
Con motivo del 75 aniversario de la fundación de la querida Peña La Giraldilla de mi pueblo, Carmona, se me ha ocurrido contribuir, como americanista, con lo único que sé hacer, es decir, con un pequeño artículo histórico sobre paisanos míos en la guerra de Cuba.
En 1868 se inició la primera guerra de Cuba (1868-1878) que acabó con la paz de Zanjón de 1878 que, en realidad, fue más bien una tregua en el conflicto. Los rebeldes acabaron derrotados y no les quedó otra que aceptar, sin condiciones, el tratado de paz. En 1895, con el Grito de Baire se produjo un nuevo levantamiento independentista en treinta y cinco localidades cubanas, encabezadas y organizadas por José Martí. Comenzaba así la segunda guerra cubana (1895-1898), aunque su líder, José Martí, murió en combate a las pocas semanas de iniciarse. En ese año, los rebeldes hostigaron al ejército español que mandaba el general Arsenio Martínez Campos, quien, ante su actitud suave con los insurgentes, fue sustituido por el general Valeriano Weyler. Este último, al mando de un gran ejército, se dispuso a exterminar a los revolucionarios, aun a costa de arruinar la isla. Weyler obligó a emigrar a la población rural a emigrar a las ciudades, en lo que se llamó Orden de Concentración, para que la guerrilla no encontrara apoyo. A continuación, dividió el territorio con líneas fortificadas, llamadas trochas, agrupando a los campesinos en reductos para que no pudiesen apoyar a los insurgentes, lo que causó una gran hambruna. La superioridad de los españoles chocó con el conocimiento del terreno por parte de los cubanos que además contaron con material de guerra proporcionado por los EEUU.
En la Península aumentó el malestar contra la guerra y, tras el asesinato de Antonio Cánovas el 8 de agosto de 1897, el progresista Práxedes Mateo Sagasta intentó solucionar el problema con la Ley de Autonomía, en el que les daba los mismos derechos que a los territorios peninsulares. Pero, cuando esas medidas comenzaban a dar fruto, se produjo la entrada de Estados Unidos en la Guerra, tras la voladura del acorazado Maine, el 15 de febrero de 1898, que estaba fondeado en el puerto de La Habana. Murió buena parte de su dotación, unas 266 personas.

De su hundimiento culparon a España, aunque hoy sabemos -como siempre defendió el gobierno de Madrid- que fue una explosión interna, de la caldera o del polvorín del propio buque. Sin embargo, Los Estados Unidos encontraron la excusa perfecta para declarar la guerra a España y arrebatarle el pequeño imperio insular que aún poseía. Antes de empezar la guerra –por si acaso- los estadounidenses intentaron comprar la isla, encontrando un nuevo rechazo por parte del gobierno español.
El 27 de abril de 1898, el presidente del gobierno Práxedes Mateos Sagasta, ante el Congreso de los Diputados, en vista de que no había más alternativa a tanta afrenta, se vio obligado a declarar -más bien a aceptar- la guerra:
La nación española puede ser vencida, pero jamás impunemente afrentada. A la guerra, pues, vamos con la conciencia tranquila, vamos sin ruido y sin arrogancias, pero decididos a cumplir con el deber que el patriotismo nos impone, sin vacilación y sin temores, y mucho menos con pánico ninguno.
Justo dos días después, el 29 de abril de 1898, se reunió el cabildo de Carmona, siendo alcalde presidente José Lasso de la Vega y Zayas, y acordaron por unanimidad, abrir una suscripción popular para recaudar fondos para los gastos de la guerra, deseosos, dijeron, de contribuir a la integridad del territorio y honra de nuestra patria. (Actas capitulares, 1898, fols. 31r-32v). Sin embargo, sin tiempo de recaudar dicha ayuda, solo dos días después, concretamente el 1 de mayo de 1898, se enfrentaron la armada española del Pacífico con la estadounidense, en aguas cercanas al puerto de Cavite, en Filipinas. La evidente inferioridad técnica y táctica de la escuadra española quedó de manifiesto en la contienda, y la armada del contraalmirante gallego Patricio Montojo (1839-1917) fue aniquilada a manos de la flota estadounidense comandada por el comodoro George Dewey. Por cierto, que Montojo sufrió un consejo de guerra en el que fue degradado, al huir con el buque insignia, el crucero acorazado Reina Cristina, abandonando a su suerte al resto de su escuadra. Tres días después, concretamente el 4 de mayo, el cabildo de Carmona emitía sus condolencias por el desastre de Cavite, con palabras muy sentidas:
En vista del heroísmo de que una vez más han dado pruebas nuestros bravos marinos, luchando con fuerzas tan desiguales, proponía se hiciese constar esta acta que el Excmo. Ayuntamiento les dirigió un tributo de admiración y sentía con profundo dolor el que se haya derramado la sangre de tantos y tan queridísimos hermanos; y su cabildo así lo acordó por unanimidad. (Actas Cap. 1898, fols. 33r-34v)
Por su parte, la escuadra española del Atlántico, comandada por el almirante gaditano Pascual Cervera (1839-1909) se encontraba fondeada en el puerto de Santiago (Cuba). El 3 de julio de 1898, a sabiendas del bloqueo del puerto por buques estadounidense, comandados por el almirante Sampson, Cervera decidió zarpar para morir combatiendo, con honor. Sus palabras fueron las siguientes: Así nos lo exige el sagrado nombre de España y el honor de su bandera gloriosa. Todas sus unidades de guerra fueron torpedeadas y hundidas, en total, cuatro cruceros acorazados, incluyendo el buque insignia infanta María Teresa, y dos contratorpederos. Solo el crucero acorazado Cristóbal Colón superó el cerco, pero fue alcanzado, y su capitán lo embarrancó antes de ser apresado. Las consecuencias son de sobra conocidas: en solo dos horas murieron 350 marinos mientras que el número de prisioneros ascendió 1.300, incluyendo al propio Cervera. Al llegar a España, el almirante gaditano volvió a insistir en que había preferido el combate en altamar que morir en la ratonera.

