Aunque a veces, cuando escuchamos las noticias nacionales e internacionales, en las que con estupor, conocemos genocidios y asesinatos en muy diversos lugares del mundo, uno siempre tiene la tendencia a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero no es exactamente cierto; por desgracia la historia de la humanidad es la crónica de la imposición del más fuerte sobre el más débil. Y esta percepción no es nueva, ya en el siglo I a.C. el historiador griego Dionisio de Halicarnaso aseguro que esta dinámica constituía una ley de la naturaleza que nada ni nadie podría cambiar. Y es que la guerra, las conquistas, los asesinatos y los robos han sido una constante en la historia de la humanidad. En este sentido ha llegado a escribir Robert Ardrey, con grandes dosis de pesimismo, que el hombre se diferenció del chimpancé cuando durante miles de años de evolución hizo del hecho de matar una profesión.
El caso que ahora traemos a colación no deja de ser una anécdota, es decir, una microhistoria, pero su lectura me ha provocado algunas reflexiones. El luctuoso suceso ocurrió en Hornachos un 14 de mayo de 1750 cuando un hombre fue asesinado a balazos en un baldío. En la partida de enterramiento conservada en la parroquial de la villa, el cura anotó lo siguiente:
En la villa de Hornachos en catorce días del mes de mayo (de 1750) se enterró de caridad un hombre mozo que se hallaron muerto en el baldío de Trasierra por (en)cima del sitio que llaman de Peña Orduz en las rozas de los llanos de Antón. No se conoció por decir tenía el rostro desollado, el pelo negro crespo y cortado a la moda, una señal en la mano izquierda como de carbunco o quemadura en la palma de afuera y otras señales que constan de los autos que la justicia ha formado a que me remito, el que mataron de un tiro que le entró por las espaldas con dos balas y dos postas. Se le hizo un oficio de tres lecciones y misa cantada de cuerpo presente y lo firmé. Pedro José Ortiz Ortega. (Libro de defunción de la parroquial de Hornachos, C.C.S.A. microfilm 454, fol 94r).
Como puede observarse el pobre muchacho no sólo fue asesinado por la espalda, sino que su asesinó se encargó de desollarle la cara para que no pudiese ser reconocido. El crimen, obviamente, jamás se resolvió, ni el hombre fue identificado ni menos aún su asesino. Y es que quedaban más de dos siglos para que se descubriera eso que hoy llamamos las pruebas de ADN, que tanta justicia hacen y que tanto contribuyen a esclarecer crímenes.
Como ya he dicho, el dato no tiene la menor importancia, pero creo que nos puede servir para reflexionar sobre el pasado y el presente del hombre, donde la envidia, la venganza y el crimen han sido desgraciadamente omnipresentes. Y es que como dijo un filósofo decimonónico, la felicidad son páginas en blanco dentro de la Historia. Esperemos que algún día sobrevenga una revolución, la revolución ética que la humanidad necesita para su propia supervivencia.
Esteban Mira Caballos
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