En los tiempos cambiantes que corren urge que los intelectuales de toda índole y de todos los niveles educativos, retomemos el compromiso social que nos corresponde, interpretando adecuadamente el pasado y estableciendo las claves para argumentar sobre el presente con el objetivo último de proyectar un futuro sostenible, más justo e igualitario. Al fin y al cabo, como dijo Benedetto Croce, toda historia es contemporánea, en tanto en cuanto responde a una necesidad de conocimiento y de acercamiento desde el presente.
También parece necesario usar un lenguaje sencillo que nos permita conectar con la sociedad. Muchos historiadores escriben solamente para sus colegas, con un lenguaje “obtuso”, no apto para el gran público. Ya en el siglo pasado, Jerzy Topolsky señaló que la utilidad social de la historia desaparecía, y con ello su razón de ser, si no conseguíamos divulgar la historia a la sociedad, mucho más allá del círculo de los profesionales. Sin embargo, en buena parte ha sido un objetivo no logrado lo que ha tenido dos consecuencias: una, que se cuestione, con razón, el valor de la ciencia histórica, desvalorizando de paso la figura del historiador. Y otra, que ese espacio de la comunicación con la sociedad lo hayan ocupado otros profesionales, como periodistas, ensayistas, escritores o tertulianos. Algo que es una dejación de responsabilidad por parte de los historiadores. Por eso, urge que los historiadores adoptemos un lenguaje sencillo que nos permita llegar a la sociedad y contribuir a formar opinión.
Hoy más que nunca los historiadores debemos llevar a cabo un cambio radical en nuestra forma de reconstruir el pasado, para evitar darle la razón finalmente al discutido Francis Fukuyama cuando habló del fin de la Historia. La enseñanza de la historia se encuentra hoy poco valorada en los planes de estudio por culpa de los propios historiadores que se han empeñado en hacer una historia narrativa que no da respuesta a los problemas de nuestro tiempo. En el mundo actual tan volátil, es necesario repensar el papel de la historia, es decir, la utilidad social del conocimiento histórico. Los historiadores ya no podemos ser meros transmisores de información, debemos abrirnos al diálogo y a la empatía, acortando las distancias entre historiadores y ciudadanos como decía el Prof. Roberto Cassá. Es preciso pues, retomar el compromiso social de los viejos maestros, como Eric Hobsbawm, Pierre Vilar, John Elliott, Paul Preston, Henry Kamen, Hugh Thomas o Josep Fontana, que han sido capaces de divulgar desde la investigación. Este compromiso con la ciencia histórica debería basarse en tres pilares:
Uno, en el replanteamiento total de la historia universal, quitándonos las vendas de los ojos y desprendiéndonos de atavismos, ideas preconcebidas y mitos. Vivimos en un mundo global por eso las respuestas de la historia deben ser también globales, libres de esos atavismos que son las historias nacionales y las microhistorias. No se trata tanto hacer historia desde el sentimiento o desde un posicionamiento político, sino de cambiar las categorías con las que trabajamos. El historicismo formó parte de la ideología liberal que, pese a su contribución al fin del Antiguo Régimen, fue un credo de clase, de la clase burguesa. Y por ello, siempre ha tendido a la defensa de los intereses del grupo dominante y no del pueblo. Como ya dijo en el siglo pasado René Rémond, el liberalismo tiende a mantener la desigualdad social. Es decir, defiende los derechos y libertades de la clase dominante, negando todas estas prerrogativas a pobres, marginados, huérfanos, vagabundos y minorías étnicas. Por eso el imperialismo y la servidumbre alcanzaron su máximo desarrollo tras el triunfo liberal. Hay que plantearse nuevas preguntas para dar respuesta a las necesidades de la sociedad de nuestro tiempo. La historia se ha fundamentado en base a héroes e hitos, como la Revolución Neolítica, el Descubrimiento de América y sus protagonistas o las Revoluciones Industriales. Y precisamente esos hitos, todos por supuesto relacionados con la civilización Occidental dominante, supusieron grandes saltos adelante en la idea descabellada del ser humano de someter y destruir a la naturaleza. Ello ha traído consigo males muy perniciosos para la humanidad, sobre todo una progresiva desigualdad entre las personas que nos ha hecho cada vez más infelices. La propiedad privada y el dinero acarrearon las desavenencias y la infelicidad al género humano, acabando definitivamente con el igualitarismo de las sociedades primigenias. Asimismo, han provocado una creciente e imparable destrucción del medio, cuyas consecuencias últimas estamos empezando a padecer. Con anterioridad, durante el Paleolítico, la humanidad convivió armoniosamente con su ecosistema. No se trata de volver a la Edad de Piedra, pero sí de aprender de ella aspectos tan importantes como su relación con la madre naturaleza. Y mientras la cultura cristiana occidental dominaba, había otras civilizaciones en el mundo –hasta 21 enumera Arnold Toynbee- que contribuían muy dignamente a la historia de la humanidad. Pero, éstas no contaban -nunca han contado- para la historiografía tradicional.
Dos, en un abandono de la historia narrativa, esa que piensa que el historiador no debe enjuiciar sino solo narrar y, por supuesto, siempre de aspectos pasados y no presentes. En realidad, la historia es una visión del pasado, pero desde el presente. El historiador trabaja, en definitiva, como quería Reinhart Koselleck, con un futuro del pasado y reinterpreta éste en base a sus propias experiencias e inquietudes. La clave es plantearnos nuevas interrogantes a viejas cuestiones, replanteándonos la historia desde nuevos puntos de vista. Sólo usando métodos alternativos al de la historiografía burguesa podremos reinterpretar adecuadamente el pasado, descubriendo verdades que llevan ocultas durante siglos. Como escribió Moreno Fraginals, si usamos los mismos métodos y las mismas fuentes que la historiografía burguesa llegaremos a las mismas viejas conclusiones. Debemos convertirnos en disidentes o en revolucionarios intelectuales, aunque ello implique ciertas dosis de idealismo. Ello no necesariamente debe ser una rémora, pues han sido precisamente visionarios y soñadores los que han cambiado reiteradamente el rumbo de los acontecimientos. Esto incluye la comparación histórica, superando el miedo a los anacronismos, refutando así los grandes símbolos que hasta el presente han sido los signos de identidad de muchos colectivos humanos.
Y tres, realizando una verdadera historia, donde el sujeto no sean las élites sino la clase subalterna. Es decir, dando el protagonismo a esa masa anónima que pereció fruto del empuje de diversas oleadas civilizatorias. Miles, millones de personas que, como diría Michel Vovelle, no han podido pagarse el lujo de una expresión individual. La nueva sociedad que surgirá en las próximas décadas, fruto del desmoronamiento del capitalismo, va a necesitar de una nueva historia, liberada de las viejas concepciones, de los viejos mitos. El conocimiento del pasado no nos permite predecir el futuro, porque las variables son infinitas, pero sí conocer mejor nuestros orígenes y elegir mejor nuestras posibilidades presentes y futuras.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS BÁSICAS
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ZIZEK, Slavoj: El acoso de las fantasías. Madrid, Akal, 2011.
ESTEBAN MIRA CABALLOS
PEDRO FELIX PASION dice
Precisamente allí radica una de las debilidades de los historiadores al pretender enfocar los estudios desde las nubes, desde las oficinas.
administrador1 dice
Sin duda, hay miles de libros de historia bien elaborados en base a fuentes que no leen más que los especialistas de ese tema. De esa forma no trascendemos el círculo vicioso de los historiadores.