
Cuando se conmemora el V centenario de la caída de la gran ciudad de Tenochtitlan quiero dedicar estas líneas al último tlatoani que lideró su defensa. Como sucesor de Cuitlahuac, muerto en 1520 a causa de la viruela, se nombró a Cuauhtemoc, un muchacho de veinticinco años, señor de Tlatelolco, hijo de Ahuizotl, hermano y antecesor de Moctezuma. Se había formado en el calmecac, un colegio de nobles, y poseía una extraordinaria capacidad estratégica y un ardor guerrero que no desmerecía en absoluto con el que exhibía su contrincante Hernán Cortés.
Curiosamente, y aunque la fuerte corriente indigenista actual lo ensalce como el héroe de los mexicanos frente al antihéroe de Cortés, ambos caudillos tenían mucho en común. Los dos fueron grandes estrategas, valientes guerreros y mostraron unas excepcionales dotes diplomáticas. De hecho, Cuauhtemoc aprovechó esta capacidad dialéctica para levantar la moral de sus hombres y convencerlos de que su sacrificio merecía la pena. Conocemos algunos extractos de sus alocuciones y no desmerecen en absoluto con las que voceaba el metelinense. Antes de comenzar la defensa definitiva de su capital, el tlatoani dijo a los suyos: Los dioses son de nuestra parte y hemos de pelear por su honra, por nuestra vida, por nuestra libertad, por nuestro imperio, por nuestra hacienda, por nuestros hijos y mujeres, por nuestra nación y linaje… Y también Cuauhtemoc cometió atrocidades cuando lo consideró oportuno, sacrificando en los templos a los enemigos que capturaba al tiempo que mandaba ejecutar a todos los emisarios que el metelinense le envió.
El jovencísimo Cuauhtemoc no se quedó de brazos cruzados, conjurándose con la élite tenochca para vender cara su derrota. De hecho, el asedió se prolongó por más de dos meses por el extraordinario valor y la capacidad logística del nuevo tlatoani. Al igual que el extremeño, tan pronto se mostraba indulgente que se veía en la obligación de tomar cruentas decisiones. De hecho, los españoles le remitieron en varias ocasiones embajadores para que capitulase, casi siempre parientes suyos, y en las mismas ocasiones los ejecutó. El joven tlatoani diseñó toda una estrategia logística para resistir el asedio:
Primero, acopió de su entorno todas las provisiones que pudo, para abastecerse ellos y, de paso, restarles el alimento a sus contrincantes. No obstante, el aprovisionamiento fue del todo insuficiente, no sabemos si porque no pudo hallar más o porque nunca pensó que el cerco pudiera prolongarse tanto tiempo.
Segundo, estableció jornadas diarias de instrucción para mantener la destreza bélica de sus hombres y adiestrar a los jóvenes y a las mujeres. Además, incorporó a su arsenal las armadas arrebatadas a los españoles en la jornada de la Noche Triste.
Tercero, trató de romper el bloqueo con 2.000 canoas que por la mañana acometían a los asediadores y por la noche trataban de burlar el cerco para abastecer a la ciudad. Fracasó por su inexperiencia en batallas navales, pues las canoas solo las utilizaban para el transporte, a veces, con fines militares y por la aplastante superioridad de la fuerza naval hispana.
Cuarto, se anticipó a la previsible decisión de su rival de cortar el acueducto de Chapultepec, que surtía de agua a la ciudad. Para ello, el joven tlatoani envió a varios escuadrones con sus mejores guerreros para proteger el citado canal, aunque fueron rechazados por las huestes lideradas por Cristóbal de Olid. De esta forma se redujo considerablemente la disponibilidad de agua potable de los sitiados.
Quinto, modificó sus ancestrales tácticas de guerra para tratar de neutralizar a estos formidables y temidos enemigos. Implantó sobre la marcha la guerra nocturna lo que obligó a los sitiadores a permanecer siempre en estado de alerta. Colocó parapetos en las canoas para defenderse de las ballestas y de las escopetas. Sembró las calzadas y plazas de grandes piedras, retirando además los puentes móviles para impedir el avance de la caballería. Y adiestró a sus hombres para minimizar los daños de la artillería, para lo cual debían zigzaguear y tirarse al suelo cuando presentían o sentían el disparo.
