
Conocemos la historia de este coloso de los mares desde tiempos de Emilio Pérez Galdós, cuyo personaje principal de su libro “Trafalgar”, Gabriel de Araceli, viajaba en dicho buque, relatando los dramáticos acontecimientos de la contienda desde dicha atalaya. Sin embargo, en 2005 Marcelino González Fernández publicó una monografía sobre dicho navío, su construcción y su servicio hasta su hundimiento en 1805, que puso de relieve todos los pormenores de este gigante. El presente artículo se fundamenta, pues, en los datos aportados por Marcelino González, completados con las referencias e Pérez Galdós y de Cesáreo Fernández Duro.
Desde la paz de Westfalia en 1648 España había dejado de ser la potencia hegemónica en el mar, en favor de los ingleses. A partir de entonces, y hasta la batalla de Trafalgar, se mantuvo a duras penas como segunda potencia naval, aunque es cierto que su eficaz sistema naval le permitió mantener lo esencial de su imperio hasta el siglo XIX.
Pero los Borbones, y en especial algunos de sus ministros como el Marqués de Ensenada, pretendieron revitalizar la Armada y recuperar el terreno perdido frente a los ingleses. Sin embargo, era difícil por no decir imposible debido a dos causas: primera, a los graves problemas de financiación y, segunda, al atraso tecnológico, tanto en la construcción naval como en la fundición de artillería.
En medio de este panorama, tratando de buscar un atajo, quisieron construir un velero que impresionara al mundo, soñando con la posibilidad de que España recuperase su añorada supremacía. Pero estas ocurrencias puntuales nunca dieron buen resultado. Lo mismo trataron de hacer los alemanes en la II Guerra Mundial. Ante la superioridad naval inglesa, botaron en 1939 el acorazado Bismarck, el buque de guerra más grande de la historia. Su trayectoria fue muy similar al del Santísima Trinidad, aunque mientras éste estuvo en servicio varias décadas el Bismarck poco más de dos años. Lo cierto es que el gran acorazado alemán tuvo al igual que el Santísima Trinidad, graves defectos de diseño, pues ambos viraban con una lentitud exasperante. Y asimismo, al igual que el buque español, fue hundido por los ingleses, exactamente el 27 de mayo de 1941 en el Atlántico Norte.
El Santísima Trinidad fue proyectado por el constructor de origen irlandés Mateo Mullán. Era costumbre de la España de la época realizar espionaje sobre los astilleros ingleses y captar a constructores navales de esa nacionalidad. Fue así como el Mullán llegó a España con el objetivo de diseñar y construir navíos de guerra para la Armada. Proyectó este navío, que después se ordenó bautizar como el Santísima Trinidad. Se trataba de un coloso de tres puentes –en una reforma posterior se incorporó un cuarto puente- y 112 cañones, pensado para una tripulación de 960 personas. Se pensó construirlo en el astillero gaditano de la Carraca, pero finalmente se encargo a la factoría de La Habana, dada la escasa capacidad del astillero gaditano. Sus dimensiones en el momento de su botadura fueron de 63,36 metros de largo –eslora- por 16,67 metros de ancho –manga- y un arqueo de 4.902 toneladas.
Nada salió según lo esperado, pues, la primera desgracia fue la muerte por fiebre amarilla de Mateo Mullán, por lo que tuvieron que desarrollar su proyecto otros constructores. Quizás ésta fue una de las causas por la que el barco tuvo problemas de estabilidad desde su botadura. Se hizo necesario emprender costosísimas reformas para tratar de bajar el centro de gravedad y su crecida inclinación. Se hicieron varias reformas en profundidad en los astilleros del Ferrol y de Cádiz, que nunca se pudieron solucionar sus problemas porque eran estructurales. Eso sí, aumentaron su envergadura a cuatro puentes, 140 piezas de artillería, dando cabida a una tripulación de unas 1.100 personas.
Desde 1779 estuvo luchando contra la escuadra inglesa, como buque insignia de la flota comandada por el almirante Luis de Córdoba. Pocos meses después cerca de la costa africana sufrió un temporal que estuvo a punto de hacerlo naufragar aunque consiguió aportar finalmente al puerto de Cádiz, donde fue reparado. Al año siguiente tuvo un papel destacado en el apresamiento de un convoy inglés en torno a las islas Azores. En los años posteriores se mantuvo en servicio contra los ingleses, comandado por distintos capitanes. En 1797 resistió el ataque de cuatro navíos ingleses que dañaron su arboladura y provocaron 69 muertos a bordo. Pero cuando estaba a punto de ser apresado, acudieron en su socorro dos navíos de la armada española y consiguió arribar de nuevo a Cádiz, en cuyos astilleros fue de nuevo reparado.
