XVI, sino a la propia humanidad, en la que contemplamos algunas luces aisladas, rodeadas de una verdadera plaga de sombras.
LA APORTACIÓN EXTREMEÑA
La historiografía tradicional ha glorificado la conquista hasta límites inadmisibles, hablando de la tierra donde nacían los dioses o de la gesta de los extremeños. Sin embargo, ya no son creíbles estos tópicos que hablaban de la mitificación heroica, del espíritu aventurero y de la vocación militar de estos emigrantes, ni siquiera para los pioneros de la primera mitad del siglo XVI. Empezando por los antecedentes de la emigración extremeña a Indias, diremos que dos aspectos han marcado la historia de Extremadura: Uno, la existencia de una élite oligárquica que monopolizó la casi única fuente de riqueza, es decir, la tierra. Como ha escrito Bartolomé Yung, las diferencias sociales eran mucho más acusadas en Extremadura y Andalucía que en el norte de España. Y otro, su carácter fronterizo con el reino de Portugal, lo que la convirtió en un lugar estratégico primero para el reino de Castilla y León y luego para España. Desde entonces fue uno de los escenarios prioritarios de las guerras de la monarquía. Los extremeños se acostumbraron al ciclo destrucción-creación y a reconstruir siempre sobre sus propias cenizas. Durante la Edad Moderna las guerras y las crisis cerealísticas periódicas y las epidemias provocaban bruscos descensos de la población, en parte provocadas por las altas tasas de mortalidad, y en parte por la emigración. De hecho, entre finales del siglo XVI y principios del XVIII, es decir, en un siglo, la población de Extremadura pasó de 451.000 habitantes a 241.572. Ante una economía tan precaria y una distribución tan desigual de la riqueza, la mejor opción para miles de desheredados era la emigración. Eso explica el papel de primer orden que jugaron los extremeños en la empresa americana, no solo en la conquista y la colonización del nuevo continente, sino también en la posterior evangelización. La presencia de lo americano en el imaginario colectivo comenzó poco después del Descubrimiento. La idea de las tierras halladas al otro lado del océano por un genovés llamado Cristóbal Colón debió circular por toda Extremadura antes de finalizar el siglo XV. En el primer viaje colombino tenemos localizados a nueve extremeños, en la segunda diez y en la tercera a seis. O sea, que en Extremadura se tenían noticias del Descubrimiento desde la génesis. Rumores y comentarios sobre la existencia de un Nuevo Mundo allende los mares o de un medellinense llamado Hernán Cortés que había conquistado todo un imperio y localizado la cámara con sus tesoros, algo así como las cuevas de Alí Babá. Auténticos mitos áureos que auspiciaban los rumores y que debieron suponer un verdadero revulsivo en el ánimo de aquellas personas que veían pocas posibilidades no ya de triunfar sino ni tan siquiera de sobrevivir en su localidad natal. 133 tribuna abierta Extremadura e Iberoamérica: una historia compartida Esteban Mira Caballos Desde ese momento, los extremeños estuvieron presentes en casi todas las campañas de conquista y colonización. No tardó en desarrollarse un trasiego continuo de peruleros que iban y venían a las Indias, algunos de ellos consiguiendo sus metas de enriquecimiento y retornando ricos a su localidad natal. Entre ellos Juan Ruiz, de Alburquerque, Hernando Martel de Mosquera, de Zafra, Juan Velázquez de Acevedo de Medellín, los Cano Moctezuma de Cáceres, Hernando Pizarro de Trujillo o Francisco de Lizaur de Brozas. El mayor estímulo a la emigración era el ejemplo de aquellos peruleros que regresaban ricos a la villa que los vio nacer. No fueron muchos, pero influían bastante más en el ánimo de los desheredados que el de otros muchos que marcharon y de los que nunca más se tuvo noticia. También las cartas escritas desde América por estos triunfadores debieron resultar vitales. Y es que una vez saciadas las expectativas económicas a la mayoría les quedaba la pena de la ausencia de su familia, en especial, de sus respectivas mujeres e hijos. La frontera indiana fue relativamente permeable, aunque, por supuesto, mucho menos que la portuguesa. El Nuevo Mundo se convirtió de la noche a la mañana, como bien ha escrito Jacques Le Goff, en