Y sexto, envió varias embajadas a distintos pueblos de Mesoamérica para que se sumaran a la ofensiva, atacando por la espalda a los hispanos. Durante el asedió consiguió que algunas embajadas burlasen el asedio, portando cabezas de caballo y de españoles capturados y sacrificados, para convencerlos de que no eran invencibles. Llegaron a sondear incluso a los tlaxcaltecas a quienes aseguraron que estaban alimentando a un monstruo y que ellos a la postre también resultarían sometidos. Y en un último y desesperado intento se dirigió a sus aliados de Malinalco y Matlatzinco a los que arengó para que a atacasen a los hispanos desde la retaguardia. Pero Hernán Cortés, siempre muy atento, envió a Andrés de Tapia contra los primeros y a Gonzalo de Sandoval contra los segundos. Una vez derrotados, se acabó cualquier posibilidad de los tenochca de recibir ayuda externa. Un fracaso que fue clave en el devenir de la guerra porque minó gravemente la moral de los sitiados, que se convencieron de que nadie acudiría en su auxilio. No obstante, Cuauhtemoc siempre estuvo dispuesto a resistir o morir, una tenacidad con pocos precedentes históricos, pues, incluso los numantinos, viendo la defensa perdida, enviaron una embajada a Escipión para intentar formalizar la paz.

Acechado por los hispanos, a Cuauhtemoc se le ocurrió una última y desesperada idea para cambiar el sino de la guerra. Decidió vestir a un gran guerrero con un traje de plumas de su padre Ahuitzotl que representaba a un quetzal, que era mágico, pues decían que con solo verlo los enemigos huían despavoridos. En una primera ocasión, según el Códice Florentino, un grupo de enemigos huyó al ver los atavíos del guerrero. Sin embargo, no había atajos ni milagros, todos se fueron desmoralizando cuando vieron que no existía ninguna solución mágica para cambiar el sino de la guerra. Y aunque terminaron aprendiendo de sus enemigos el valor de los ataques sorpresa, de las emboscadas y de los asaltos nocturnos, cuando se quisieron dar cuenta ya era demasiado tarde.
El último reducto que se tomó de la gran urbe fue el barrio de Amaxac que hubo que ocupar casa a casa, pues participaron en la defensa los últimos guerreros, las mujeres y los niños. Fue aquí cuando muchos se suicidaron para no ver el fin de su mundo.
Al final, siendo consciente de que todo había acabado, Cuauhtemoc consultó con su consejo de capitanes alcanzar un honroso acuerdo de rendición. En ello coinciden tanto los Anales de Tlatelolco como en la crónica de Bernal Díaz del Castillo, pero estos se negaron una vez más, prosiguiendo las hostilidades mientras les quedaron fuerzas. La fiesta de los Muertos, que los mexicas celebraban en agosto, debió ser ese año especialmente triste, resignados a un final trágico que se presentía inminente. Viendo todo perdido, Cuauhtemoc decidió huir en canoa, con su familia y otros capitanes, con la idea de reorganizar la defensa en otro lugar, quizás en Azcapotzalco. Pero fue imposible que cien canoas y piraguas pasaran desapercibidas en medio del lago Texcoco, siendo rápidamente interceptadas por las fustas. El joven tlatoani volvió a cometer un error pueril, al embarcarse junto a su familia en la más lustrosa, por lo que fue rápidamente identificado y detenido, sin tener la más mínima opción de escapar. Una vez descubierto, decidió identificarse y suplicar que dejasen en libertad a sus mujeres y a sus hijos. Obviamente, no fue escuchado. Era el martes 13 de agosto de 1521, festividad cristiana de San Hipólito. La toma de Tenochtitlan había concluido. Con ella caía finalmente el quinto sol mexica y nacía una nueva era, la de un imperio en el que pronto el sol nunca se pondría.

