V.V.A.A.: Historia General del Pueblo Dominicano, T. I. Santo Domingo, Academia Dominicana de la Historia, 2013, 762 págs.
Primero de los seis tomos en que se ha programado esta obra que pretende ser a la vez síntesis y estado de la cuestión de la historia de la República Dominicana. La colección está coordinada y supervisada por el Dr. Roberto Cassá, mientras que el presente volumen ha estado coordinado por el Dr. Genaro Rodríguez Morel. Colaboran en él nueve investigadores, seis dominicanos y tres españoles, todos ellos con una larga trayectoria profesional. No se puede adscribir el libro a una escuela historiográfica concreta porque colaboran autores con formaciones, sensibilidades, intereses y especialidades muy diferentes. Ha prevalecido, como indica el coordinador en la presentación, el deseo de integrar todos los conocimientos y avances historiográficos, por encima de partidismos o de afinidades personales.
Estamos, a mi juicio, ante un verdadero hito historiográfico, pues prácticamente, todas las obras generales sobre la historia de la República Dominicana habían sido firmadas por un solo autor, Antonio del Monte, José Gabriel García, Bernardo Pichardo, Máximo Coiscou, Américo Lugo, Gustavo Adolfo Mejía Ricard o Roberto Cassá, por citar solo algunos. En fechas muy recientes, Frank Moya coordinó en un solo volumen una historia dominicana, útil, aunque de objetivos modestos. Por eso, la obra que ahora reseñamos constituye la primera síntesis extensa, global y colectiva de la historia dominicana. Precisamente, se inicia con un amplio capítulo sobre historiografía, firmado por Roberto Cassá. En él se explica su tardío inicio tras la independencia, y su retraso secular, agudizado durante la etapa trujillista, entre 1930 y 1961. La dictadura provocó el exilio de los principales intelectuales, mientras que los historiadores afines al régimen plantearon una historia tradicionalista, positivista y hagiográfica, quedando un espacio mínimo de libertad para el resto de los intelectuales. Julián Casanova ha hablado del secano español para aludir al retraso de la historiografía española, provocada, en parte, por los 36 años de dictadura franquista, y esas mismas palabras pueden ser aplicadas a la historiografía dominicana. Muy tardíamente, en los años sesenta, emergió la historiografía marxista que contribuyó de manera fundamental a la renovación y a la innovación, con historiadores de cierta proyección, como Juan Bosch, Juan Isidro Jiménez Grullón o Emilio Cordero Michel. Tras ellos, aparecieron dos historiadores, con formaciones metodológicas muy diferentes, que ejercieron una enorme influencia en las generaciones posteriores de historiadores: Roberto Cassá y Frank Moya Pons. De entre su amplia producción historiográfica no podemos dejar de mencionar, del primero, su Historia social y económica de la República Dominicana, publicada en 1976, y del segundo su Manual de Historia Dominicana editado justo al año siguiente, aunque con numerosas reediciones posteriores. En la actualidad, están en activo una amplia generación de historiadores, unos vinculados a la corriente historiográfica marxista y, otros, que, superando el historicismo tradicional, han incorporado elementos de muy distintas corrientes metodológicas.
Muy acertada ha sido la inclusión de un capítulo dedicado a la geografía física y humana, que firma Frank Moya Pons. En él se especifica la extensión del territorio, el clima, la orografía, los ríos, los patrones de asentamiento de la población, los ecosistemas y su degradación a lo largo del tiempo. Se trata de una síntesis magistral del espacio insular lo que nos permite entender mejor los procesos humanos en él desarrollados. El medio condiciona la actividad humana, en todas sus estructuras, por lo que estas brillantes páginas hacen más comprensible la evolución del poblamiento y la dinámica histórica de la isla.
Le siguen dos acápites en los que Marcio Veloz analiza las sociedades prehispánicas, empezando por las bandas arcaicas y terminando por las sociedades agrarias. Es de elogiar el esfuerzo de su autor por presentar un texto asequible, muy alejado de la especialización técnica de la arqueología. Hubo primitivamente unas sociedades arcaicas, los siboneyes, que vivían en bandas recolectoras de mariscos, reptiles y frutos y cuya presencia en la isla está documentada al menos desde el 2.000 a. C. Eran de pequeña estatura y su esperanza media de vida no superaba los 15 años de edad. En el siglo V o IV a. C. llegaron los tainos, de origen arawaco, introduciendo la agricultura de roza en la isla, aunque manteniendo la caza y la recolección. En el norte de la isla, coexistieron otros grupos étnicos diferentes al tainato, concretamente los macorijes y los ciguayos. La sociedad taína fue la que alcanzó un mayor grado de desarrollo, cultivando la tierra y asentándose en poblados circulares, con plaza central que podían llegar a superar los 2.000 habitantes. Se agrupaban en cacicazgos, que llegaron a adquirir una gran extensión territorial. Eran politeístas, y se comunicaban con sus dioses haciendo sahumerios o cohobas, mientras que a través de sus bailes o areitos transmitían de generación en generación, las experiencias pasadas y la historia. Sorprende el amplio volumen demográfico que alcanzaron -entre 100.000 y 500.000 personas, según los autores- pues, los colonizadores europeos tardaron varios siglos en igualar esa cifra. Ello demuestra la perfecta adaptación de los taínos al medio.
