Esteban Mira Caballos

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LA CRUZ FRENTE A LA MEDIA LUNA. LA BATALLA DE LEPANTO

11:17 por administrador1 Dejar un comentario

En una misiva dirigida por Juan Andrea Doria a don Juan de Austria le decía: ¿Preguntáis mi opinión, Señor?, yo os digo que el emperador vuestro padre, con una escuadra como ésta no hubiese cesado de combatir hasta ser emperador de Constantinopla.  Como es bien sabido, al avance turco en el Mediterráneo solo se le oponía con contundencia la Casa de Austria. La cruz y la media luna frente a frente. Por lo demás, tan solo Venecia se sustraía a las acometidas turcas aunque más bien debido a su destreza diplomática que a su capacidad militar.

Fue en tiempos de Solimán el Magnífico cuando los otomanos disfrutaron del máximo esplendor en el Mediterráneo, un mar que surcaban sus naves desde Argel hasta las costas del Próximo Oriente. En 1560 una escuadra de 50 galeras italianas fue derrotada en Djerba (Trípoli) por otra de la Puerta Sublime. Se dice que fue en ese justo instante cuando el rey prudente se convenció definitivamente de la necesidad de construir una gran escuadra que pusiese en su sitio a los otomanos. Y dicho y hecho, pues, hacia 1570, poco antes de la gran contienda de Lepanto, las galeras vinculadas a España superaban el centenar y medio.

El desencadenante de la contienda de Lepanto se inició cuando Selim II, sucesor de Solimán, envió un ultimátum a los venecianos para que le entregasen Chipre. Los venecianos no cedieron pero los turcos, en 1570, arribaron a la isla nada menos que con cien mil hombres. Ante tal situación Venecia pidió el auxilio de las naciones cristianas al que solo respondieron España y el Pontífice San Pío V. Eso les pareció suficiente, la espada temporal y la espiritual juntas para salvar a Venecia y a toda la cristiandad.

Los Estados Pontificios pertrecharon 12 galeras, nombrando almirante a Marco Antonio Colonna, duque de Palliano y condestable del reino de Nápoles. Por su parte, Felipe II dispuso en abril de 1570 que Juan Andrea Doria se uniese de inmediato a la escuadra veneciana, mientras se establecían las bases de la Santa Liga entre España, el Papado y Venecia.

El Imperio Habsburgo lideró la empresa, corriendo con la mayor parte de los gastos y con el grueso de la columna, poniendo al frente de la misma a don Juan de Austria. Como es bien sabido, éste era hijo de Carlos V y de Bárbara de Blomberg. Había nacido en  Ratisbona (Alemania), se educó en España, ignorando en sus primeros años la regia estirpe de su progenitor. Endulzó los últimos días del emperador y, siendo ya un adolescente, fue presentado en la Corte y reconocido como hermano de Felipe II que le profesó acendrado cariño, enturbiado a veces por la malevolencia de algunos pérfidos consejeros. Describen los coetáneos a don Juan de Austria como un hombre apuesto, de mediana estatura, escasa barba y grandes bigotes; el cabello rubio y abundante, peinado hacia atrás, buen jinete y experto en armas. Asimismo, se le consideraba un buen conversador y de simpatía irresistible. Su trato fascinaba y el encanto de su persona explica sus numerosos éxitos amorosos. Don Juan se había curtido en la guerra contra los moriscos de las Alpujarras, donde mostró su talento y habilidad. Él tenía un lema que dice mucho de su arrojo: cuando no se avanza se retrocede. Cuando capitaneo la escuadra cristiana en Lepanto tenía tan solo 26 años, pero ya gozaba de un gran prestigio por haber reprimido exitosamente la revuelta de los moriscos en las Alpujarras granadinas.

En torno a Messina se concentró la escuadra de la liga, compuesta por 207 velas, incluidas las 12 del Papa y las 115 venecianas. Todo estaba previsto hasta el punto que uno de los navíos hacía las veces de hospital. Los soldados eran en su mayoría gente bisoña en las lides navales, mientras que los jefes eran marinos de reconocido prestigio como Álvaro de Bazán, Juan Andrea Doria y Agustín Barbarigo.

