
Aunque existe mucha literatura escrita sobre la temática, el libro que acaba de publicar el capitán de navío jubilado, Marcelino González, es un importante aporte. El volumen contiene un total de 419 páginas de letra prieta en la que se condensa todo lo que se sabe hasta la fecha de todo lo concerniente a una nao del siglo XVI. No hay nuevos aportes documentales, pero sí una síntesis bibliográfica extraordinariamente completa de todo lo que se ha escrito y sabemos sobre la temática. Y no solamente las cita al final de la obra, sino que se nota que ha integrado todo ese caudal de conocimiento en las páginas de su obra.
Además de prólogo, presentación, epílogo y glosario, contiene 22 capítulos en los que desarrollan todos y cada uno de los aspectos relacionados con el barco. Y no se olvida de nada pues lo mismo analiza la construcción y el mantenimiento de los navíos que los instrumentos náuticos, los tripulantes, el pasaje, la estiva, los combates y la vida a bordo. Entre esto último, se ocupa lo mismo de la religiosidad que de la alimentación, el ocio, la sexualidad y la disciplina.
La decisión de embarcar como pasajero era difícil y lo hacían obligados por las circunstancias, pues como indica el autor, había que estar loco para embarcarse voluntariamente. Además, el pasaje y el mantenimiento no estaban al alcance de todo el mundo, aunque había billetes más económicos. La cifra media del billete si situó durante el siglo XVI entre los 7.500 y los 8.000 maravedís por persona –en torno a unos 2.500 euros actuales-, motivo por el cual suponían unos ingresos muy apetecibles para los maestres y/o dueños de las naves.
Los navíos del siglo XVI distaban mucho de ser cruceros de lujo. Muy al contrario, el reducidísimo espacio en el que se desarrollaba la vida implicaba unas incomodidades y un sufrimiento extremo, incluso en las travesías más tranquilas. Las naos disponían de una o a lo sumo dos cubiertas a la que se le colocaban sobrecubiertas y toldas para proteger en alguna medida a la tripulación y al pasaje. Asimismo, apenas disponían de una pequeña cámara en popa, y alguna que otra improvisada sobre la marcha con maderos y mamparos. Normalmente la cámara de popa era la del maestre y/o capitán del navío, aunque con frecuencia se le cedía a algún pasajero especial que hubiese pagado adecuadamente por ello. Nada tiene de extraño que el padre fray Tomás de la Torre comparase al barco con una cárcel de la que nadie, aunque no lleve grillos, podía escapar.
La vida en cubierta era tremendamente dura, pues, a veces el frío hacía acto de presencia y en otras el sol del trópico abrasaba a todo el que se expusiera a él. Si permanecían en cubierta, a poco que hubiese marejada, las salpicaduras de agua y las inclemencias del tiempo los martirizaban continuamente. Pero si decidían meterse bajo cubierta o en la bodega, el panorama no era mucho mejor pues, además del calor, el hedor era insufrible. El espacio de que disponía cada pasajero en un barco de la Carrera de Indias era limitadísimo, de apenas 1,5 m2 por persona.
Uno de los problemas más graves que se vivían en las grandes travesías era la falta de higiene y sus molestas consecuencias. Los olores eran nauseabundos, fundamentalmente por el hacinamiento y por la falta de una higiene personal. Y es que el agua dulce era un bien tan escaso que no se podía dedicar a la limpieza, ni del barco ni del aseo de los tripulantes y pasajeros. Por lo general, como dice el autor, bañarse mucho se veía como pernicioso para la salud porque creían que restaba protección, y se consideraba cosas de moros. Pero, en cualquier caso, hasta la persona más cuidadosa con su aspecto físico apenas tenía disponibilidad para cuidarse adecuadamente. Para hacer sus necesidades se habilitaban unas letrinas a proa y a popa, en las que sin ningún pudor y prácticamente a la vista de todos los hombres orinaban y defecaban, subiéndose al borde del buque y agarrándose con fuerza para no caer al océano. Más adelante, en las naos y en los galeones de la Carrera de Indias se habilitó en popa una tabla agujereada, llamada beque, que facilitaba las deposiciones de tripulantes y pasajeros, sin riesgo de caer al mar.