De nuevo, en 1803, siendo su capitán Francisco Javier Uriarte y Borja, se incorporó a la flota hispano-francesa que pretendía combatir con la inglesa. En 1805 tomó parte en su última batalla, la de Trafalgar. En octubre de 1805 salieron de la bahía de Cádiz para enfrentarse a los anglosajones en el cabo Trafalgar. El buque insignia de la armada española se situó junto al Insignia francés, el Bucentaure, comandado por el almirante Villeneuve. El Santísima Trinidad por su posición y por su tamaño fue un blanco fácil sobre el que se concentró la cañonería inglesa. Durante horas recibió impactos de cinco buques ingleses: el Neptune, el Leviathan, el Conqueror, el África y el Prince. Estos en varias horas arrasaron su arboladura, dejando al menos 205 muertos y 108 heridos. Solo cuando estaba todo perdido y no había ni siquiera munición, el capitán Uriarte decidió rendir el navío. Los ingleses trataron de remolcarlo hasta Gibraltar pero por sus graves daños terminó hundiéndose, sin haber sacado de la enfermería a varias decenas de heridos y mutilados que se fueron a pique con el navío. Era un 21 de octubre de 1805, desaparecía este coloso de los océanos, conocido ya en su tiempo, según Benito Pérez Galdós, como “El Escorial de los mares”, el mayor navío de guerra construido en la Edad Moderna. En algún lugar de la bahía de Cádiz reposan los restos de este gigante, junto al de varias decenas de tripulantes ahogados en el siniestro.

Su capitán, Francisco Javier de Uriarte, resultó herido y fue capturado por los ingleses. Su valentía quedó fuera de toda duda pues se negó a rendirse, pese a que se lo solicitaron incluso sus propios enemigos. Solo cuando vio que estaba todo perdido, y con el objetivo de evitar la muerte inútil de los supervivientes, aceptó la rendición. Tras su liberación ostentó el mando de la armada Española. Tras la invasión francesa se negó a servir a José Bonaparte y lo hizo en cambio a la Junta Central de Cádiz. Murió el 29 de noviembre de 1842, en El Puerto de Santa María, ciudad en la que había nacido 89 años antes.
El Santísima Trinidad fue el sueño de un país que trataba infructuosamente de recuperar su perdida hegemonía naval. El coste de su construcción fue elevadísimo, más de 400.000 pesos, sin contar con otras reformas muy caras que se le practicaron. Como destaca Cesáreo Fernández Duro, con ese dinero se podían haber construido tres o cuatro navíos de 80 o 90 cañones que hubiesen aportado mucho más a la armada española. Más allá de su tamaño, padeció siempre problemas estructurales, haciendo de él un barco inestable y de difícil maniobrabilidad. Estuvo a punto de ser hundido en varias ocasiones aunque finalmente se mantuvo en servicio activo durante treinta y siete años. Su aporte a la armada española fue más bien modesto, más allá de su capacidad disuasoria y del prestigio que le dio a la armada hispana poseer el barco más grande de su tiempo. Pero como ocurre siempre, en la excelencia no hay atajos, y no fue posible recuperar la ansiada hegemonía naval de la que gozase en los siglos XVI y XVII.
PARA SABER MÁS
FERNÁNDEZ DURO, Cesáreo: “Disquisiciones náuticas”, T. V. Madrid, Instituto de Historia y Cultura Naval, 1996.
—– “Armada Española. Desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón”, T. VIII. Madrid, Museo Naval, 1973,
GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, Marcelino: “Navío Santísima Trinidad. Un coloso de su tiempo”. Madrid, La Espada y la Pluma, 2005.
PÉREZ GALDÓS, Benito: “Trafalgar”. Barcelona, Vicens Vives, 2004.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
En el S.XVIII España ya no pretendía ni ser la segunda potencia naval, como mucho la tercera tras: 1º Inglaterra, 2º Francia, 3º España.
Todos los países realizaban espionaje industrial sobre sus enemigos y durante la mayor parte del S.XVIII los buques españoles eran con sus más y sus menos de la misma categoría tecnológica que los franceses o británicos. Solo a finales del S.XVIII, cuando la revolución industrial empezó a dar sus frutos, es cuando los buques británicos empezaron a ser mejores.