RELIGIOSIDAD A BORDO DE UN GALEÓN DEL SIGLO XVI

El pasaje sobrellevaba como podía las incomodidades extremas del viaje así como el miedo a lo desconocido. Debían sentirse como pequeñas hormigas al lado de elefantes, pero, si todo iba según lo previsto, era un sufrimiento soportable. En cambio, el miedo, el pavor y la desesperación se desataban cuando oteaban en el horizonte velas enemigas o cuando los primeros truenos evidenciaban la llegada de una gran tempestad. En esos momentos, la actividad frenética de los mandos, preparando el navío para esa situación extrema, exacerbaba el nerviosismo y el miedo de los sufridos pasajeros. También sabían que, llegado el momento, ya fuesen soldados, marineros o pasajeros, debían entrar en acción para intentar mantener a flote el bajel. Cuando el mar enfurecía no respetaba rangos sociales, ni distinguía sexos ni edades.
Esta omnipresencia del peligro, la alargada sombra de la muerte que todos presentían, así como la inmensidad del océano, con sus soledades provocaba innumerables manifestaciones religiosas, públicas y privadas. Efectivamente, la vida en el mar era precarísima, cruda y extremadamente peligrosa. Una tormenta, un ataque corsario, un accidente o una simple avería podían costarles la vida a todo el pasaje en cuestión de minutos. Como escribió Antonio de Guevara en el siglo XVI, no hay navegación tan segura en la cual entre la muerte y la vida haya más de una tabla. De ello eran todos conscientes lo que provocaba estas manifestaciones públicas de fe.
Prácticamente en todos los buques había un capellán, encargado de velar por el consuelo espiritual de todas las personas que iban a bordo. Incluso en las flotas y armadas viajaba siempre un capellán mayor en la capitana, con autoridad sobre el resto de los capellanes de la escuadra. Todos los días se rezaban unas oraciones al amanecer, y una salve o letanías al atardecer, improvisando los días de fiesta un pequeño altar en el que se decía misa. Si se presentaba una situación de extremo peligro se multiplicaban los gritos pidiendo la intercesión de la Virgen o de San Telmo. El 20 de enero de 1524, viajando Alonso de Zuazo en una pequeña carabela desde Cuba a Nueva España, les dio tal tempestad que solo les quedó remitirse a Dios, lo cual no fue suficiente para evitar el naufragio.

Así, según un testimonio de la época, en el viaje que capitaneó Ruy López de Villalobos al Maluco, entre 1542 y 1547, padecieron tanta hambre y sed que, temiendo la muerte, todos confesaron y rezaron que nunca vi gente tan devota y menospreciadora del mundo. En enero de 1580 un navío que se encontraba en torno al estrecho de Magallanes sufrió una tormenta de tal magnitud que creyeron que se irían todos a pique. Cuando la situación mejoró recuperaron el aliento y se encomendaron devotamente a la Virgen de Guadalupe, y echamos un romero con limosna para aceite a su santa casa.
Por supuesto, si se preveía la entrada en combate, especialmente si era un buque preparado para la guerra, siempre se sacaba tiempo para realizar una emotiva ceremonia religiosa. Y frente a los peligros del mar, ante la cercana sombra de la muerte, que todos los tripulantes eran capaces de presentir, hasta el más escéptico se tornaba un ferviente cristiano. Por ello, nos explicamos perfectamente que circularan viejos refranes como éste: quien no sabe rezar métase en el mar. En ese mismo sentido Gonzalo Fernández de Oviedo escribió:
Si queréis saber orar aprender a navegar, porque, sin duda, es grande la atención que los cristianos tienen en semejantes calamidades y naufragios para se encomendar a Dios y a su gloriosa madre…

Así, el capitán general de la Armada Real, Fernando Carrillo Muñiz de Godoy, primer marqués de Villafiel, el 15 de marzo de 1679, se enfrentó a un temporal en el que temió perder toda su escuadra. Pues bien, invocó a la Virgen del Pilar y, según su testimonio, por su intercesión, salió indemne toda la armada. Estaba claro que ante el peligro inminente de muerte todos echaban mano de sus creencias para intentar aliviar sus conciencias y sus certezas. Lo mismo veían -o creían ver- monstruos demoníacos o maléficos que amenazaban su existencia que santos que concurrían en su auxilio. Hasta el más incrédulo era capaz de tornarse en un ferviente devoto de toda la corte celestial.

PARA SABER MÁS:
Esteban Mira Caballos: Las armadas del Imperio. Poder y hegemonía en tiempo de los Austrias. Madrid, La Esfera de los libros, 2019.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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