
Se ha hablado de la conquista erótica de las Indias, es decir, de muchas indígenas que voluntariamente prefirieron unirse al español. En 1948 escribió José Pérez de Barradas que no hizo falta la violencia para mantener relaciones sexuales con las indígenas, pues sus padres o sus hermanos las entregaban voluntariamente. Y efectivamente conocemos no pocos casos de mujeres regaladas por su propio progenitor para congraciarse con los conquistadores, quizás sin ser conscientes de que a medio o largo plazo comprometían su capacidad futura de reproducción. De hecho, era una costumbre bastante difundida entre caciques y curacas ofrecer a sus invitados sus propias hijas o sobrinas. Tanto Moctezuma como Atahualpa acostumbraban a entregar a sus altos dignatarios muchachas de su linaje, probablemente para fidelizarlos con la consanguinidad. Hay casos muy conocidos, como el de doña Marina, la Malinche, o como el de doña Inés Huaylas, hermana de Huáscar, que fue regalada a Francisco Pizarro. Cientos de casos más están perfectamente documentados.
Pero quiero insistir que no dejaron de ser nunca excepcionales, siendo lo común la simple y llana violación. En las instrucciones dadas a Pedrarias Dávila, gobernador de Castilla del Oro, el 4 de agosto de 1513, se le ordenó que vigilase que los españoles no les robaban a los indios sus mujeres e hijas, como había ocurrido en la isla Española, lo que había alterado mucho a los nativos. A juzgar por la orden, no parece que las indias cayesen rendidas en los brazos de los hispanos. Está claro que decenas de miles de nativas fueron fieles a sus esposos, a sus padres y a sus hijos y los siguieron abnegadamente hasta el final. Girolamo Benzoni escribió que en La Española muchas mujeres abortaban con hierbas y luego seguían las huellas de sus difuntos maridos y se ahorcaban. En el cerco de Tenochtitlán, según los cronistas, las mujeres lucharon reciamente contra los hispanos, primero curando enfermos y luego en primera línea de combate, buscando, como dijo Cervantes de Salazar, morir con sus maridos. Y según fray Bernardino de Sahagún, una vez tomada Tenochtitlan, cuando se permitió a los supervivientes salir de la ciudad y marcharse libremente, las indias más jóvenes y guapas se ensuciaron el rostro y se vistieron con harapos para pasar inadvertidas y no llamar la atención. Sus palabras son muy significativas:
Se untaban -el rostro- de barro y envolvían las caderas con un sarape viejo destrozado, se ponían un trapo viejo como camisa sobre el busto y se vestían con meros trapos viejos.
No parece que estas indias quedasen rendidas a los pies de los conquistadores, sino que más bien les tenían un miedo atroz. Querían permanecer con sus hombres en la victoria y en la derrota, en los momentos más álgidos y también en la zozobra más absoluta. Una fidelidad que les honraba. Pero lo cierto es que miles de ellas sufrieron abusos y violaciones. De acuerdo con Georg Friederici podemos decir que una parte considerable de las relaciones sexuales con las indígenas se redujo a violaciones y atropellos. De hecho, el botín de las mujeres era casi tan apreciado como el del oro, siendo ellas las primeras víctimas de todo el proceso conquistador.

En el caso de la conquista del Perú, el móvil carnal está muy claro desde el primer momento. Las mujeres, hijas y parientes de los Incas, así como las vírgenes recogidas en los templos eran codiciadas por los hispanos, habida cuenta de la escasez de féminas hispanas. Cuando entran en Coaque, no sólo se repartieron oro, plata y esmeraldas sino también indias, la mayoría jóvenes, botín tan codiciado como el metal precioso. Concretamente se prorratearon 44 mujeres y tres niños que tenían, tasándose cada pieza a un precio medio de 1.661 maravedís. En Caxas hubo problemas porque encontraron medio millar de ellas en una casa de escogidas -aclla huasi-, preparando alimentos, de las que el curaca entregó cinco o seis, pero los hombres de Pizarro exigieron el reparto de un número mayor. De momento, el capitán Pizarro lo evitó, siguiendo su política de evitar los desmanes entre los pueblos ya sometidos. Tras el cautiverio de Atahualpa, se apresaron muchas indias, cuya belleza fue descrita por Cieza de León:
Hubieron cautivas muchas señoras principales de linaje real y de caciques del reino, algunas muy hermosas y vistosas, con cabellos largos, vestidas a su modo, que es galano.
