Miembro de una acomodada familia carmonense, estudió en el colegio sevillano “Maese Rodrigo” de Sevilla. En este centro destacó como estudiante, cobrando fama de “docto y excelente orador”. Fue nombrado como Obispo de la diócesis de Huamanga a finales de 1623. Se trataba de un obispado relativamente nuevo, pues había sido erigido por bula Papal en 1614, siendo su primer prelado fray Agustín de Carvajal.
Llama la atención la concesión exacta de esta mitra, pues, en Huamanga -desde 1825 denominada Ayacucho- se había concentrado un pequeño grupo de carmonenses a lo largo del siglo XVI. De hecho, desde 1570, otro carmonense, Alonso Barba estaba enviando cartas a su localidad natal para que alguno de sus hijos viajase a esa próspera tierra. Varios carmonenses más se animaron a emigrar a la zona, incluido un pariente del futuro obispo, Sancho Verdugo Barba, que emigró pocos años antes que él, con su mujer y sus cuatro hijos.
Se trataba de una diócesis difícil ya que en su jurisdicción se encontraban las tristemente famosas minas de mercurio de Huancavelica. Gran parte de los indios de su diócesis estuvieron sometidos al régimen de la mita. Como es bien sabido, esta institución reorganizada por el virrey Francisco de Toledo a partir de 1574, obligaba a los indios a trabajar en las minas una semana sí y dos no, durante un año y a cambio de un salario simbólico. En el caso de Huamanga, estuvieron sujetos al trabajo en estas minas los indios de 40 millas a la redonda, previéndose en principio que hubiese en su laboreo 620 mitayos. Pero los aborígenes no sólo debían soportar duras jornadas de trabajo sino que estaban sometidos a los perjudiciales gases que este mineral desprendía y que los terminaban matando en menos de dos años.
Desde el primer momento, el Obispo Verdugo quiso buscar una solución, empezando por denunciar su explotación. Concretamente, escribió que las regiones en torno a las minas estaban casi despobladas por la mita, y los mineros les hacen malos tratamientos, que no hay que espantar huyan los indios. Tras tres visitas a su diócesis y después de haber intentado poner remedio a la situación de los mitayos, escribió al Rey, el 2 de febrero de 1626 ratificando la inocencia de los indios y el mal trato que le proporcionaban los mineros. A continuación reproducimos parcialmente su carta ya que en ella se ve el espíritu humano de este carmonense:
Verdaderamente no les falta fe y afición y amor a las cosas de Dios y culto divino, sino que los trabajos y desventuras y malos tratamientos los hacen casi desesperar y huirse… Han infamado a los indios, pues más bien hay que agradecer a Dios que no hayan perdido la escasa fe que en ellos ha habido…
Se trata sin duda de palabras muy valientes por parte del Obispo de Huamanga no olvidemos que en aquel tiempo dudar del sistema de la mita era poner en peligro los ingresos de la élite colonial española. La oposición al eclesiástico debió ser importante, pese a lo cual se ratificó en las mismas ideas toda su vida. Además se adelantó a su tiempo comenzando una oposición al trabajo indígena que fue continuada décadas después por personajes como el Virrey Conde de Lemos.
También se preocupó de construir la catedral ya que su antecesor había erigido un edificio liviano, con materiales vernáculos. La obra se proyectó por el jesuita Martín de Aipitarte. Aunque en el proyecto original se preveían tres naves, la escasez de fondos, obligó a erigirla finalmente de una sola. El 26 de agosto de 1632 comenzaron las obras, colocándose la primera piedra el 4 de octubre del mismo año. La construcción se demoró más de lo esperado por lo que fueron los sucesores en la mitra de Huamanga los que la acabaron.
Por otro lado, Verdugo erigió el seminario de la diócesis, estableciendo unos estatutos inspirados en los de Cuzco. Habría 12 becados que, curiosamente, vestirían el mismo uniforme que llevaban los alumnos del colegio Maese Rodrigo de Sevilla, del que él mismo había sido antiguo alumno. Igualmente, Verdugo convocó el primer sínodo de la diócesis, invitando a él tanto a eclesiásticos como a laicos.
Como colofón a su trayectoria fue presentado como quinto arzobispo de México, cargo que no llegó a ocupar porque le sorprendió la muerte en la ciudad de México, el 6 de agosto de 1636. Sus restos mortales se trasladaron a la Catedral de Huamanga, a cuyo sepelio acudieron cientos de fieles de todos los rincones de su diócesis.
BIBLIOGRAFÍA:
EGAÑA, Antonio de: Historia de la iglesia en la América española, T. II, Madrid, B.A.C., 1966.
MÉNDEZ BEJARANO, Mario: Diccionario de escritores, maestros y oradores naturales de Sevilla y su actual provincia, Sevilla, Libros Padilla, 1989.
MIRA CABALLOS, Esteban: Conquista y destrucción de las Indias. Sevilla, Muñoz Moya Editor, 2009.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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