Allí, fondeó la Armada de la liga en la Fosa de San Juan donde se celebró una misa muy especial, delante de buena parte de la tripulación. La agitación, la conmoción y el temor se mezclaban entre los soldados y marinos, pero también convencimiento en sus posibilidades de victoria. Esta confianza en el triunfo, junto al exitoso uso de toda la potencia artillera con el tradicional abordaje, fue clave en el desenlace.

La escuadra aliada se dirigió a Corfú, una de las islas venecianas de la parte de Levante que había sido arrasada por los turcos. Los venecianos eran partidarios de un ataque rápido, antes de que los buques turcos, que acababan de asolar nuevamente Chipre, se reuniesen con los que Alí Pachá –o Pasha- tenía en el golfo de Lepanto. Poco antes de la contienda, el 28 de septiembre de 1571 Felipe II envió una carta a Sancho de Padilla, embajador en Génova, pidiendo la gran armada de Juan de Austria invernase en Sicilia y se esperase a una estación más benigna para atacar. De haber llegado a tiempo esta orden, se hubiese cambiado el rumbo de la historia; la batalla de Lepanto no hubiese ocurrido en 1571 y nunca sabremos dónde y cuándo se habría producido el enfrentamiento, ni tampoco con qué desenlace. Sea como fuere lo cierto es que la misiva llegó cuando la escuadra de don Juan de Austria había puesto rumbo a su encuentro con los turcos, en el golfo de Lepanto. El 7 de octubre de 1571 divisaron las velas enemigas. Cuentan las crónicas que en ese momento un piloto susurró al oído de don Juan: sacad las garras señor que dura ha de ser la jornada. Asimismo, se le preguntó si celebraría consejo a lo que respondió: no es tiempo de razonar sino de combatir.

La escuadra turca estaba formada por 277 buques entre galeras, galeotas y fustas, divididas en cuatro escuadras. Estaba al mando supremo del favorito del sultán, un joven arrojado, pero con poca experiencia, llamado por los españoles Alí Pachá. Estos eran superiores en número de navíos, pero no en pertrechos ni en cañonería. Al ver Alí Pachá aparecer en el horizonte de aquella turbia mañana las velas de la escuadra de la Liga palideció, pero no por ello dejó de presentar combate.    

La disposición táctica de la armada de la Santa Liga era la siguiente: el flanco izquierdo estaba mandado por el proveedor de Venecia Agustín Barbarigo, al mando de 64 galeras venecianas, mientras que el derecho lo ocupaba Juan Andrea Doria con otros tantos buques. En el centro estaba la capitana de don Juan de Austria, flanqueada por la capitana veneciana, al frente del comandante Sebastiano Venier, y la capitana del Papa, gobernada por el almirante Marco Antonio Colonna. Don Álvaro de Bazán se encargaba de cubrir la retaguardia con treinta galeras, mientras que la vanguardia, algo adelantada del resto de la armada, iría don Juan de Cardona con ocho galeras. Las veinte naves mancas de aprovisionamiento, al mando del capitán César de Ávalos, navegarían a cubierto entre las escuadras citadas.

La escuadra turca se estructuraba de forma similar, yendo Alí Pachá, flanqueado por la izquierda por el gobernador de Argel y, por la derecha, por el Pachá de Alejandría y en la retaguardia Murad Dragut. 

Unos y otros confiaban en sus fuerzas y creían factible la victoria pues, de hecho, ambas formaciones buscaron durante varios días el encuentro. En este caso, la suerte le sonrió a don Juan de Austria, pues, la armada enemiga se encontraba a la entrada del golfo de Lepanto y fue bloqueada, en lo que se considera un gran éxito táctico. El enfrentamiento empezaba en el mejor de los escenarios posibles para la escuadra aliada. 