Los españoles usaron a las vírgenes del Sol y a otras mujeres de sangre real para satisfacer sus deseos sexuales, lo cual llegó a escandalizar a una persona tan religiosa como Cieza de León. Según él, usaron de ellas como si fueran mancebas, sin ninguna vergüenza ni temor de Dios.
Posteriormente, tras agarrotar a Atahualpa, fueron muchos los que se disputaron lo único de valor que aún le quedaba al prisionero, sus mujeres. El pretexto era que necesitaban de ellas para que les curasen sus futuras heridas en combate y para que les hiciesen de comer, aunque curiosamente solo se separaron y repartieron las más jóvenes y bellas. Algunos de los agraciados fueron Pedro del Barco, Alonso de Toro, Tomás Vázquez, Gómez de Mazuelos, Pedro Pizarro, Alonso de Mesa, Francisco de Solar y Diego Maldonado. Eso sí el gobernador se quedó para sí a la jovencísima Inés Huaylas, hija del cacique de Huaylas, una de las mujeres de Atahualpa. Era una tradición milenaria que el jefe de un ejército conquistador se quedase con una mujer de sangre real para procrear herederos legítimos.
Lo cierto es que con estos repartos de dinero y mujeres consiguió mantener alta la moral de sus hombres y la fidelidad para el trabajo que todavía quedaba por delante. En 1533 estando en el valle de Jauja nuevamente, los hispanos prendieron a muchas mujeres hermosas, entre ellas dos hijas de Huayna Cápac y se las repartieron. En Guayaquil Sebastián de Belalcázar dejó por capitán a Diego Daza junto a un destacamento de hombres, cuando el partió para Quito. Pues, bien, tan sólo unas semanas después, los naturales se rebelaron matando a la mayor parte de ellos y las causas las expuso muy claramente Cieza de León: la gran codicia que tenían y la prisa con que les pedían oro y plata y mujeres hermosas.

No obstante, en este aspecto hay que reconocer una sensible diferencia entre el trujillano Francisco Pizarro y otros conquistadores mucho más promiscuos, como Hernando de Soto, Francisco de Montejo o Hernán Cortés. Ya el Inca Garcilaso destacó la moderación del trujillano tanto en el comer y el beber como en refrenar la sensualidad, especialmente con mujeres de Castilla. El trujillano nunca se mostró como una persona pasional; tuvo muchas oportunidades de aprovecharse de muchas jóvenes indias y no lo hizo. En las cuestiones sexuales se comportó de manera mucho más comedida que otros. De hecho, al trujillano se le conocen pocas relaciones, a saber: la de Quispe Cusi –rebautizada como Inés Huaylas-, princesa inca, nieta del señor de Huaylas, que con 18 años de edad se la entregó al trujillano. Le dio tratamiento de esposa sin estar casado con ella y tuvo dos hijos: a finales de 1534, estando en Jauja nació Francisca, y en 1535 vino al mundo Gonzalo. Pero por circunstancias que desconocemos, posteriormente, se la traspaso, como si de una esclava se tratase, a Francisco de Ampuero, con quien ésta vivió hasta su fallecimiento. La segunda relación conocida fue con Cuxirimay Ocllo –bautizada como Angelina Yupanqui-, con la que volvió a procrear dos vástagos. Y finalmente, se le conoce una íntima amistad con una tal Beatriz, una esclava morisca propiedad del veedor García de Salcedo, que influyó mucho sobre él en sus últimos años. Ésta solía estar en el palacio del marqués en Lima y, al parecer, le sacaba numerosas prebendas y privilegios para sus conocidos y amigos. Ahora bien, no nos engañemos, Francisco Pizarro no se casó con ninguna de las dos indias con las que procreo porque, como los demás hispanos, esperaba enlazar con una dama española. También Juan Pizarro y Gonzalo Pizarro mantuvieron relaciones con indias de la realeza sin desposarse con ellas. Hernando Pizarro nunca se hubiese desposado con su sobrina mestiza si no hubiese sido porque era la legítima heredera de una buena parte de la fortuna familiar.
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