El destino de Cuauhtemoc fue igualmente aciago; el cacereño Garci Holguín fue el primero que llegó a su canoa y lo apresó, llevándolo sin hacerle daño ante su capitán. Contaba Antonio de Solís que el líder le preguntó a Cortés si acabaría con su vida, a lo que este le respondió, con la solemnidad que le caracterizaba, que no era su prisionero sino de un «príncipe tan poderoso que no lo hay superior en toda la tierra, y tan benigno que de él podéis esperar no solo la libertad, sino el imperio, mejorado con el título de la amistad». Puro teatro porque, en realidad, pretendía hacer con él lo mismo que había hecho con su tío Moctezuma II. Era el tlatoani, el señor al que todavía entonces muchos obedecían, pese a haber perdido la guerra. De esta forma pretendía controlar a los vencidos y, de paso, evitar posibles insurrecciones. Además, esperaba que, antes o después, confesara dónde se encontraba el oro abandonado en la huida de la Noche Triste. Flaco favor la hizo al tlatoani que le pidió que acabase con su vida para morir con honor, como lo hacían los guerreros mexicas.
Pero lo cierto es que el tlatoani cumplió con su cometido. De hecho, lo primero que el extremeño le solicitó fue que pidiera a varios miles de sus hombres que aún resistían que depusiesen las armas, algo que hizo, suspendiéndose totalmente las hostilidades. Con posterioridad, sabemos que convocaba a sus súbditos lo mismo para construir casas que para hacer caminos. Pero su ejecución era cuestión de tiempo, porque si algo tenían claro los vencedores era que el emperador de los mexicas no podía sobrevivir. No parece que el trato que le dio Cortés fuese especialmente cordial. De hecho, el doctor Cristóbal de Ojeda declaró que lo curó muchas veces, pues recibió muchos tormentos, quedándole una cojera permanente. Asimismo, fue acusado de martirizar hasta la muerte a un pariente del tlatoani por si sabía dónde se ocultaba el tesoro. El propio verdugo reconoció dicho suplicio, aunque, en su descargo, dijo que lo hizo a pedimento del tesorero de Su Majestad, Julián de Alderete. Pero el soberano cautivo murió sin soltar prenda, obviamente porque no había ningún tesoro. De hecho, lo que quedaba del ajuar regio lo regaló a los suyos para ganar voluntades y lo envió en embajadas a otros pueblos para conseguir adhesiones, antes del cerco definitivo.

En 1524, Cortés se lo llevó consigo en la conocida expedición del cabo de las Hibueras. Allí, en medio de la desazón de una lamentable campaña que nunca debió emprender, estando en la provincia de Acatlan, Cuauhtemoc fue acusado de conspiración. El 25 de febrero de 1525 lo ahorcaron, sin el menor miramiento. El infortunado tuvo tiempo, antes de morir, de recordarle a su verdugo «la injusta muerte que le daba y que Dios había de demandarle». Así perdió la vida el último soberano mexica, el más digno de los tlatoanis. Un final heroico y a la vez dramático del señor de Tlatelolco. Muchos lamentaron su muerte, entre ellos el propio Bernal Díaz del Castillo, que escribió que la consideró injusta y que le «pareció mal a todos los que íbamos». Sin embargo, el propio Cortés y algunos de sus capitanes justificaron su ejecución en el temor a que se produjese un alzamiento en todo el valle de México. También es cierto que Cuauhtemoc no era ningún santo, era un guerrero sanguinario, pero no más que su propio verdugo o que su tío Moctezuma II. No obstante, el reproche llega a nuestros días, pues su ejecución fue innecesaria ya que no representaba ningún peligro ni tenía posibilidades reales de conseguir apoyos. A esas alturas, su reino había desparecido de la faz de la tierra.
PARA SABER MÁS
Esteban MIRA CABALLOS: Hernán Cortés. Una biografía para el siglo XXI. Barcelona, Editorial Crítica, 2021.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
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