La situación que se vivió en aquel combate debió ser francamente trágica como describió un superviviente del crucero Furor:
El fuego era horroroso. Navegábamos a toda máquina, recibiendo un diluvio de granadas… Yo no hacía más que preparar cajas de municiones que eran izadas inmediatamente sobre cubierta. Pero a los pocos minutos sufrió el barco una conmoción inmensa y sentí arriba un gran estrépito. Grité desde el pañol y nadie contestó. Me extrañó que no me pidieran municiones y trepé por la escotilla… Me encontré con un espectáculo que no olvidaré en la vida. La cubierta estaba llena de cadáveres destrozados. La sangre corría por todas partes. Nuestro buque, deshecho y sin gobierno, comenzaba a zozobrar… Yo me eché al agua y nadé haciéndome el muerto unas veces y otras cerrando los ojos para no ver las granadas enemigas que habían de rematarme. Los insurrectos nos esperaban emboscados en la copa de los árboles. Llamaban a los que salían y al acercarse los fusilaban. Advertí la treta y playeando, llegué completamente desnudo a Santiago donde fui socorrido.
Debido al luto por las pérdidas, el cabildo de Carmona, el 2 de septiembre de 1898, decidió suspender los festejos de la Virgen de Gracia, y destinar el dinero a repartir pan entre los pobres. (Actas cap. 1898, fols. 64r-65r).
El Tratado de París (1898) obligó a España a abandonar las islas de Cuba y Puerto Rico, y a ceder la isla de Guam -la mayor de las islas Marianas-, en Oceanía, a Estados Unidos como indemnización de guerra. Por las islas Filipinas, los norteamericanos se avinieron a pagar veinte millones de dólares en compensación. Después se vendió el resto del imperio colonial -Palaos, Carolinas y el resto de las islas Marianas- a Alemania. Adolfo Jiménez Castellanos, fue el último gobernador y capitán general español de Cuba, quien, cumpliendo con el tratado de Paris del 10 de diciembre, renunció en nombre de su país a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba. Las pérdidas humanas de todo el conflicto cubano se calculan en más de cien mil hombres, la mayoría a causa de enfermedades que, si no mataban, dejaban secuelas de por vida, como la fiebre amarilla, la malaria o paludismo, el dengue o el tifus. La economía se resintió con esta pérdida mientras que el ejército sufrió un gran desprestigio, a pesar del valor demostrado. Y a nivel social, causó gran malestar entre las clases trabajadoras el hecho de que solo fuesen a la guerra los más pobres, es decir, aquellos que no podían pagar las dos mil pesetas que se pedían por quedar excluido de la recluta.
El ayuntamiento de Carmona poco pudo hacer para contribuir con su país, más allá de acoger a los paisanos que llegaban heridos de aquella contienda. Así, el 28 de noviembre de 1896 el cabildo, presidido por José Lasso de la Vega, acordó socorrer a Juan del Río Ramírez, carmonense del batallón de Cazadores de Puerto Rico, que había regresado muy enfermo, encontrándose, además, que su madre era viuda. Por ello, le concedieron una peseta y media diarias, mientras durase su convalecencia. (Actas Cap. 1896, fols. 105v-106r).
De nuevo, el 19 de noviembre de 1897 el cabildo, presidido por Melchor Ordóñez Marra, decidió auxiliar al soldado de infantería de marina Anastasio Hidalgo Bermúdez que llego con una licencia de dos meses por enfermedad. En Carmona, además, supo del fallecimiento de su progenitor, y de la precaria situación económica en que había quedado su familia, por lo que se decidió ayudarle con una cuantía total de setenta y cinco pesetas. (Actas cap. 1897, fols. 122v-123v).
Los repatriados de la guerra de Cuba llegaron en unas condiciones lamentables, la mayoría con disentería, tuberculosis o anemia, y sin honores, como derrotados. Varios vapores se encargaron de la repatriación, arribando a puertos como los de Barcelona, Valencia, Málaga, Cádiz, Vigo, La Coruña y Santander. De esos cientos de repatriados, y sin ánimo de ser exhaustivos, conocemos algunos originarios de nuestro pueblo:

Vaya mi pequeño homenaje a estos supervivientes desconocidos de la guerra de Cuba, la mayoría con edades comprendidas entre los 20 y los 29 años. Carmonenses a los que el destino les llevó a luchar en una guerra muy ajena a sus intereses personales, lejos de la tierra que les vio nacer. Con todo, estos al menos pudieron regresar para contarlo.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
García Ramos, Manuel Antonio y José Luis Cifuentes Perea: “El impuesto de sangre de Trujillo durante la guerra de Cuba (1895-1898)”, XLIII Coloquios Históricos de Extremadura, Trujillo, 2015, pp. 171-199
Izquierdo Canosa, Raúl: Viaje sin regreso. La Habana, Ed. Verde Olivo, 2001.
Morales Padrón, Francisco: Los repatriados sevillanos del 98. Sevilla, Excmo. Ayuntamiento, 2001.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
(*) Este artículo se publicó en la revista del 75 aniversario de la fundación de la peña La Giraldilla. Carmona, mayo de 2023.
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