el nuevo horizonte onírico de los europeos. Un mundo soñado, en el que la imaginación no tenía límites, desde la leyenda del Dorado a la de Jauja, pasando por las ciudades míticas de los Césares, de Quivira o de Cíbola. Estos mitos fueron los que realmente mantuvieron en alto las espadas y en algunos casos perduraron hasta el siglo XVIII. Ahora bien, la fortuna que varios cientos de extremeños amasaron en el Nuevo Mundo y los capitales que remitieron a sus parientes no debe hacernos perder de vista la realidad. Cuánta desazón e incertidumbre debió de crear en esos padres que vieron que sus jóvenes hijos debían emigrar, saltar el charco para asentarse en un lugar a miles de kilómetros de la tierra que los vio nacer. En muchos testamentos se aprecia una cierta melancolía de algunos padres que nunca volvieron a tener noticias de sus hijos pero que murieron con una luz de esperanza de que hubiesen conseguido una vida mejor allende los mares. Por ejemplo, Juan Martín Moreno, arriero vecino de Los Santos, en su testamento otorgado en Zafra en 1612 mencionó a su hijo Juan Martín Moreno, habido con su primera esposa del que desconocía su suerte, aunque antes presume ser muerto por no haber tenido noticia suya ni tenido nueva a dónde está. Pese a sus fundadas dudas lo nombra heredero universal y ordena a su segunda mujer, Leonor Gordillo, que tenga y administre los bienes de su hijo, sin vender ni trocar nada por si algún día regresaba. Y debió cumplir la palabra de su marido, pues ¡increíble!, 25 años después, Diego Pérez Barrero, vecino de Zafra, declaraba ser el administrador de los bienes del ausente Juan Martín Moreno. Aunque las flotas estaban obligadas a llevar fármacos para curar a los enfermos, era muy poco lo que se podía hacer por ellos, de forma que enfermar a bordo suponía tener todos los boletos para que aquello desembocara en un óbito. Ocurrido el fatal desenlace no quedaba más remedio que tirar el cadáver por la borda. Antes de hacerlo se preparaba todo un ritual previo, cosiéndolo con un serón o tela basta y añadiéndole lastre para que se fuera al fondo y no lo devorasen los depredadores. Como lastre se solían utilizar piedras —si las había—, botijas de barro o bolaños de las lombardas. El clérigo que preceptivamente debía ir a bordo dirigía un acto fúnebre antes de lanzar el cuerpo al mar. Fue el caso del pobre Lope Sánchez Galindo que tuvo un trágico desenlace: cuando solo tenía 20 años enfermó y murió a bordo del navío que lo transportaba a Nueva España. Ahí se truncaron todas sus expectativas vitales y, por supuesto, las de sus apenados padres que nunca más supieron de él. De todos ellos destacaremos el caso de Miguel Vázquez, que tuvo un trágico desenlace: era el único vástago de Jacinto Vázquez y de María Ramírez, pero los tres vivían en la más extrema pobreza. En torno a 1654 era solo un adolescente de 15 años, su padre apenas traía dinero a casa mientras su madre estaba muy enferma. El joven tomó la decisión de marchar a América. Pero, desgraciadamente, su destino sería trágico: dado que no tenía dinero para pagarse la licencia Real y el pasaje, se embarcó de la única manera que pudo, es decir, enrolándose como grumete en uno de los navíos de la Carrera. En 1660, viniendo desde Campeche en la nao de nombre tan sonoro como El Sol de la Esperanza, del que era maestre el capitán Bernardo de la Cruz, estando cerca de Gibraltar sufrieron un encuentro con corsarios, muriendo en dicho combate. Tenía 21 años, ahí quedaron truncadas definitivamente todas sus expectativas vitales. Su padre, pese al duro trance que debió suponer la pérdida de su único hijo, solicitó que se le abonase, como único heredero, el salario que se debía a su hijo de los días que sirvió como grumete. Al parecer, se demostró que se había concertado en ese viaje como grumete por un salario total de 100 pesos de a ocho reales. El 27 de julio de 1660 los oficiales de la Casa de la Contratación apremiaron al capitán Bernardo de la Cruz para que los abonase a Jacinto Vázquez. Un dinero que finalmente cobró el progenitor del infortunado muchacho y que a corto plazo le debió servir para mitigar su extrema pobreza, aunque probablemente jamás curaría su amargor por la pérdida de su único hijo y de su mujer.
