La lectura de la biografía de Bernat Hernández (Barcelona, Taurus, 2015, 328 págs.) sobre el dominico sevillano fray Bartolomé de Las Casas me han inspirado estas líneas. El autor, profesor de Historia Moderna en la Universidad Autónoma de Barcelona, consigue una obra muy completa, coherente y equilibrada. El esfuerzo ha sido encomiable, sobre todo, como indica el propio autor, por la extensión de la obra escrita del propio biografiado -varios miles de páginas- y por los cientos de biografías que se han escrito, desde muy distintos puntos de vista. Y es que se ha escrito tanto sobre los ochenta y dos años de vida del religioso sevillano que la producción es inabarcable, tanto que requeriría de un trabajo en equipo. Un personaje polifacético, religioso, predicador, político y cronista. Y todo ello sumado a su personalidad compleja, contradictoria, elogiada por unos y atacada por otros. De ahí que, como reconocer el autor, escribir una completa y equilibrada síntesis de su vida y de su obra resulte una tarea ingrata para cualquier investigador.
El dominico, nacido en Sevilla en 1484 -por cierto, el mismo año que Hernán Cortés- se convirtió en el gran defensor de los naturales, ejerciendo un extraordinario influjo en la historia social de la humanidad. En parte gracias a su tesón, el Imperio hispánico ha sido el único de la historia que se planteó su actuación en plena vorágine expansiva (p. 42). En su deseo de sensibilizar al emperador escribió su opúsculo más famoso, la Brevísima Historia de la Destrucción de las Indias. Huelga decir que es una obra insignificante en su extensa producción intelectual, pero que se convirtió en su texto más famoso. Y como dice el autor eso ha desfigurado su proyección histórica (p. 14). La Brevísima fue usada por las potencias enemigas de España para crear, o al menos reforzar argumentalmente, la Leyenda Negra como dijera Rómulo Carbia. Y es cierto que este opúsculo manchó para siempre la expansión hispánica con el estigma de la crueldad y la intolerancia, apuntalando una Leyenda Negra que llega a nuestros días. Pero es importante destacar que la intención del dominico fue en todo momento sensibilizar al Emperador para conseguir leyes protectoras como de hecho consiguió; es decir, su fin era totalmente honesto, pues nunca pensó que sus argumentos pudieran usarse torticeramente por los enemigos de España. Es más, algunos autores, como Lewis Hanke, sostienen que nunca quiso publicar su Brevísima historia de la destrucción de las Indias, la cual fue impresa sin su consentimiento (Muñoz Machado, 2019: 171). Asimismo, huelga decir que el dominico exageró las atrocidades para llamar la atención del Emperador, pero jamás negó la legitimidad de la ocupación hispana de América (Villacañas, 2019: 173).
El caso es que las críticas a su labor fueron constantes durante su vida y se han continuado hasta nuestros días. Ya en 1543 escribieron un memorial las autoridades de Guatemala, tildándolo de envidioso, apasionado, inquieto, insoportable y vanaglorioso. Lo que sorprende no son las críticas sino que sobreviviera a tantos ataques de ira que generó entre los encomenderos y adelantados. En la Edad Contemporánea las críticas han arreciado, atribuyéndole una paranoia -Ramón Menéndez Pidal-, o simplemente adjetivándolo de bobo -Rafael García Serrano-, de usurpador de la voz indígena -Tzvetan Todorov- o de ser el abanderado del imperialismo eclesiástico -Daniel Castro- (p. 13). Pero, insisto, todo es muy injusto para un acucioso fraile que tanto luchó por la defensa de los más desfavorecidos. Y, que nadie lo olvide, tan español era este gran humanista defensor y protector de los naturales como los no menos afamados Hernán Cortés, Francisco Pizarro o Hernando de Soto.
El influjo de la obra lascasiana en las Leyes de Indias es innegable. El emperador quedó profundamente impactado por su dialéctica y por las gravísimas acusaciones que vertió sobre conquistadores, adelantados y encomenderos. Tras su audiencia con el soberano, en abril de 1542, se promulgaron las Leyes Nuevas, concretamente el 20 de noviembre de ese mismo año. Estas tienen una fuerte impronta lascasiana y abolieron definitivamente la esclavitud indígena. Estas Leyes de Indias, tan influidas por el dominico, forma parte de la grandeza y de la singularidad de la expansión hispánica.
Asimismo, se le ha acusado de no haber prestado atención a las tareas evangelizadoras y de convivir muy poco con los naturales, mientras que otros correligionarios vivieron y murieron entre ellos, aprendiendo incluso las lenguas nativas. Es cierto que otros, como el obispo de Guatemala, Francisco Marroquín, optaron por usar menos la confrontación y el púlpito y dedicarse de lleno a las tareas evangelizadoras (p. 146). Pero tampoco se le puede reprochar al sevillano que optase por estar en la Corte, donde verdaderamente se decidió la suerte de los naturales. Y como afirma el autor, no hubo en ningún caso afán de protagonismo sino conciencia de la necesidad de influir en la corte para mejorar el proceso expansivo y la vida de millones de amerindios (p. 148). Tampoco podemos olvidar que, desde su llegada a La Española, en la flota de frey Nicolás de Ovando de 1502, hasta su fallecimiento en 1566, estuvo implicado en toda la problemática indiana y en la redención de los más desfavorecidos. Según el autor, pese a sus reclusiones monásticas en San Gregorio y en el convento de Nuestra Señora de Atocha, o a que apenas aguantó en su obispado de Chiapas dos años, de 1545 a 1547, recorrió a lo largo de su vida 123.300 Km, 22.000 de ellos a pie (pp. 29 y 155-159). Por eso es importante, como señala el autor, empatizar con el lugar y el momento de acción del religioso para poder entenderlo. Y nadie puede dudar de su ejemplaridad intelectual, de sus valores sociales y de su honestidad.
Quiero señalar algunas pequeñas erratas propias de toda obra de esta envergadura. Dice que en 1519 se produjo el fin del Imperio mexica por la toma de Tenochtitlan (p. 39) cuando esa ciudad cayó exactamente el 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito. Igualmente, cita el autor que, en 1547, coincidiendo con el año de la muerte de Hernán Cortés, llegaron noticias de Francisco Pizarro, como flamante gobernador del Perú (p. 51), pero debe ser un error de fecha porque este último había resultado asesinado en su palacio de Lima en 1541. Asimismo, cita que Pizarro llegó en la flota de Nicolás de Ovando de 1502 (p. 52) algo que está descartado, siendo su más plausible su llegada en la flota de Alonso de Ojeda. Y finalmente entre los aliados de Pizarro en la conquista del incario cita a los charcas (p. 55) pero presupongo que se debe referir a los chancas.
En definitiva, el libro de Bernat Hernández es la más completa síntesis que se haya escrito hasta la fecha sobre el gran defensor de los amerindios. El dominico justificó la expansión cristiana pero también dotó al imperio hispánico de unas herramientas intelectuales para criticar y enmendar su propio proceso expansivo. Ese fue el gran hito del imperio hispánico, que lo diferencia de otras expansiones imperialistas como las de Francia, Portugal o Inglaterra, y que tiene al padre Las Casas como su gran adalid.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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