Obviamente, cucarachas, chinches, pulgas, garrapatas y piojos campaban a sus anchas sin que existiese la más mínima posibilidad de erradicarlas. Y lo peor de todos, a decir de Antonio de Guevara, estos incómodos seres no entendían de privilegios y chupaban lo mismo la sangre de un pobre grumete que la de un arzobispo.
Todos los alimentos embarcados debían tener la máxima durabilidad posible. Obviamente, los alimentos frescos, como verduras y frutas duraban apenas unos días. También se solían embarcar animales vivos, sobre todo gallinas, pavos y ocasionalmente animales de mayor tamaño como cerdos o carneros. Nada tiene de extraño que los primeros días, e incluso, la primera semana, fuese la más equilibrada desde el punto de vista dietético. Pero pasados estos primeros días, los alimentos frescos y la fruta se acababa y si la travesía se alargaba en exceso comenzaban a aparecer los primeros síntomas del escorbuto, una enfermedad típica de los hombres de la mar, provocada por la carencia de vitamina C. Bien es cierto, que no fue frecuencia en los barcos de la Carrera de Indias porque su duración no iba más allá de 40 o 50 días. Sin embargo, sí que hacía su aparición en el Galeón de Manila, pues el trayecto duraba varios meses. Pasadas las primeras semanas se acababan los alimentos frescos y no había más ración que tortas de pan agusanadas, queso, pescado en salazón y tasajo. El déficit de vitamina C provocaba el temido escorbuto y la carencia de vitamina B, el beriberi, que diezmaban a las tripulaciones. No en vano se decía en Acapulco que los pocos supervivientes del Galeón traían aspecto de cadáveres o de penitentes, muy trabajados por la penitencia.
En general, la dieta contenía dos alimentos claves: uno, el bizcocho, unas tortas duras de harina de trigo, doblemente cocidas y sin levadura que duraban largo tiempo motivo por el cual se convirtieron en la base de la alimentación de las tripulaciones. Por lo demás, solían comer carne al menos dos veces en semana y los cinco días restantes consumían habas, arroz y pescado. La carne, normalmente de cerdo, se llamada genéricamente tocino, aunque incluía la canal completa.
Esta omnipresencia del peligro, la alargada sombra de la muerte que todos presentían, así como la inmensidad del océano, con sus soledades provocaba innumerables manifestaciones religiosas, públicas y privadas. Efectivamente, la vida en el mar era precarísima, cruda y extremadamente peligrosa. Una tormenta, un ataque corsario, un accidente o una simple avería podían costarle la vida a todo el pasaje en cuestión de minutos.

La travesía solía soportar momentos muy duros, especialmente si la meteorología no era la más favorable. Pero si todo iba bien y había varios días de calma con el viento a favor, había tiempo para la distensión. Y era un buen momento para dejar atrás sus miedos y sobre todo la terrible sensación de desamparo que sufrían. Algunos marineros llevaban chirimías o trompetas, flautas o guitarras que tocaban en las noches estrelladas. Hay que tener en cuenta que todos los buques debían llevar estas chirimías porque servían para transmitir órdenes y para tocar himnos de combate. Pero, también eran utilizadas lúdicamente en las travesías. Otros cantaban romances o leían libros en voz alta, ante el deleite de la mayoría, pues entre la marinería las tasas de analfabetismo superaban el 80 por ciento.
A mi juicio, lo más valioso del libro es su magnífica estructura, con 22 capítulos y más de 100 epígrafes, que permite encontrar al lector lo que busca exactamente sin tener necesariamente que leer el libro entero. Un libro que se puede disfrutar leyéndolo del tirón, pero también seleccionando aspectos concretos de interés del lector.
Es reseña de:
GONZÁLEZ FERNÁNDEZ, Marcelino: Vida en una nao del siglo XVI. La vida a bordo en los barcos de la primera vuelta al mundo. Madrid, SND Editores, 2022, 419 págs.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
Fui marinero muy joven, en la mercante, y con ruta a Costa de Marfil, los autóctonos que embarcaban para la carga y colocación de la madera, troncos enormes, en los diferentes puertos, también tenían idénticos WC que los que se mencionan de las naves del siglo XVI… y estoy hablando de 1971