
Revisando como de costumbre los libros Sacramentales de Hornachos, siempre son interesantes las apostillas que de vez en cuando colocaban los curas en los márgenes, siempre señalando sucesos destacados, gozosos o luctuosos.
El 14 de enero de 1600, el párroco Francisco Morales, anotó en el libro una alarmante información:
“Hay peste, murieron este mes cincuenta personas, Dios nos guarde, que crece, y sin médico”.
A finales de mes tuvo el detalle de añadir una nueva apostilla: “murieron 72 personas”.

Se me ocurren varias reflexiones en torno a la anotación del párroco: la primera, es la importancia del dato que confirma la entrada de la epidemia en el pueblo. Y digo que el dato es importante porque no se conservan para esas fechas los libros de defunción por lo que disponemos de un listado de posibles víctimas. Segundo, se trata de la tristemente famosa Peste Atlántica que llegó a España a través de un navío holandés que arribó al puerto de Santander. En realidad se trataba de una nueva oleada de la mortífera peste bubónica o peste negra, de origen bacteriano, que periódicamente asolaba el mundo. Y dos veces más arrasaría España en el siglo XVII, concretamente en 1649, matando a la mitad de la población sevillana, y en 1676.
La peste atlántica se extendió como la pólvora por toda la geografía española, entre 1596 y 1602, matando a casi medio millón de personas. Se estima que en Castilla murió el 15 por ciento de la población, matando en ligares de mayor concentración demográfica como Madrid, a más del 30 por ciento.

Por debajo del río Tajo los contagios disminuyeron, pero pese a todo entró en Hornachos a finales de 1599 y produjo muertes masivas en enero de 1600 y probablemente algunas más en febrero o en marzo de ese mismo año.
Tercero, señala el párroco con temor la inexistencia en la villa de médico y de botica. Y efectivamente, todo parece indicar que en la villa no había un médico asalariado, como en otras localidades, por aquellas fechas. Se tenían que conformar con los servicios de un curandero, Antonio Rodríguez, casado con Isabel González, y de dos barberos, Miguel Sánchez y Simón Hernández, que hacían sangrías y sacaban muelas. Esa era toda la infraestructura sanitaria por lo que el párroco tenía fundadas razones para manifestar su temor. Una vez que se contagiaba la persona en cuestión solo se conocía un remedio: rezar. En breve comenzaban las dificultades respiratorias, la tos, el dolor abdominal y, pasados dos tres días, el arrojo de esputos de sangre.
Y cuarto, un total de 72 muertos en un solo mes, aunque solo supusiese el dos por ciento de la población, suponía una defunción bastante alta que obligó al párroco a sepultar al menos dos apestados diarios. Bien es cierto que en la primera quincena de enero murieron 50 personas y en la segunda solo 22 lo que nos puede indicar que el número de afectados comenzó a declinar en el mismo mes de enero.

Esta epidemia que afecto a Hornachos en enero de 1600 no fue más que una más de la crisis periódicas –guerras, epidemias, hambrunas, etc.- que periódicamente visitaban las villas y ciudades españolas. Una dura y triste realidad con la que los vecinos estaban habituados. Y es que la muerte era algo omnipresente en la sociedad, prácticamente hasta el descubrimiento de la penicilina por el doctor Fleming, en l929. Las palabras del párroco, Francisco Morales, nos permite introducirnos en el horror de una epidemia como la desatada en enero de 1600.
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