CONQUISTADORES Y CONQUISTADOS
De todos los extremeños que cruzaron el charco, destacaron con nombre propio numerosos conquistadores. Hasta tal punto que, aunque no todos los conquistadores eran extremeños, se suele vincular en toda Hispanoamérica la palabra conquistador con Extremadura. Dado que sería imposible en estas líneas referirme a los conquistadores, ni siquiera a los más destacados como Hernán Cortés, Francisco Pizarro o Hernando de Soto, analizaré la conquista globalmente. Hay que empezar explicando quiénes eran estos mexicas conquistados por Hernán Cortés. Pues bien, formaban una confederación integrada por Texcoco, Tacuba y Tenochtitlan, una especie de imperio que tenía su propio emperador, el tlatoani Moctezuma II. ¿Se parecían en algo a los indios tarascos, a los apaches, a los taínos o a los arahuacos? Pues francamente no, pues se trataba de una organización estatal que tenía su emperador, sus gobernantes, sus funcionarios, sus militares, sus leyes, su sistema educativo, etcétera. Lo más difícil fue la conquista de la majestuosa ciudad de los lagos, cuya fundación se remontaba al año 1325. Según la mitología mexica, en la elección del sitio medió el dios de la guerra, Huitzilopochtli, quien les indicó que debían hacerlo en el lugar donde encontrasen a un águila sobre un nopal devorando a una serpiente. El lugar indicado fue una zona lacustre, rodeada de volcanes y con algunos valles fértiles. Es difícil imaginar en la actualidad lo que debió ser el entorno de la capital, en medio de más de 2.000 km2 de lagos, incluyendo el central, que era el Texcoco, y varios menores. Había muchos peces, mientras que en las tierras de aluvión circundantes se practicaba una agricultura irrigada muy productiva que permitía los altos índices de población de la zona. Tenochtitlan llegó a tener en su período más álgido una población que debía rondar los 150.000 habitantes, siendo una de las ciudades más pobladas del planeta, solo por detrás de Pekín, Constantinopla y Bagdad. Es más, para alimentar a una población como esa se requerían al menos 4.000 cargadores diarios, lo que implicaba un trasiego constante de personas y amplísimo mercado. Gonzalo Fernández de Oviedo la describió como una ciudad palaciega, edificada en medio del lago, con casas principales, porque todos los vasallos de Moctezuma solían tener residencia en la capital, donde residían una parte del año. Era una urbe refinada, con baños públicos, con una treintena de palacios que albergaban finas cerámicas y elegantes enseres textiles. El palacio de Moctezuma, incluyendo sus jardines, ocupaba dos hectáreas y media, es decir, era más extenso que el alcázar de Sevilla. Los propios mexicas se sentían orgullosos de su capital, así como de los grandes logros que habían conseguido, especialmente en las décadas inmediatamente anteriores de la llegada de los hispanos. En cuanto a los incas, señoreaban el Tahuantinsuyo, el mayor imperio de la América Precolombina, de unos dos millones de km2. Abarcaba buena parte de los actuales estados de Ecuador, Perú, Bolivia y Chile, además de algunas porciones de Brasil, Argentina y Colombia, aunque su población era menos densa que en Mesoamérica. El nombre aludía a las cuatro suyu o regiones, las cuatro partes del mundo que diría el Inca Garcilaso: Collasuyo, Antisuyo, Cuntisuyo y Chinchasuyo. A su vez estas se estructuraban en provincias, pueblos y comunidades. Cusco significaba en quechua algo así como ombligo, el ombligo del mundo, claro. Una ciudad preincaica desde cuyo templo principal, el Coricancha, partían los cuatro caminos que se dirigían a cada una de las partes del estado, con una extensión de más de cinco mil kilómetros a lo largo de los Andes. Cusco era una ciudad cortesana, la capital administrativa del imperio, donde se centralizaba el poder del estado. Allí estaba la corte, siempre bien provista de alimentos, que eran traídos desde todos los confines del imperio, incluido el pescado fresco de la costa. Los cronistas de la época quedaron deslumbrados pues Garcilaso de la Vega la comparó con Roma. Hubo dos factores claves que fueron desequilibrantes y que provocaron que la conquista de mexicas e incas fuese un paseo triunfal. Hubo una desigualdad manifiesta entre los dos mundos en liza. Los españoles eran muy superiores, no solo técnicamente sino también táctica y psicológicamente. Muchos de los conquistadores habían luchado en las guerras de Europa o contra turcos y berberiscos. La capacidad del estratega europeo más mediocre era muy superior a la que podía desplegar el más brillante de los militares indígenas. La superioridad de las armas y los caballos no solo tuvieron un efecto psicológico frente a los amerindios sino también una eficacia práctica, porque eran muy superiores a cualquiera de las defensas que estos poseían. No olvidemos que desde tiempos del capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, y a lo largo del siglo XVI, los tercios españoles constituyeron las fuerzas de élite de toda Europa. La diferencia más considerable entre unos y otros no era otra