
Cristóbal Colón entrevió todo un plan para enviar esclavos indígenas a la Península Ibérica y así contribuir a rentabilizar su proyecto ultramarino (p. 32). Sin embargo, la reina Isabel de Castilla reaccionó muy pronto y declaró a los naturales vasallos de la Corona de Castilla. Desde las Leyes Nueva de 1542 la esclavitud de los amerindios quedó suprimida legalmente por lo que su servidumbre de facto ha pasado desapercibida. Posteriormente, los pocos amerindios que estaban en España fueron liberados en su mayor parte, aunque no resultó tan fácil hacer lo mismo con los que permanecieron en el continente americano. Y lo peor de todo es que dado que desde 1542 en teoría no existía la esclavitud indígena, nunca se llegó a abolir legalmente. De ahí que cuando se habla de esclavitud en América siempre se relacione con la de las personas de color, por lo que el autor habla de la otra esclavitud, para referirse a las de los indígenas.
En esta obra se traza un recorrido de la esclavitud indígena desde la llegada de los españoles hasta el siglo XXI, aunque haciendo alusiones frecuentes a la servidumbre previa, es decir, a la de la América precolombina. Efectivamente, el autor remonta los orígenes de la esclavitud a la época prehispánica, lo mismo los mayas que los aztecas, los iroqueses o los chimúes que traficaban con seres humanos (p. 13).
Tras la conquista, los españoles mantuvieron la esclavitud indígena, en unos casos directamente y en otras a través de los repartimientos y las encomiendas que se convirtieron de facto en una forma encubierta de servidumbre. Y es que la esclavitud del aborigen continuó por varios siglos porque se mantuvo legalmente la esclavitud por guerra por lo que bastaba con decir que un natural había sido tomado en buena guerra para legalizar su servidumbre. También se aceptó la esclavitud por rescate, es decir, cuando se trataba de esclavos que habían sido arrebatados a otros indígenas. Afirma el autor que España fue para el esclavismo indígena lo que portugueses a ingleses para el africano (p. 13). El trabajo sistemático y las epidemias periódicas provocaron una verdadera hecatombe demográfica que llevó a una muerte prematura a millones de personas. Fue, citando a Alfred W. Crosby, como arrojar cerillos encendidos a la yesca (p. 23). La influencia, la gripe, la viruela, el sarampión, la malaria, la fiebre amarilla o el tifus diezmaron gravemente a la mayor parte de las poblaciones indígena del continente, incluso a las que estaban más alejadas del contacto con los europeos. Trabajos como la mita en el Perú, o el sistema de la amalgama de mercurio para obtener la plata, que emanaba gases venenosos, provocó miles de decesos prematuros (p. 115). El autor insiste que la esclavitud del indígena ha subsistido hasta el siglo XXI, oculta o disimulada bajo distintas fórmulas de coerción (p. 317-318). Sin duda, está aludiendo a esa maldad líquida de nuestro tiempo de la que hablan Bauman y Donskis. Pero el autor, como historiador serio que es, lejos de cargar las tintas contra ninguna nacionalidad en concreto, subraya varios aspectos:
Primero, que también los ingleses, franceses, holandeses y portugueses participaron en la esclavitud indígena (p. 13). Y yo añadiría que también los alemanes en Venezuela, tras la concesión de esta región por Carlos V a los Welser, unos de los principales prestamistas del Emperador. Y por supuesto, en Hispanoamérica, estuvieron implicados en la esclavitud un amplio espectro social, no solo varones españoles. El autor cita el caso de una enérgica mujer llamada Constanza de Andrada, viuda de Mazapil, que fue socia capitalista en una empresa esclavista (p. 98). Pero también había naturales implicados, especialmente los comanches, utes, apaches y navajos, que hicieron de la venta de esclavos indígenas en el norte de México, uno de sus medios de vida. Con frecuencia cambiaban aherrojados -fundamentalmente niños- por caballos. Hasta los mormones de Utah se dedicaban a comprar niños indígenas, aunque en este caso lo hacían por librarlos de la esclavitud y, de paso, conseguir un nuevo adepto para su forma de vida ( pp. 267 y ss.).