Tras los primeros disparos de lombardas el primer enfrentamiento se produjo entre las galeras venecianas de Barbarigo y las musulmanas del Pachá de Alejandría. Los gritos ensordecedores de la chusma turca se oyen a distancia. Barbarigo cae mortalmente herido mientras su nave es presa de los turcos. La capitana de la armada de la Liga, al frente de don Juan de Austria se dirigió hacia la de Alí Pachá hasta llegar al abordaje. En los puentes de las dos embarcaciones se luchó como si de tierra firme se tratara. Flechas turcas, arcabuzazos, choque de espadas, cimitarras, astillas de las embarcaciones, humo, griterío, alaridos de horror; todo resuena en una macabra y confusa sinfonía.

Don Juan, empuñando su espada, combatió como un soldado más, en un momento de gran peligro. Por fortuna, los navíos de Álvaro de Bazán y de Marco Antonio Colonna acudieron en su auxilio y se hicieron con el control de la capitana turca, matando a Alí Pachá. Poco después, un soldado le seccionó la cabeza al líder turco y la presenta a don Juan, quien apenado aparta su rostro. Resuena entonces el grito de ¡victoria! Tras cinco horas de recio combate la batalla se había decantado a de los cristianos. Era un 7 de octubre de 1571, desde entonces el Imperio mantuvo un control mucho mayor del Mediterráneo. Un año extremadamente simbólico para la historia del Imperio, en el que al tiempo que se libraba esta gran batalla por el control del Mediterráneo, Miguel López de Legazpi, fundaba muy lejos de allí la ciudad de Manila.

No obstante, el coste humano fue extremadamente alto: 30.000 muertos entre las filas otomanas y 7.750 entre las de la Santa Liga, además de varios miles de heridos entre los dos bandos. Las cifras nos dan una idea de la magnitud y de la crudeza de los combates vividos en el golfo de Lepanto. Las batallas las suelen ganar quienes innovan o aportan un nuevo elemento que marca la diferencia. Una de las principales claves de la victoria de la Liga en Lepanto fue el uso por primera vez en el mar, de un ataque masivo y simultáneo de artillería e infantería. Sorprender al enemigo con una descarga rápida de toda la potencia artillera al tiempo que se practicaba el tradicional abordaje. Este factor unido a la alta moral de los combatientes cristianos que estaban persuadidos de que su guerra era justa, posibilitó una difícil victoria frente a los otomanos.

La ofensiva acabó a las 16:00 horas del 7 de octubre y Felipe II no supo de la victoria hasta el 29 de octubre, es decir, hasta tres semanas después. Tras la alegre noticia se organizó en Madrid una multitudinaria y solemne procesión de acción de gracias en la que participó emocionado el rey prudente. Probablemente la historiografía española ha sobrevalorado los efectos de esta gran victoria porque Lepanto ha sido durante siglos un verdadero símbolo de la patria hispana y quizás también de la cristiandad.

Desde hace mucho tiempo la batalla naval de Lepanto dejó de ser un simple hecho histórico para trascender el terreno de la leyenda. La historiografía tradicional exageró las consecuencias de esta contienda, igual que los ingleses exageraron las consecuencias de la derrota de la Invencible. De hecho, Cesáreo Fernández Duro resaltó que Lepanto fue la herida que mató el poderío naval de los otomanos. Sin embargo, es obvio que Lepanto no significó el fin de la amenaza turca en el Mediterráneo, como la derrota de la Invencible no significaría la pérdida de la hegemonía hispánica en el Atlántico. De hecho, en un tiempo récord de un año los turcos reconstruyeron una flota no menor que la perdida en Lepanto. Eso sí, al igual que ocurriría después con la Invencible, el impacto psicológico fue muy alto, demostrando que la armada turca podía ser derrotada incluso a los pies de la Sublime Puerta. Asimismo, aunque el potencial bélico de los otomanos continuó sí que es cierto que desde Lepanto su posición fue más defensiva, abandonando la idea de ocupar de manera permanente plazas en el Mediterráneo occidental e incluso central.  

Es un fragmento del libro:

Esteban Mira Caballos: Las armadas del imperio. Poder y hegemonía en tiempo de los Austrias. Madrid, La Esfera de los Libros, 2019, pp. 240-245.

ESTEBAN MIRA CABALLOS       

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