que el hierro. Ninguno de los pueblos aborígenes lo conocía, aunque algunos sí que fundían oro y cobre. Las armas de fuego jugaron un papel muy destacado. Comparar el poder bélico de unos y otros sería como confrontar en nuestros días a un ejército convencional con otro que utilizase armamento nuclear. Pero, si importante fueron las armas de fuego, mucho más lo fueron los caballos. Desde que a principios de la Baja Edad Media se generalizara el estribo y la silla, la caballería se convirtió en dueña de Europa. En América iba a prorrogar su protagonismo durante todo el período conquistador pese a que en Europa empezaba a ceder la primacía a la infantería. Asimismo, los perros adiestrados hicieron verdaderos estragos. Los conquistadores llevaban consigo jaurías de alanos, amaestrados para ensañarse con los pobres nativos. Según Alberto Mario Salas la mayoría eran mastines o alanos, es decir, un cruce entre dogos y mastines. Casi todos los cronistas se hicieron eco del uso de estos perros, de gran utilidad lo mismo en combate que para castigar ejemplarmente a algún nativo con la intención de aterrorizar al resto. Pero a esta superioridad técnica y táctica había que sumar la superioridad psicológica. Según Gérard Chaliand en la guerra moderna, donde las armas de fuego aún no estaban perfeccionadas, el elemento desequilibrante, además de la genialidad del líder y de una buena organización, era sobre todo la moral de los combatientes. De hecho, conocemos muchas batallas donde la motivación de la tropa o un talento militar excepcional, como el del capitán Fernández de Córdoba o de Napoleón Bonaparte, consiguió derrotar a ejércitos muy superiores en número. En el escenario americano, la técnica y la táctica de los hispanos eran ya de por sí absolutamente desequilibrantes. Pero ello se veía reforzado con unas motivaciones y una resistencia psicológica muy superior a la de los pobres indios que tardaron muy poco tiempo en perder la confianza en su triunfo. Los conquistadores tenían sobrados motivos para jugarse lo único que tenían, es decir, su vida. ¿Qué otra cosa podían perder aquellos hombres que encallaron sus naves frente a las costas de Veracruz? En cambio, los naturales estaban mucho menos incentivados y, para colmo, absolutamente fragmentados y divididos. Tres causas contribuyeron decisivamente a que su derrota fuera fácil y rápida: primera, que tardaron demasiado tiempo en superar su parálisis y su sorpresa inicial. Segunda, las enfermedades que les contagiaron los europeos (influenza, gripe, viruela, sarampión, tifus…) y que los diezmaron gravemente, minando además su moral. Y tercera, la falta de una conciencia de clase, pues el mundo indígena siempre fue diverso y padecía, a la llegada de los europeos, incontables enfrentamientos. Nunca vieron la Conquista como un desafío global, sencillamente porque jamás se sintieron una unidad. Ni siquiera en los momentos inmediatamente posteriores a la Conquista tuvieron ese concepto de clase frente a lo español. En ese sentido afirmó Luis Capoche que los indios no entendían de pactos ni eran políticos pero que, si lo fueran, pusieran en cuidado lo que se debía hacer con ellos. La fragmentación del mundo indígena, entre unos grupos étnicos o culturales sometidos a otros, pero también dentro del mismo grupo étnico por las desigualdades sociales. Tlaxcaltecas en Mesoamérica y Cañaris en el Perú, fueron grupos opositores que se unieron a los españoles y que facilitaron la vitoria. Pero también la existencia de mano de obra servil, como los yanaconas, vieron a los conquistadores más como libertadores que como enemigos. Muchos de ellos vivían en condiciones serviles que se mantuvieron e incluso se acentuaron después de la ocupación castellana. En principio, no les importaba demasiado un amo u otro porque era poco lo que tenían que perder. Era el caso de los mayeques en el imperio mexica —el 30% de la población— o de los yanaconas en el Perú que vivían en un statu muy similar al de los siervos de la Europa feudal. Estaban adscritos a la tierra, pero no podían ser vendidos. A todos ellos, en un primer momento no les importó el cambio de amos. Un caso muy significativo es el de los yanaconas en el Perú que traicionaron a Manco Inca, temiendo que este recuperase el poder y los devolviera a la servidumbre. De hecho, según Antonio de Herrera, fueron estos los que avisaron a Juan Pizarro de las intenciones de Manco Inca. El trujillano los incorporó a su ejército y se dice que fueron mucho más crueles con sus congéneres que los propios españoles, haciéndoles infinito derramamiento de sangre. Los yanaconas cometieron un error que pagarían con sus vidas, por dos motivos: primero, porque los españoles no solo no los liberaron de su servidumbre, sino que, pese a lo dispuesto en la legislación, mantuvieron un status de semiesclavitud prácticamente hasta la Independencia de Hispanoamérica. Y segundo, porque no previeron que esta conquista, a diferencia de otras que ellos conocían, les obligaría a renunciar a su universo mental, a sus valores y a su cosmovisión.