Segundo, España fue el primer poder imperial que se planteó la libertad de unos indígenas a los que desde muy temprano trató de proteger. Y ello, siglos antes de que los franceses, ingleses o estadounidense ni tan siquiera se plantearan algo así. El autor destaca incluso la labor de Nicolás de Ovando, primer gobernador de las Indias, de quien dice que, pese a las matanzas de en las guerras de Higüey y Xaragua, era una persona profundamente religiosa y contraria a la esclavitud de los indígenas (p. 43). De ahí que, en 1505, introdujera la encomienda en las Indias, institución que él conocía bien al ser encomendero mayor de la Orden de Alcántara. Asimismo, las Leyes Nuevas de 1542 por la que se abolió la esclavitud del indígena fue un verdadero hito en la historia social, aunque los criollos se anotasen una victoria y por lo general hubiese que dar marcha atrás (pp. 74-75). También cita a funcionarios, como el virrey Luis de Velasco en Nueva España o el licenciado Alonso López Cerrato que liberaron de la esclavitud a miles de naturales. También elogia el autor, el empeño en parte infructuoso de Felipe IV, Mariana de Austria y Carlos II por erradicar la servidumbre en las Indias. La prohibición de cualquier forma de esclavitud del aborigen fue aprobada en 1679 y se recogió en la Recopilación de Leyes de Indias de 1680 (pp. 142). Asimismo, destaca el autor que otra singularidad del imperio hispánico es que en la frontera acostumbraba a haber misiones, que trataban de cristianar y castellanizar por medios pacíficos, frente a otros imperios que la expansión estaba directamente en manos de guarniciones militares (pp. 199-200). Pese a todo, en la praxis esta supresión de la esclavitud quedó en papel mojado porque se topó con diversos grados de oposición de los criollos que impidieron su cumplimiento íntegro (pp. 134-135). De hecho, durante la segunda mitad del siglo XVI se esclavizó en Nueva España a más de 6.000 chichimecas. Y es que el rancheo -captura- de naturales fue algo que perduró largo tiempo a lo largo de la época virreinal (p. 105). Y es que, como es bien sabido, en Hispanoamérica, la ley se acataba, pero no se cumplía.
Y tercero, queda claro que España jamás cometió genocidio en el continente americano, según el autor porque era contrario a la moral cristiana (p. 27). Yo añadiría un segundo motivo, que era totalmente irracional desde un punto de vista económico. Es importante que este historiador mexicano, experto en la materia, se muestre así de ecuánime pues todavía hay autores de la talla de Tzvetan Todorov, Jared Diamond o Yuval Noah Harari que incomprensiblemente siguen hablando de genocidio.
En una obra de esta envergadura siempre hay algunas cuestiones discutibles, errores u omisiones. Llama la atención que hable de los repartimientos y las encomiendas como sinónimos (p. 44), cuando no tenían nada que ver, pues el segundo de los conceptos tenía un contenido jurídico mucho más complejo que el repartimiento. Asimismo, hay saltos cronológicos muy acusados, pues pasa del siglo XVII al XIX con muy pocas alusiones al Siglo de las Luces y a las grandes rebeliones indígenas que se produjeron en ese tiempo. Pero, pese a estas observaciones, se trata de una obra extraordinaria, redactada por un historiador y con un extenso aparato crítico, tanto bibliográfico como documental. El resultado no podía ser otro que el de una obra monumental y equilibrada, donde no se cargan las tintas contra nadie en concreto. El autor se limita a probar documentalmente los hechos y a exponerlos, ahorrándose juicios de valor extemporáneos.
Andrés Reséndez: La otra esclavitud. Historia oculta del esclavismo indígena. Ciudad de México, Grano de Sal, 2019, 420 págs. I.S.B.N.: 976-607-98369-1-7
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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