La conquista empezó de forma abrupta en 1492, sobre todo por el virulento azote de las enfermedades –influencia suina y/o aviar, gripe, viruela, sarampión, etc.-, y por la servidumbre abusiva impuesta por los conquistadores. No mucho mejor les fue a los españoles, mal dirigidos por un navegante sin experiencia gubernamental y con una ambición áurea desmedida. Para colmo, como indican Consuelo Varela y Juan Gil, no se calcularon adecuadamente las necesidades alimentarias, lo que combinado con la estrategia de los taínos de no cultivar la tierra para provocar su marcha, desató grandes hambrunas, a la par que se desencadenaban enfermedades, especialmente la sífilis, conocida entonces como el mal de las bubas. La primera ciudad del Nuevo Mundo, la Isabela, se erigió en el sitio equivocada y fue arrasada, primero, por el fuego y luego, en 1495, por un devastador huracán. A finales del año 1500, la colonia era un verdadero desastre, los hispanos no llegaban al medio millar y estaban enfrentados entre ellos, mientras que Santo Domingo no era más que una aldea formada por varias viviendas, construidas con materiales vernáculos. Los reyes enviaron sin suerte a Francisco de Bobadilla y, después, a Nicolás de Ovando que tuvo el mérito de enderezar el rumbo de la colonia, garantizando su viabilidad y afianzando la autoridad real. La creación de la real audiencia, en 1511, marcó un hito en la historia política dominicana. Y ello, como destaca Wenceslao Vega, por los amplios poderes y la extensa jurisdicción de esta institución que, como es bien sabido, no comenzó a mermar hasta 1527, cuando se erigió la audiencia novohispana.
A nivel social se produjo una resistencia de los grupos oprimidos, primero de los indios y luego de los esclavos negros. Por fortuna para los dominadores, nunca hubo una alianza de la clase subalterna para hacer frente conjuntamente al poder. Como explica Genaro Rodríguez, los taínos siempre entendieron que la población de color eran elementos foráneos que formaban parte del sistema de dominación. Ni las rebeliones indígenas, ni las de cimarrones negros buscaron nunca cambiar el sistema sino simplemente su libertad. Y aunque se convirtieron en endémicas a lo largo de todo el siglo, nunca supusieron un peligro real para la élite criolla.
Se analiza con especial detenimiento la economía de la isla, empezando por el llamado ciclo del oro, que resultó ser muy efímero, aunque los depósitos sedimentarios eran considerables a juzgar por las cantidades fundidas. Y segundo, el ciclo del azúcar, que tanta importancia tuvo a lo largo de toda la época colonial, aunque vivió su período álgido entre 1520 y 1560. En esos momentos, los esclavos llegaron a ser más de 25.000, mientras que la población blanca apenas superó los cinco millares. De esta simbiosis racial y cultural nació el componente social más importante de la colonia, el criollo. La economía de la isla no se colapsó porque los colonos buscaron otras fuentes de ingresos, produciendo y exportando jengibre, cañafístula, palo brasil, cueros vacunos y fortaleciendo las relaciones económicas con los corsarios en la banda norte. A mediados de siglo, había grandes hateros que tenían 20.000 y hasta 25.000 cabezas de ganado vacuno. Pero, además, la fundición de oro continuó, como desvelan las páginas de esta obra, pues tan sólo en el quinquenio comprendido entre 1537 y 1542 se fundieron más de ¡260.000 pesos de oro! A partir de la segunda mitad del siglo XVI, el contrabando, practicado especialmente en la banda norte, se convirtió en uno de los motores de la economía insular. En realidad, no fue otra cosa que la respuesta de los sectores productivos locales a la tiranía impuesta por los cargadores sevillanos. Sin embargo, éste era un grupo demasiado poderoso como para consentir semejante violación del pacto colonial. Tras varios intentos fallidos de despoblar la zona para erradicar el fraude, se optó por una medida absolutamente radical, las tristemente famosas devastaciones llevadas a cabo por el gobernador Antonio Osorio entre 1605 y 1606. La decisión fue tan traumática que sentó las bases de la futura secesión de la isla.
Además de las estructuras política, social y económica, se analizan también aspectos ideológicos, religiosos, culturales, artísticos y religiosos. El establecimiento de las primeras órdenes religiosas, las diócesis, las parroquias, los hospitales y las cofradías. Asimismo, Eugenio Pérez Montás nos introduce en la apasionante temática de las fundaciones de villas, el urbanismo y las primeras construcciones, tanto civiles como religiosas. Los españoles fueron conscientes en todo momento que conquistar equivalía a poblar y solo se podía poblar realmente mediante la fundación de ciudades. Todo esto y mucho más encontrará el lector entre las páginas de esta obra.
En la introducción, el coordinador general señaló la intención de que este texto no solo fuese una síntesis novedosa de todos los conocimientos sobre la historia dominicana, sino que, a la vez, tuviese un carácter divulgativo. El reto era difícil, porque nunca es fácil unir rigor científico con divulgación. La historiografía anglosajona tiene una amplia trayectoria en ese sentido, pero no la hispánica. Por fortuna, el objetivo se ha superado, pues los textos poseen toda la veracidad científica, planteando un estado de la cuestión e, incluso, proyectando cuestiones no resueltas, marcando caminos a seguir por la historiografía y todo ello con un lenguaje accesible a cualquier persona que desee conocer el pasado de su país. Carlos Forcadell ha escrito acertadamente que uno de los grandes problemas de la historiografía hispánica es el miedo secular a las obras de síntesis, por la dificultad que tiene establecer generalizaciones. Por eso este libro tiene un valor añadido ya que contribuye al cambio de tendencia no sólo de la historiografía dominicana sino también de la hispánica. Pero al margen de su valor dentro del terreno historiográfico, lo realmente importante es su trascendencia en términos de utilidad social para cualquier persona interesada en conocer la verdad histórica en una época en la que la historia de la República Dominicana, se confunde con la historia del Imperio y, por extensión, con la historia del mundo.
Esteban Mira Caballos
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