TRAZANDO PUENTES
La conquista de América se inserta dentro de un proceso expansivo de Occidente, iniciado en la antigüedad, con el mundo grecolatino, y culminado con el imperialismo contemporáneo. En realidad, como ha escrito el arqueólogo Martín Almagro, todo ser vivo, y en particular el humano, tiende a colonizar nuevos espacios donde expandir su especie o su genética. Nadie debe alarmarse por esto, pues se trata de un capítulo más en la Historia Universal, donde el más fuerte siempre se impuso sobre el más débil. El ser humano siempre ha sido capaz de lo mejor y de lo peor porque la razón y la locura forman parte inherente al mismo. El ejemplo prototípico fue sin duda don Quijote de la Mancha que tan pronto se presentaba como un excéntrico chiflado, a veces incluso violento, como parecía el hombre más sensato y cortés de toda Castilla. La Conquista fue una gesta en el sentido de que un puñado de españoles, guiados fundamentalmente por el afán de hacer fortuna y ganar honra, exploró y conquistó varios miles de km2 . Sus esfuerzos fueron excepcionales no solo por enfrentarse con poquísimos efectivos a innumerables peligros y a millones de enemigos, además de las inclemencias climáticas. Pero no es menos cierto que para el mundo indígena en general fue un verdadero drama. Sin embargo, así era la sociedad europea de su tiempo que justificaba y legitimaba el uso de la fuerza para conseguir sus objetivos o imponer sus ideales. Es obvio que la tolerancia o la razón son conceptos anacrónicos en aquella época, caracterizada justo por lo contrario, es decir, por la intolerancia y por la convicción de que había personas y civilizaciones superiores a otras. La civilización occidental era etnocéntrica, se consideraba mejor y, por tanto, con el derecho a ocupar y a civilizar a los pueblos inferiores. ¿Se puede criminalizar por ello a los conquistadores? Evidentemente no, actuaron de acuerdo a unos principios intransigentes que eran imperantes en su tiempo. Llegados a este punto hay que valorar los vínculos: primero, el de la sangre, pues América es fundamentalmente mestiza, fruto del crisol europeo, africano y americano. Y segundo, el de la cultura, fundamentalmente la lengua castellana en el que nos comunicamos más de 400 millones de hispanohablantes. En Extremadura hay instituciones que fomentan esos puentes, entre ellos la Fundación Academia Europea e Iberoamericana de Yuste, organizadora de este evento. Pero también hay organizaciones privadas que prestan un gran servicio en pro de estos puentes entre ambos lados del Atlántico: entre ellas la Fundación Obra Pía de los Pizarro, cuyos orígenes se remontan al siglo XVI, pues fue fundada por Hernando Pizarro, uno de los hermanos conquistadores del Perú. Cinco siglos después la Fundación está más activa que nunca y tiene firmados varios convenios de colaboración con universidades e instituciones peruanas. Creo que es un caso único de pervivencia durante cinco siglos de una institución que, de alguna forma, trata de compensar una deuda histórica, invirtiendo buena parte de sus rentas en proyectos peruanos. Y también la asociación de amigos de Bradenton, a la cual tengo el honor de pertenecer como miembro honorario. Hay dos sociedades homónimas, una en Bradenton, Florida, y otra en Barcarrota (Badajoz), que mantienen relaciones continuas desde 1962, año en el que se hermanaron ambas localidades. Entre otras funciones hacen intercambio de estudiantes, lo que posibilita que algunos jóvenes de Barcarrota sean bilingües, igual que los muchachos de Bradenton. Un enriquecimiento cultural mutuo que beneficia a personas de ambos lados del charco. En definitiva, quiero acabar insistiendo en que estos siglos de historia compartida deben usarse para destacar lo que nos une y así tender puentes entre dos continentes hermanos, Europa y América.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
Publicado en Anuario del Boletín de la Academia de Yuste, T. II, 2022, pp. 130-137.
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