
Los terremotos siguen siendo todavía en el siglo XXI un fenómeno natural conocido pero difícilmente predecible, por lo que se puede hacer poco o nada por evitarlos. Ahora bien, en el presente por lo menos conocemos su origen y podemos prevenir sus daños, construyendo edificios más resistentes a sus efectos.
Sin embargo en la Edad Moderna, sí que existía una explicación sobre ellos, pero no científica sino dogmática. Los terremotos eran fruto de un castigo divino y, por tanto, sí existía un remedio sobrenatural para frenarlos: persistir en la moral pública y realizar grandes actos de redención. En estas líneas vamos a analizar las actitudes públicas ante tres de estos terremotos: el de 1651 en Guatemala, el de 1504 en el reino de Sevilla y el de 1811 en Venezuela.
El primero de ellos, el llamado terremoto de Carmona (Sevilla) de 1504, hizo grandes estragos en buena parte de Andalucía Occidental. En Sevilla, contaba Diego Ortiz de Zúñiga, que la sacudida fue tan grande que parecía quererse acabar el mundo (III, 192). Y es que coincidieron tres agentes naturales: tempestad, huracán y terremoto, lo que provocó la ruina de cientos de edificios en la ciudad. Según Ortiz de Zúñiga la sacudida fue tan intensa que se balancearon las torres de las iglesias y tañeron sus campanas. El crujido de los edificios, la fuerza del temporal, el repique de campanas y los gritos estremecedores de la gente se unió en un escenario dantesco por lo que no extraña que pensaran que el fin de los tiempos se acercaba de manera irremediable. ¿Y qué actitud adoptaron? Tras los sucesos quedó la ciudad atemorizada por sus grandes pecados y sacaron en rogativa a la Virgen de los Reyes, durante varios días seguidos, en dirección a distintos templos de la ciudad. ¿Y quiénes podían ser los posibles culpables? Según Ortiz de Zúñiga, las rameras y los amancebados. Lo de siempre, buscaron algunos chivos expiatorios. A las primeras se les ordenó acudir a escuchar el evangelio con todo fervor, y a los segundos se dispuso su castigo, sin respeto de clases.

La sacudida de Guatemala de 1651, presenta una característica singular. Sorprende que se llevasen a cabo dos medidas: una, realizar rogativas públicas y, otra, ordenar a todos los vecinos que cavasen todos los agujeros que pudiesen para evitar las réplicas. La primera medida es la habitual, pero ¿y la segunda? Pues bien, es la primera vez que observamos un intento de usar una medida pseudocientífica para frenar un desastre natural. Ello evidencia que ya interpretaban las autoridades que a lo mejor había algo más que un castigo divino. La idea de cavar agujeros se basaba en una teoría de Séneca, recogida por José de Acosta en su Historia natural y moral de las Indias, que sostenía que los terremotos se debían a la presión del aire que circulaba en el interior de la tierra. Si se hacían hoyos, dicha presión disminuía y, por tanto, la posibilidad de que se desencadenasen nuevas réplicas. Los miembros del cabildo de Guatemala debían conocer la obra del padre Acosta, un precursor de la ciencia moderna, y tomaron dicha decisión que, aunque equivocada, implicaba en cierta manera una superación de la tradicional inacción dogmática.
Y el último temblor que vamos a comentar se desencadenó en Venezuela el 26 de marzo de 1811, en pleno proceso de independencia. Se produjo un estruendo brutal que fue seguido, según los testimonios de la época, por “el silencio de los sepulcros”. La actitud de las autoridades civiles y religiosas así como de buena parte de la población no dejó de ser curiosa. La iglesia predicó que era un castigo de Dios por la independencia, es decir, por ir contra los designios de la monarquía absoluta legitimada por Dios. Cuentan los testimonios de la época que la gente mostraba públicamente su arrepentimiento, pidiendo perdón a Dios por el pecado de la sedición. Tanto fue así que el capitán Domingo Monteverde, con menos de trescientos soldados no tuvo dificultad en avanzar desde Coro y reconquistar para España buena parte de Venezuela, incluida la ciudad de Caracas. Y ello, pese a las inútiles soflamas del libertador Simón Bolívar, que mientras rescataba víctimas de entre los escombros, voceaba a los cuatro vientos: “si se opone la Naturaleza, lucharemos contra ella y la haremos que nos obedezca”.
Estos tres ejemplos son suficientes para calibrar las actitudes del pasado y también la impotencia ante estos hechos de esta naturaleza. Una impotencia no muy diferente a la que podemos tener ante hechos similares en el siglo XXI. También es posible observar el uso partidista que hacían las autoridades de estos sucesos, lo mismo para culpar a los independentistas que a las prostitutas o a los amancebados. Siempre el deseo de encontrar a toda costa un culpable, que además favoreciera los intereses clasistas o políticos de la élite dominante.
PARA SABER MÁS
ACOSTA, José de: “Historia natural y moral de las Indias” (Ed. de José Alcina Franch). Madrid, Historia 16, 1987.
LYNCH, John: “Las revoluciones hispanoamericanas 1808-1826”. Barcelona, Ariel, 1985.
ORTIZ DE ZÚÑIGA, Diego: “Anales eclesiásticos y seculares de la ciudad de Sevilla”, Madrid, Imprenta Real, 1796 (hay reed. En Sevilla, Guadalquivir, 1988).
PIMENTA FERRO TAVARES, María José y otros: «O terremoto de Lisboa de 1755: tremores e temores», Boletín de la Comisión de Historia de la Geología de España Nº 29. Madrid, 2007, pp. 43-47.
Por lo común, en el transcurso de la historia las sociedades han experimentado diversos tipos de calamidades y como bien explica Ud. suelen aparecer dos características: buscar y señalar culpables (siempre los mas débiles) y causales sobrenaturales o divinas; actualmente, en relacion al corona virus millones de personas confían mas en soluciones de esta forma.